Para entender en qué quiere Rusia transformar a Ucrania sólo hay que mirar al norte del país. Una Ucrania subyugada que perdiera gran parte de su capacidad de decisión y se convirtiese en una suerte de vasallo moderno de Moscú sería un éxito. No sería necesario conquistarla, únicamente asegurarse de que el Gobierno de Kiev responde siempre a la llamada del Kremlin. Rusia tiene un ejemplo que ha funcionado, y por el cual no tuvo que poner en riesgo su economía, su Ejército o su popularidad: Bielorrusia.
Rusia ha utilizado suelo e infraestructuras bielorrusas para la invasión de Ucrania, se especula con la posible participación de su Ejército en las acciones bélicas en Ucrania y Lukashenko, el líder del país desde 1994, es quizás, junto al presidente sirio Bashar Al-Asad, el más firme aliado de Putin hoy en día. Hasta cierto punto, la soberanía de Bielorrusia como país es casi inexistente, sobre todo de puertas hacia fuera.
Las relaciones entre Bielorrusia y Moscú no han sido fáciles ni cordiales en las últimas décadas. Rusia llegó a cortarle el gas temporalmente en 2019 por una disputa sobre el precio. En 2020, sin embargo, tras las manifestaciones en Bielorrusia por el fraude electoral en las elecciones presidenciales, Putin salvó el régimen de Lukhasenko garantizando su estabilidad y su capacidad de sobreponerse a las protestas. Detrás de este movimiento ruso había una clara idea
á la Kissinger: cualquier cosa mejor que una Bielorrusia democrática. Desde entonces, este país ha asumido una forma de vasallaje moderno frente al Kremlin.
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Es posible que el plan inicial de Rusia para Ucrania fuera en ese sentido: descabezar el Gobierno de Kiev y rápidamente e instalar uno títere que pudiera mantener una relación con el Kremlin a imagen de Bielorrusia. Probablemente, esto serviría para cumplir las garantías de seguridad que Putin demandó en sus discursos previos a la guerra.
Esta idea encabalga con
los intentos de Rusia de dominar la política ucraniana prácticamente desde su independencia, pero en especial desde la llegada de Putin al poder. Estos intentos siempre se han topado con un obstáculo insalvable: la pulsión democrática del pueblo ucraniano.
Ésta ha sido, y seguirá siendo a largo plazo, la mejor línea de defensa frente a la adopción de un modelo a imagen y semejanza de Bielorrusia. A mayor democracia, a mayores controles sobre el Poder Ejecutivo del presidente, a mayor limpieza del proceso electoral y a mayor independencia judicial, menor será la capacidad de cualquier potencia extranjera para influir y decidir el futuro del país. El impulso democrático que se encendió en Ucrania a raíz del escándalo
Kuchmagate nunca se ha apagado. Los líderes de esa protesta encabezaron la Revolución Naranja de 2004, que supuso el primer gran varapalo a una Rusia cada vez más asertiva en extender su influencia sobre sus vecinos. Los cambios constitucionales que introdujo la Revolución Naranja, diluyendo el Poder Ejecutivo del presidente, fueron revocados por la Presidencia de Viktor Yanukovych (la cual se extendió desde 2010 a 2014) y su reinstauración, una de las claves de las protestas de la Revolución de 2014.
No se puede ser ingenuo: la democracia en Ucrania está lejos de ser perfecta y las guerras nunca han sido aliadas de las mejoras democráticas, más bien al contrario. Los índices de independencia judicial en el país ahora invadido son notablemente bajos, al igual que la libertad de sus partidos políticos y la corrupción. El conflicto en el este del país ha dado impulso a fuerzas neonazis. Aun así, según
Idea Internacional, Ucrania es una democracia de desempeño medio, y aunque sufrió un notable retroceso democrático entre 2010 y 2015, sus índices han experimentado una mejora significativa desde entonces.
Aunque existe una enorme incertidumbre sobre el devenir de la guerra, un día acabará y la feroz resistencia ucraniana ha cambiado ya los escenarios plausibles para el final del conflicto. En ese momento, pero ya desde antes, será clave el apoyo incondicional al pueblo ucraniano para la reconstrucción, reforzamiento y solidificación de su democracia. El Kremlin puede llegar a controlar a un presidente e incluso a una pequeña lista de oligarcas, pero no puede hacerlo a todo el electorado ucraniano, a todo el Parlamento y a todos los poderes del Estado. Aquí reside la diferencia entre una Ucrania a imagen y semejanza de Bielorrusia u otra capaz de mantener su soberanía.
La resistencia ucraniana a la invasión rusa es una resistencia al irredentismo, y una defensa de la idea básica de que la soberanía de un país recae en sus instituciones, sus gobernantes y, últimamente, su democracia. Contra eso lucha Rusia.