¿Qué ha pasado con el agro y los campesinos en América Latina a lo largo del siglo XXI? ¿Qué impacto ha tenido la llegada de gobiernos de izquierda de la llamada
ola rosa y el
boom de las
commodities? ¿Qué transformaciones ha experimentado este sector que sigue siendo estratégico en la región? ¿Cuál fue la capacidad de presión y el desempeño de los movimientos sociales rurales en esta coyuntura? Todas estas preguntas nos las hicimos hace unos pocos años, liderados por uno de los especialistas más reputados sobre el tema, Cristóbal Kay. El fruto de esta reflexión se plasmó una
obra colectiva editada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso).
La pregunta principal que nos hicimos fue si la llegada de gobiernos de izquierdas (o que se auto-proclamaban como tales) hicieron realmente políticas emancipadoras en el ámbito agrario que dieran respuesta a las demandas de los movimientos sociales campesinos; muchos de ellos con una larga tradición de lucha. Para responder a estas preguntas un equipo de especialistas analizó diversos países. A quien suscribe le correspondió estudiar, junto con Eduardo Baumeister, un gran especialista sobre el agro en Centroamérica, el caso nicaragüense. Este caso es especialmente crítico por la deriva histórico-política del país, que desde finales de la década de los 70 hasta hoy ha experimentado múltiples mutaciones: a saber, pasó del régimen dictatorial y patrimonial de los Somoza a una revolución de carácter socialista (1979-1990); de ahí derivó a una democracia representativa con políticas económicas neoliberales (1990-2006), para transitar finalmente a un nuevo régimen autoritario encabezado por el antiguo mandatario sandinista Daniel Ortega (2007 hasta hoy).
Es crucial señalar que la revolución sandinista (1979-1990) supuso una transformación profunda de la realidad económica de Nicaragua mediante una amplia reforma agraria que nacionalizó tierras, fortaleció la presencia de agencias de desarrollo estatales (con las que se impulsaron grandes inversiones en polos de desarrollo), generalizó el acceso al crédito, creó sindicatos y cooperativas agrarias y, sobre todo, se hizo con el control público del comercio y de los precios.
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Como es sabido, este proyecto de desarrollo agrario se finiquitó en 1990, con la pérdida electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y la llegada de gobiernos liberales. Precisamente por ello, todo el mundo se preguntó si con la vuelta de Ortega y del FSLN al poder, tres décadas después, se volvería al modelo revolucionario o si se seguirían impulsando las políticas neoliberales puestas en marcha a inicios de la década de los 90 del siglo pasado.
La realidad ha desmentido cualquier vuelta a los años 80 del siglo XX. La lógica de desarrollo impulsada por Ortega desde 2007 se parece más a las políticas neoliberales de los 90 que a las políticas socialistas de la década anterior. Así lo demuestra la persistencia de una fuerte apertura comercial, la atracción intensiva de inversión extranjera directa y el total control de la producción y la tierra en manos privadas.
La llegada de Ortega no revirtió las políticas neoliberales impulsadas desde 1990. Se mantuvieron las privatizaciones de la tierra, la liberalización de la economía y la apertura hacia el mercado mundial. Tampoco se cambió la lógica residual de la inversión pública ni la baja capacidad infraestructural del Estado. Para el nuevo sandinismo orteguista, cambiar una dinámica económica de tres décadas era muy difícil, pero el nuevo Gobierno tampoco mostró una especial voluntad para hacer políticas de desarrollo más ambiciosas y más acordes con las demandas de los movimientos campesinos.
