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Marvin Recinos (AFP)

El Salvador: de régimen 'híbrido' a autoritarismo competitivo

Nayda Acevedo Medrano

4 de Mayo de 2022, 16:51

La diatriba contra la dictadura en América Latina ha encontrado su lugar más álgido, tras la euforia que el hemisferio viviera entre finales de la década de los 80 e inicio de los 90 en lo que Huntington llamó "tercera ola de la democracia". Y no es para menos si consideramos que esta porción del continente deviene, no desde hace mucho, de regímenes autoritarios de corte militar que generaron heridas que hasta la fecha no se han logrado sanar.
  

El Salvador no ha sido la excepción. El tránsito entre el último golpe de Estado en 1979, las reformas de la Constitución de la República en 1983 (con las que se reconoció a los partidos políticos como únicos actores que, mediante elecciones libres y competitivas, gestionaran el poder); un conflicto armado que duró 12 años y finalizó en 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz y una primera alternancia de gobierno en 2009 a favor de la principal fuerza opositora de la historia actual salvadoreña, nos invitaba a hablar de una secuencia de democratización. En este escenario, los principales actores, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) han sufrido un profundo desgaste político, agravado por sus respectivos ejercicios de función pública que han terminado, hoy por hoy, por colocar a El Salvador en lo que varias voces califican de deriva autoritaria. 

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Y es que el camino hacia la democracia no es lineal, presenta profundos desafíos y cuestionamientos, estudio y aplicación, educación y tiempo, ese factor que cada vez es más difuso ante la inmediatez, la desinformación y con una sociedad cada vez menos propensa a ejercicios reflexivos más que reactivos. Por eso, es clave identificar los elementos que nos permitan reconocer avances y retrocesos en el trayecto que va de una democracia plena al autoritarismo cerrado en esa tercera ola de la democracia y, en particular, en los casos de aquellos países que salían de dictaduras militares y que avanzaron hacia la democracia con vicios propios de un régimen autoritario. 
 

Esta mezcla, definida por la literatura especializada como 'regímenes híbridos', se ha podido observar en la transición democrática de El Salvador. Recordemos las elecciones libres e igualitarias en las que el partido FMLN logró ganar la silla del Ejecutivo en 2009 y en 2014. Sin embargo, uno de los rasgos más importantes de esa mezcla en el sistema político salvadoreño fue la corrupción, que devino en un funcionamiento de gobierno poco efectivo a la hora de combatir problemas estructurales y deudas profundas respecto al ejercicio pleno de los derechos humanos por parte de la población del país. 

Este contexto supuso una oportunidad para el mandatario actual, Nayib Bukele, que heredaba ya un andamiaje cuestionado por la ciudadanía. Según el Latinobarómetro, en 2018 El Salvador bajaba la percepción de progreso a un 9% y señalaba tres grandes problemas: la (mala) economía, la inseguridad y la corrupción. A ello sumaron las protestas en la región, consecuencia del abandono de las medidas contracíclicas tomadas por la crisis económica de 2008,y que hicieron que el apoyo a la democracia declinara sistemáticamente hasta llegar al 48%. Es decir, en Latinoamérica más de la mitad de la población no apoya la democracia, y El Salvador no es la excepción.
 

Con este hartazgo acumulado, la población salvadoreña otorgó en 2019 el mandato presidencial a Bukele, quien asumió su mandato dando la puntilla al sistema de partidos hasta entonces dominado por las dos fuerzas políticas citadas. Este fenómeno se replicó dos años más tarde, en las elecciones legislativas y sub-nacionales, en las que el partido (ahora) oficialista, Nuevas Ideas, logró una abrumadora mayoríaen la Asamblea Legislativa. 


 

Si bien es cierto que los vicios autoritarios heredados de años anteriores no habían permitido a El Salvador generar mecanismos más expeditos en su tránsito hacia la democracia, existía en el país un equilibrio de fuerzas que obligaba permanentemente a los dos partidos principales a negociar acerca de la gestión del poder, aunque sin lograr cambiar la percepción de la población respecto a sus propias condiciones de vida. Este esquema es el que se rompió con la figura de Bukele, con rasgos de personalidad autoritaria y que ha concentrado su poder sobre el aparato estatal, en un escenario en el que la población justifica el autoritarismo ante la ausencia de credibilidad en la democracia. Y un manejo discursivo del mandatario, replicado por los órganos estatales, con el que insta permanentemente a la población a apoyar sus decisiones. 

Lo cierto es que en El Salvador se han producido movimientos importantes en ese régimen híbrido, entre la democracia plena y el autoritarismo cerrado, de forma que ha ido avanzando hacia el segundo, sin controles al poder institucional, limitando los derechos y libertades políticas, con problemas de gobernanza, con muy poco pluralismo político... todo ello disfrazado bajo el ejercicio del sufragio universal, si optamos por la definición más minimalista de democracia, pero que nos puede finalmente llevar a comportamientos similares a los que parecían ya superados; por ejemplo, que disentir te cueste la vida.
 

El camino hacia la democratización que emprendió El Salvador desde la década de los 80 nadado muchas lecciones. Hay que saber leerlas, asumirlas y señalarlas a efectos de ratificar y rectificar los pasos que se han dado.  Comprender las dimensiones política e histórica es clave cuando se trata de ver más allá de los periodos presidenciales. Hablamos de cultura política, de educación y de lo que, de manera individual y colectiva, fortalece la decisión tomada. Hablemos, pues, de democracia.
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