La pandemia desatada a fines de 2019 interrumpió súbitamente toda expresión de actividad pública y alteró la rutina y las formas de funcionamiento de las instituciones que organizan nuestra vida en común.
Las políticas de aislamiento dispuestas por los gobiernos suspendieron los encuentros en los espacios laborales, educativos, comerciales, recreativos, religiosos, etc., y afectaron la dinámica cotidiana de las democracias de un modo desconocido. Las restricciones impuestas a algunas libertades básicas –como las de circulación o de reunión y expresión en espacios públicos–, el empleo de recursos de excepción reservados para momentos de emergencia o catástrofe natural y el reformateo de los órganos legislativos o judiciales –que mantuvieron sus actividades bajo modalidades virtuales o híbridas– fueron signos atípicos en un régimen democrático que se volvieron habituales durante la pandemia.
Ésta significó una dura prueba para las democracias, no sólo porque añadió una sobrecarga de exigencias a gobiernos que ya despertaban un fuerte desencanto, sino también porque éstos debieron afrontar el desafío de gestionar la emergencia sin comprometer los derechos básicos.
En la mayoría de los casos, las instituciones centrales (legislativas, judiciales o administrativas) lograron mantenerse activas gracias a las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías comunicacionales. Sin embargo, no todas las instituciones y prácticas que dan sentido a una democracia están aún preparadas para eludir la co-presencia y el encuentro físico en un espacio común.
Una de esas instituciones cruciales son las elecciones. Sostener esta práctica sin poner en riesgo la salud de la ciudadanía, y sin que los contactos y proximidad que ella exige agraven el ritmo y nivel de los contagios, constituyó un desafío colosal para las democracias durante los últimos dos años. Los gobiernos se vieron ante la disyuntiva de suspender o re-programar sus calendarios electorales, o bien afrontar el desafío de mantenerlos incorporando nuevas modalidades que redujesen el riesgo de contagio, respetando el derecho a votar.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Lo excepcional de este fenómeno reside en que no se trataba de un dilema sobre el que tuviera que decidir un Gobierno aisladamente –por efecto de una catástrofe natural o una conmoción social circunscrita a un país–, sino que se trató de un experimento global marcado por la simultaneidad que impuso la pandemia a medida que se extendía por todo el planeta. El alcance de la experiencia ofrece, por consiguiente, una oportunidad inusual para analizar cómo un mismo fenómeno es procesado y metabolizado por las diferentes democracias del mundo y cómo éstas responden ante un estímulo común que desafía su funcionamiento.
Ésta ha sido la vía de entrada elegida por un libro colectivo de reciente aparición, 'La democracia a prueba. Los años que votamos en pandemia en las Américas', en el que se aborda el impacto de la pandemia en diferentes elecciones (nacionales, regionales, municipales) y referendos, a lo largo de los años 2020 y 2021.
En ese contexto de restricciones en el que muchas prácticas y rutinas democráticas se interrumpieron por razones sanitarias, la celebración de elecciones representó un signo de continuidad y vitalidad que reanimó el compromiso de los gobiernos y la ciudadanía con la democracia, en un momento en el que otras formas de expresión cívica habían sido canceladas temporalmente.
Un año después de que estallara la pandemia, se habían celebrado elecciones nacionales y sub-nacionales en más de 100 países y esa tendencia se mantuvo constante durante 2021.
Es cierto que muchas debieron posponerse o se realizaron con adaptaciones, pero las cifras son elocuentes y revelan cuán paradójico resulta que una institución devaluada y denostada por sus limitaciones se haya convertido en el principal –cuando no el único– vínculo activo de la ciudadanía con la democracia, en un tiempo dominado por el miedo y la incertidumbre.
La experiencia internacional muestra un comportamiento electoral dispar, según los países y el contexto. En algunos casos, la pandemia tuvo efectos negativos sobre la participación: ocurrió en 2020 en Francia (con una caída de 17,5% respecto a 2014), en Taiwán, República Dominicana, República Checa y Austria, en los que la participación cayó un promedio del 7%. Sin embargo, en países como Corea del Sur y Uruguay la participación no se vio afectada.
En cambio, en otros casos que se estudian en el libro se superaron los registros históricos de asistencia, y
el interés por votar prevaleció sobre el miedo natural de contagio, aun cuando las fechas programadas coincidieran con un pico de casos, como ocurrió en las elecciones nacionales en Estados Unidos, Bolivia y Chile. El plebiscito constitucional chileno de octubre de 2020 fue el proceso electoral con mayor participación desde que se estableciera el voto voluntario en 2012, dato que resulta significativo en uno de los países con mayores índices de abstencionismo.
El mantenimiento de los calendarios electorales y su re-programación, en algunos casos puntuales, permitió además descomprimir situaciones de estrés social que se arrastraban desde antes de la pandemia. Bolivia y Chile constituyen nuevamente ejemplos que destacarse, ya que las elecciones nacionales en el primer país y el plebiscito constitucional en el segundo permitieron procesar tensiones por la vía institucional, arrojando un nuevo equilibrio de fuerzas y la instalación de otro escenario político.
