Para cumplir los objetivos climáticos, nuestro modelo productivo tendrá que transformarse de manera profunda en los próximos años. Como todo proceso de transformación económica y social, la transición ecológica exigirá adaptar nuestro modo de vida, y nos obligará a realizar fuertes inversiones para pasar de los actualmente omnipresentes combustibles fósiles hacia otras fuentes de energía menos contaminantes. A corto plazo, esto puede imponer importantes costes a los hogares, y, muy posiblemente, un aumento de precio en algunos de los bienes que habitualmente consumimos.
Dos grupos pueden resultar especialmente afectados: los hogares vulnerables y los residentes en áreas rurales.
Una manera evidente de fomentar la transición ecológica, y sobre la que se asienta la base de los impuestos energético-ambientales, es precisamente encarecer el uso de las energías contaminantes como la gasolina, el gas o el diésel. Si el precio de la gasolina aumenta, es probable que yo me decida a comprar ese coche eléctrico que llevo tiempo mirando. Sin embargo, la evidencia internacional muestra que la carga de los impuestos energéticos tiende a recaer en mayor medida sobre aquellas zonas más despobladas. Esto es porque los habitantes de áreas menos pobladas suelen realizar desplazamientos más largos en coche –y, por tanto, consumen más gasolina o diésel– y tienen, además, peor acceso al transporte público. De hecho, según la Encuesta Vasca de Hogares y Medioambiente –se toma ésta porque la última a nivel nacional se realizó en 2008–, mientras que en las ciudades de más de 100.000 habitantes un 34% decía utilizar habitualmente el transporte público, en los municipios de menos de 10.000 habitantes la cifra se reducía al 18%. En España, además, las zonas más despobladas –que se encuentran concentradas en las comunidades de Castilla y León, Extremadura, Castilla La Mancha, Aragón, la Rioja o Navarra– son también las de clima continental, con inviernos más fríos. De este modo, un encarecimiento de los combustibles fósiles les afectaría de manera especial.
Gráfico 1.- Porcentaje de hogares que utilizan transporte público de manera habitual
Fuente: Elaboración propia.
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Los hogares vulnerables constituyen otro de los colectivos especialmente perjudicados, ya que necesitan dedicar una proporción mayor de sus ingresos a las facturas de los suministros básicos energéticos (electricidad, gas o gasolina/diésel). En un
reciente estudio, Alberto Gago, Jose María Labeaga y Xiral López-Otero
analizaban el impacto distributivo de una igualación del gravamen de la gasolina y el diésel –que en la práctica implicaría un aumento del impuesto sobre este último– y concluían que, lejos de ser progresiva, la medida resultaría
más gravosa para los hogares más vulnerables (primer decil) que para aquellos de mayor ingreso (10% más rico). La clase media sería, además, la que más carga relativa soportaría.
Gráfico 2.- Impacto distributivo por deciles de renta equivalente de la igualación de los impuestos de gasolina y diésel
Una de las principales alternativas para evitar el sobrecoste en los hidrocarburos sería comprar un coche eléctrico. Para la mayor parte de los hogares de baja renta, sin embargo, esto no es realmente una opción. De hecho, en el mismo estudio, los autores señalaban que los hogares de renta alta compran 200 veces más coches nuevos que los hogares más pobres, que tenderían en el mejor de los casos a comprar coches de segunda mano. Los subsidios a la compra de vehículos eléctricos, como el reciente
Plan Moves III, tampoco mejorarían la situación. Dado que los hogares de bajo nivel de renta no pueden en la mayor parte de los casos permitirse comprar un coche eléctrico, el estudio señalaba que estas ayudas –a las que, recordemos, va a destinarse una parte nada despreciable del Plan de Recuperación y Resiliencia– terminarían muy probablemente concentradas en los hogares de mayor renta.