Los objetivos campesinistas de impulsar un desarrollo más inclusivo y más alineado con el lema de la soberanía alimentaria eran difíciles de cumplir. Esto era así porque en el siglo XXI el capital nacional y transnacional tenían mucho más poder en Nicaragua que en los años 80; pero no sólo era eso. A estos elementos cabe añadir uno de nuevo: la presencia de una 'burguesía sandinista' vinculada al capital local e internacional y muy cercana Ortega y a sus intereses. La presión de este sector, junto con el resto de los elementos expuestos, tuvo capacidad suficiente para que el Gobierno mantuviera una política de continuidad neoliberal. Sólo se atenuó con el despliegue de políticas sociales focalizadas que, si bien supusieron una mejora de las condiciones de vida de mucha gente del campo, nunca significó ni el impulso hacia un modelo de desarrollo alternativo ni la posibilidad de emprender un modelo de desarrollo más autónomo.
A partir de lo expuesto, la cuestión es la siguiente: ¿era inevitable que los gobiernos presuntamente izquierdistas mantuvieran y aceleraran (atraídos por el boom de las
commodities) un modelo de desarrollo agrario neoliberal y extractivista, o se hubiera podido hacer algo más? La respuesta no es fácil. Es cierto que los estados tienen actualmente menos herramientas que antes para impulsar modelos de desarrollo propios y alternativos; pero también es preciso señalar que
en América Latina el Estado siempre ha sido un instrumento para acumular poder, capital (y tierra), y para premiar a élites políticas que se convierten en económicas, y viceversa. Es más, en el caso de Nicaragua, donde el patrón principal de acumulación se realiza a través de los productos primarios y de una mano de obra poco especializada y barata, el poder político es determinante.
Además, también cabe señalar que las formas impulsadas por Ortega para desarrollar el campo y mejorar la vida de los campesinos no han funcionado. Estas fórmulas, que han combinando la compra de semillas de alto rendimiento, insumos químicos y el impulso del riego para aumentar la productividad agrícola no han supuesto mejoras. El resultado ha sido el contrario al buscado, ya que el uso excesivo de insumos químicos ha contaminado suelos y fuentes de agua. Sin restaurar el suelo y sin un mejor aprovechamiento del agua de la lluvia que se convierte en humedad, la agricultura de secano no es sostenible como medio de vida (Baumeister 2009).
Así las cosas, desde la llegada de Ortega persisten los bajos rendimientos del campo, los niveles de inseguridad alimentaria y la pobreza, lo que revela que las prácticas y tecnologías convencionales (junto con políticas sociales focalizadas) no han hecho la diferencia para la mayor parte de los pequeños productores. Tal como señalan los movimientos campesinos de la región, es preciso buscar soluciones específicas ajustadas a cada territorio; determinar los elementos característicos de los suelos, las semillas y fertilizantes más adecuados, además de impulsar modalidades de crédito que puedan ser financieramente sostenibles y funcionales para los pequeños agricultores. Esto, sin embargo, sólo se obtiene cuando los movimientos sociales rurales son robustos, pueden articular políticas y ejercer presión. Y en el caso de Nicaragua,
estos movimientos han sido ignorados y, a partir de la rebelión de 2018, reprimidos.
De todo ello, y a partir del caso nicaragüense, es necesario reflexionar si a inicios del siglo XXI se gestó un nuevo modelo post-neoliberal de desarrollo implementado desde gobiernos de izquierda. Posiblemente sea así, y cabría plantearse si se trata de un simple abandono y cooptación de la agenda de los movimientos campesinos por parte de políticos sin escrúpulos, o si la economía global deja poco margen para otro tipo de gestión.
No hay una respuesta clara, pues aunque parece cierto que los políticos cada vez dan más importancia al voto urbano (creciente) y menos a los intereses de los campesinos, también es preciso señalar que las políticas impulsadas por los gobiernos de la
ola rosa han incluido fondos económicos para ayudar a los pequeños productores familiares y para impulsar micro-proyectos. El problema, sin embargo, reside en que estas políticas son insuficientes para mejorar la vida de los campesinos y en que los mismos gobiernos han erosionado (cuando no combatido) la capacidad organizativa y política de los movimientos agrarios contestatarios.