En Bolivia, las elecciones nacionales fueron organizadas, tras tres aplazamientos, por un Gobierno interino que había ocupado ilegítimamente el poder después del golpe a Evo Morales. En un contexto dominado por fuertes sospechas sobre la imparcialidad gubernamental, se sumaron los efectos de la pandemia en un país con grandes dificultades sanitarias y sin acceso a vacunas. Pese a estas condiciones adversas, las elecciones de octubre del 2020 se desarrollaron con la normalidad que habitualmente caracteriza los comicios en el país, sellando el regreso del MAS a la Presidencia con el triunfo de Luis Arce.
El plebiscito en Chile, que también tuvo lugar en octubre del primer año de pandemia, legitimó de manera contundente el inicio del proceso para elaborar una nueva Constitución en el marco de una Convención Constitucional, encauzando la crisis de representación que había estallado un año antes. Asimismo, 2021 fue el año con mayor cantidad de comicios en Chile, ya que se desarrollaron elecciones de convencionales y cargos de nivel sub-nacional (regionales y municipales) de manera simultánea, primarias presidenciales de los pactos, la elección general presidencial y parlamentaria, y el balotaje. Este ciclo electoral fue organizado por un Gobierno con bajos niveles de aprobación, pero sostenido por una clase política tradicional en franco declive y por los actores políticos emergentes. Este consenso ofreció el marco para la conformación de la Convención y moldeó un nuevo horizonte político con el triunfo de Gabriel Boric. Así, la institución básica del régimen democrático fue la vía para encauzar de manera definitiva la crisis de representación que había estallado en octubre de 2019.
La polarización política es un fenómeno que afecta a buena parte de las democracias contemporáneas. Es un signo de la época y, en muchos casos, está acompañada por la reconfiguración de los sistemas de partidos y la aparición de liderazgos innovadores que abarca todo el espectro ideológico. La irrupción de la pandemia contribuyó a profundizar este proceso, enfrentando a oficialismos y oposiciones en torno a las estrategias sanitarias promovidas por los gobiernos y las medidas para atender a la crisis socioeconómica.
Brasil y Estados Unidos constituyen casos emblemáticos, ya que tanto Jair Bolsonaro como Donald Trump se presentaron como líderes de las posiciones negacionistas, profundizando el ciclo de polarización iniciado con las campañas presidenciales que los llevaron al poder. Ambos países son sistemas políticos federales y la polarización se expresó desde el comienzo de la pandemia en la disputa entre las autoridades nacionales y estatales en torno a las estrategias sanitarias. En este sentido, gobernantes de estados claves se desmarcaron de la política de salud pública promovida por los presidentes, sobre todo en lo referido a los confinamientos. Este escenario tuvo su correlato en la distribución territorial del voto, tanto en las municipales de Brasil como en los comicios nacionales en Estados Unidos que sellaron la derrota de Trump a finales de 2020.
Repasando las elecciones que tuvieron lugar en las Américas durante los años de la pandemia se observa que, a pesar de algunas re-programaciones y la implementación de dispositivos innovadores para favorecer la participación y promover el cuidado de las personas durante el acto electoral, primó la aceptación tanto de los procedimientos como de los resultados por parte de las fuerzas políticas que se enfrentaban tanto en elecciones nacionales como sub-nacionales. Un caso discordante con el patrón continental lo constituye Estados Unidos, donde el presidente saliente, tanto a lo largo del proceso electoral como tras su derrota, cuestionó los resultados, generando una situación de inestabilidad política que tuvo su punto álgido en la toma del Capitolio por parte de grupos vinculados al trumpismo. La gestión de la pandemia del Gobierno de Trump condicionó los resultados electorales y profundizó la polarización, contribuyendo a que el régimen político fuera puesto en jaque.
Como ilustra el caso estadounidense, en las elecciones nacionales presidenciales y legislativas que tuvieron lugar durante la pandemia los oficialismos fueron derrotados. Esta tendencia, más allá de las particularidades de cada caso, encuentra parte de su explicación en el desgaste que significó la gestión de la pandemia y los costes en términos sanitarios y económicos. En las elecciones sub-nacionales, sin embargo, se observan situaciones matizadas, con el caso uruguayo como ejemplo emblemático. En Uruguay, la percepción ciudadana de las medidas tomadas por un presidente que recientemente había asumido el poder para atender la crisis sanitaria ratificó el rumbo del Gobierno nacional de centro-derecha, que había desplazado del poder al Frente Amplio en las elecciones de 2019.
La pandemia se convirtió en un estímulo inesperado para extender los días y horarios de votación, sumar centros y mesas destinadas a ejercer el derecho al voto y establecer horarios prioritarios para poblaciones de riesgo. A su vez, actuó como incentivo para ampliar el repertorio de opciones, como el voto presencial anticipado, el voto por correo postal y electrónico y las urnas móviles, entre otras. Estos ensayos, impuestos por la excepcionalidad del momento, aún deberán explorarse y, tal vez, mantenerse en tiempos de normalidad, para favorecer una mayor participación y un acceso más equitativo al voto.
La importancia que el acto electoral tiene en una democracia amerita esa búsqueda e innovación. Aunque una elección no hace democracia, este momento, periódico y fugaz, encierra la enorme capacidad de recordarnos que la ciudadanía constituye la fuente y última justificación de los poderes que confiamos a quienes nos representan, una propiedad que se acrecienta en tiempos excepcionales como los que vivimos bajo la pandemia.