Gráfico 3.- Impacto distributivo por deciles de renta equivalente generado por la subvención a la compra de vehículos nuevos y limpios
Fuente: Gago et al. 2020. Esade EcPol.
La otra posible estrategia para escapar al mayor coste de las energías contaminantes es la renovación de la vivienda. Medidas tan sencillas como mejorar los cerramientos de las ventas o cambiar los calentadores de agua, calderas y aires acondicionados por otros con menor consumo energético pueden, según el
Parlamento Europeo, generar un ahorro de hasta un 60% de la factura.
Sin embargo, surge de nuevo la duda razonable de si un hogar que apenas tiene para afrontar los gastos del día a día podría invertir siquiera una mínima suma de dinero en hacer obras en su vivienda o comprar electrodomésticos de última generación. Y aunque es cierto que las ayudas a la renovación de vivienda –anunciadas también en el contexto del Plan de Recuperación– contemplan una mayor subvención para los hogares con menos recursos,
cabe pensar si cualquier subvención inferior al 100% será suficiente para permitir a estos hogares mejorar las condiciones de su vivienda. La situación es aún más grave si se tiene en cuenta que los hogares de renta baja
suelen habitar en viviendas normalmente más antiguas, peor aisladas y con mayor gasto energético. Un impuesto a las energías contaminantes puede llevar, por tanto, a un importante incremento de la factura energética difícilmente evitable.
Finalmente, otra serie de medidas regulatorias, inicialmente en apariencia menos lesivas, también pueden revertir en una pérdida de bienestar por parte de los hogares más vulnerables. Así, la nueva Ley de Cambio Climático establece como obligatorio el establecimiento de Zonas de Bajas Emisiones –como Madrid Central– en el centro de todas las ciudades españoles de más de 50.000 habitantes, o incluso las de más de 20.000 que muestren una insuficiente calidad del aire. En la práctica, esto implica que
el acceso al centro de la ciudad en coche queda limitado a aquellos hogares que posean coches eléctricos o poco contaminantes, que serán en su mayoría los de renta más alta. Otras políticas destinadas a incentivar la renovación del parqué automovilístico podrían tener efectos similares. Por ejemplo, es de esperar que el llamado impuesto al CO2 recientemente implementado en Cataluña –una suerte de impuesto de circulación que gravaría de manera especial a los vehículos contaminantes– imponga
una mayor carga fiscal a los hogares de renta baja, que tienen de media vehículos más antiguos y, por tanto, más contaminantes.
Si bien el impacto de algunas de estas medidas ha sido analizado de manera individualizada, no se ha llevado a cabo ningún un esfuerzo sistemático de analizar el efecto conjunto de las políticas de transición ecológica que se implementarán en los próximos años. Muchos de nosotros miramos, por tanto, con preocupación
el posible menoscabo de bienestar para las rentas bajas y medias.
No debemos olvidar que, ya en 2018, el anuncio por parte del Gobierno francés de
un aumento en el impuesto a los combustibles provocó en el país el movimiento de los 'chalecos amarillos', una importante movilización ciudadana contra una medida que se percibía como erosiva para el poder adquisitivo de una clase baja y media ya bastante
lesionada por las dinámicas de la globalización. Apenas un año más tarde, la eliminación de los subsidios a los combustibles provocaba en Ecuador fuertes revueltas, que culminaron sólo tras 12 días y la declaración de un estado de excepción. Recientemente, las protestas por la subida del precio de la luz en Bulgaria llevaron a su Gobierno a la dimisión. No sería, por tanto, de extrañar que, a la vista de la pérdida de muchos de los símbolos que una vez conquistaron –viajar, ir al trabajo en coche o mantener la vivienda caliente–, unas precarizadas clases media y baja decidieran rebelarse contra la transición ecológica y todo lo que ella representa. Como afirmaba Fran Timmermans, vicepresidente primero de la Comisión Europea y uno de los principales impulsores del Pacto Verde Europeo: La transición "será justa o no será".