"La Covid-19 ha creado un momento crucial... al aprovechar este momento histórico, podemos cambiar el rumbo para dar forma a nuestro destino individual y colectivo, y al hacerlo rescataremos a la humanidad de la catástrofe y crearemos un mundo mejor", escribía recientemente el profesor Ian Goldin. Esta visión optimista es compartida por personalidades de la política y de la Academia de todo el mundo, quienes argumentan que afrontamos una oportunidad única para "reconstruir mejor". Tenemos la posibilidad y la necesidad de crear un Estado social más ambicioso en todo el mundo, ha propuesto la directora ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Alicia Bárcena.
Un atisbo de esa promesa se hizo evidente tras el estallido de la pandemia incluso en Centroamérica, una región donde el cambio es tan difícil como urgente. Tomemos el ejemplo de Guatemala, donde en 2019 seis de cada 10 personas vivían en la pobreza y 6,5 en la informalidad. Allí, el Gobierno respondió a la llegada de la Covid-19 confinando a toda la población, pero introduciendo también un
programa de transferencias monetarias temporal.
Este programa, que se adoptó muy rápidamente, mostró una capacidad estatal inédita: se ejecutaron pronto la totalidad de los recursos (algo poco habitual en Guatemala) y se prestó apoyo a millones de personas, muchas hasta entonces olvidadas. Como nos decía el director ejecutivo del
Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, Jonathan Menkos, "un Estado que se supone que no tiene capacidades ni para ejecutar lo cotidiano, logró aplicar un programa que llegó a más de dos millones de familias". Medidas ambiciosas en materia social estuvieron de repente al alcance de la mano:
de una narrativa dominante fuertemente anti-estatal, se pasó a apoyar una intervención pública bastante ambiciosa, financiada con recursos extraordinarios del banco central.
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También en otros países centroamericanos como Costa Rica y El Salvador hubo una respuesta de apoyo a la población más agresiva que en periodos anteriores. De un día para otro, se crearon el
'Bono Proteger' y la llamada 'transferencia de los 300 dólares', que beneficiaron al 13% de la población costarricense y al 19% de la salvadoreña. Aunque claramente insuficientes para hacer frente a la crisis que afectó a los millones de familias que dependen del trabajo informal, la cobertura fue significativa si se compara con programas previos de transferencias monetarias en ambos países.
Sin duda, estos programas podían haberse convertido en puntos de partida para introducir reformas redistributivas de más calado. Lamentablemente, no ha sido así: la ventana de oportunidad se cerró pronto, a medida que se intensificaba el llamamiento a la austeridad que, al contrario que en Europa y Estados Unidos, sigue siendo muy influyente; no sólo en Centroamérica, sino también en otras regiones del Sur Global.
El discurso sobre la austeridad se apoya en dos argumentos que, juntos, tienden a transformarlo en una narrativa atrápalo-todo. Argumentan algunos que no hay dinero suficiente para financiar nuevos programas y que, si no se anda con cuidado, se pondrá en peligro la estabilidad macroeconómica. Otros mantienen que es necesario reducir el gasto público porque la intervención estatal es, por definición, ineficiente y/o corrupta. En ambos casos, aumentar impuestos progresivos se considera peligroso.
El poder de la austeridad para cerrar la ventana de oportunidad generada por la pandemia ha sido particularmente evidente en el caso de Costa Rica. Como nos señaló una jerarca gubernamental, muy rápido "se instaló la narrativa de que para responder a la pandemia, el Gobierno debía recortar su gasto, recortar y recortar". La necesidad imperiosa de promover recortes prevaleció sobre la oportunidad de expandir la acción estatal. Todos los actores públicos que entrevistamos coincidieron en la idea de que el país carecía de espacio fiscal y que crear nuevos impuestos hubiera sido inviable o contraproducente.
La idea de que el Estado es ineficiente también influyó pronto las conversaciones en Costa Rica. Esa retórica, que ya antes de la pandemia promovían líderes del sector privado y muchos políticos, se vio abonada por instituciones del propio Estado. Por ejemplo, una auditoría de la Contraloría General de la República criticó la implementación del
Bono Proteger, manteniendo que se habían producido errores importantes en la selección de la población beneficiaria (argumento no corroborado por evaluaciones académicas independientes). La Contraloría (y buena parte de los medios de comunicación) desconocieron, además, la impresionante rapidez en la implementación del programa, su exitosa capacidad de proteger a poblaciones muy necesitadas y la transparencia respecto a la población beneficiaria.
El poder de la narrativa de la austeridad es también evidente en Guatemala. Allí, el Gobierno volvió rápidamente a la idea de que lo importante era recuperar la economía y de que, para ello, había que tener mucho cuidado con la expansión excesiva del Estado; aunque su gasto social en 2019 fuera de los menores de América Latina. Se buscó proteger la estabilidad por encima de todo y volver lo antes posible a la ortodoxia económica dominante en el país desde hace décadas ya que, de otra manera, "la carretera por la que anda la economía se perdería", como nos lo explicó gráficamente un alto cargo del sector público. Lamentablemente, el pésimo manejo que el Gobierno hizo de la compra de vacunas llevó a que sectores progresistas de la sociedad civil también retomaran planteamientos anti-corrupción, que contribuyeron al discurso anti-estatal y al escepticismo respecto al papel del sector público.
Por desgracia, no creemos que Centroamérica sea la única que se enfrenta a un conflicto entre las demandas creadas por la pandemia y la fortaleza de los enfoques de austeridad. La necesidad de una política social inclusiva es urgente en toda América Latina, una región donde muchas de las respuestas a la pandemia, incluyendo los cierres y las restricciones de movilidad para evitar la propagación del virus, llevaron pronto a una crisis social y económica. Desde finales de 2020 sabemos que América Latina está retrocediendo al menos una década en términos de desarrollo humano, pobreza y desigualdad.
Para revertir esta tendencia, es imprescindible mantener y profundizar muchos de los programas introducidos en los dos últimos años, algo que será imposible si no conseguimos superar la narrativa de la austeridad, un manto discursivo que, lamentablemente, se ha hecho popular en todo el espectro político. Como señala el politólogo Nicolas Jabko, la austeridad no es una forma de pensar exclusivamente conservadora y, pese a lo que pueda parecer cuando la realidad se lee desde Europa o Estados Unidos,
sigue dominando las políticas públicas en buena parte del mundo.
Resulta difícil imaginar el cambio de rumbo con el que sueña Ian Goldin y muchas otras personas sin una redefinición profunda de esta narrativa. Según el diccionario, lo opuesto al quehacer austero es un quehacer afable, flexible, bondadoso, en este caso en la manera de hacer Estado y política social. Para lograrlo, debemos afrontar los grandes retos del bienestar social, rechazando la idea de que los estados son ineficientes, corruptos o que tienen un espacio fiscal inmutable. Requerimos, hoy más que nunca, de nuevas coaliciones sociales que defiendan un Estado más ambicioso, lo que les llevará a demandar simultáneamente más eficiencia, menos corrupción y más impuestos progresivos. Ello, a su vez, requiere de un mayor protagonismo de actores estatales y sociales favorables a la política social inclusiva. En el pico del susto creado por la pandemia, estos actores tuvieron mayor poder decisorio que perdieron pronto y que es urgente que recuperen.