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Jean-Francois Badias (AP)

La Conferencia sobre el Futuro de Europa, ¿una nueva frustración?

Antonio Bar Cendón

12 mins - 16 de Mayo de 2022, 14:00

El pasado 9 de mayo, con motivo de la celebración del Día de Europa, se culminó en Estrasburgo, en la sede del Parlamento Europeo, la denominada Conferencia sobre el Futuro de Europa, con un acto solemne en el que se aprobaron sus conclusiones. En realidad, estas conclusiones habían sido formalmente aprobadas en la última sesión plenaria de la Conferencia, que tuvo lugar los días 29 y 30 de abril en el mismo lugar.

La Conferencia ha pasado desapercibida para la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos, lo que, en verdad, no deja de ser una llamativa paradoja, dado que su objetivo era precisamente abrir un amplio debate público, que implicase de manera principal a los ciudadanos europeos, sobre cuál debería ser el diseño de la futura Europa a la salida de las crisis producidas por el Brexit, la Covid-19 y, ahora también, la guerra de Ucrania. Fue inicialmente propuesta por el presidente francés, Emmanuel Macron, en una declaración oficial publicada por el Eliseo el 4 de marzo de 2019, titulada 'Por un renacimiento europeo'. La intención era, pues, promover un intenso debate, que debería implicar a ciudadanos y representantes de los estados y de las instituciones de la Unión. La Conferencia, que debería haber iniciado su trabajo a finales de aquel mismo año y terminar dos años después, en 2021, fue retrasada por la pandemia, y en realidad se inició y realizó todo su trabajo a lo largo del año pasado, finalizando en abril de 2022.

El objetivo último de la Conferencia era definir una nueva hoja de ruta para la UE –decía Macron– "con el fin de proponer todos los cambios necesarios para nuestro proyecto político, sin tabúes, sin ni siquiera revisar los Tratados". Y es que el contexto era verdaderamente crítico: el Reino Unido había decidido en referéndum salir de la UE en junio de 2016 y se discutían entonces los términos de la separación en una larga, tortuosa y frustrante negociación, en la que ni siquiera el Gobierno y el Parlamento británicos lograban ponerse de acuerdo. Y, unas semanas después, en mayo de 2019, se iban a celebrar las elecciones al Parlamento Europeo. Era necesario, pues, dar un nuevo impulso al proyecto europeo, salir de la depresión causada por el Brexit, redefinir el futuro de la Unión y animar a los ciudadanos europeos a implicarse en el proceso.

Pero las cosas no salieron exactamente como Macron las preveía y los problemas no tardaron en surgir. Desde luego, el primero y principal de ellos fue la discrepancia entre los estados y las propias instituciones de la Unión sobre cuál habría de ser el formato de esa Conferencia y, principalmente, sobre cuáles deberían ser las directrices que habrían de guiar su actuación y cuáles los límites o alcance final de sus propuestas. El segundo problema fue el estallido de la pandemia del coronavirus, que obligó a retrasar su calendario.

La discrepancia entre las instituciones se superó finalmente con la formulación de una declaración conjunta de los presidentes del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión Europea, el 10 de marzo de 2021, en la que se estableció el formato de la Conferencia (compuesta por una plataforma digital multilingüe, en la que los ciudadanos podían compartir sus ideas; unos paneles de ciudadanos, en los que esas contribuciones serían discutidas; y una serie de reuniones plenarias en las que las propuestas serían finalmente formuladas de una manera articulada), así como su estructura de gobierno (presidido por representantes de las tres instituciones convocantes), pero no se puso límite material alguno al eventual alcance final de sus propuestas.

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Así, la Conferencia celebraría su primera sesión plenaria en junio de 2021 y la última en abril de 2022. En esta última, la Conferencia aprobó un largo documento (56 páginas, en la versión española) que contiene
49 propuestas de carácter general subdivididas, a su vez, en 325 medidas o sugerencias concretas de reforma. En total, las propuestas se agrupan en torno a nueve bloques temáticos: cambio climático y medio ambiente; salud; economía, justicia social y empleo; la Unión en el mundo; valores y derechos, Estado de derecho y seguridad; transformación digital; democracia europea; migración; educación, cultura, juventud y deporte.

Y, la verdad sea dicha, una vez leído con detalle el largo documento de conclusiones de la Conferencia, uno no puede evitar sentir una incómoda sensación de frustración. Creo que, una vez más, la UE ha perdido la oportunidad de afrontar de una manera seria, razonable y profunda el reto de su reforma sustantiva: reformar su periclitada estructura institucional; modificar su lento, complejo e ineficiente proceso decisorio, y –sobre todo en vista del actual conflicto en Ucrania– modificar, profundizado en ella, su política exterior y crear una verdadera política de defensa de la Unión, hoy en día inexistente, a pesar de que se utilice esa denominación en el discurso político cotidiano.

Muy al contrario, las conclusiones de la Conferencia concentran sus propuestas en tres dimensiones: por un lado, el desarrollo acentuado de políticas que ya están en los Tratados (por ejemplo, clima y medio ambiente, agricultura, economía, competitividad, salud, justicia social, empleo, migración, educación, cultura, juventud y deporte) y que, por lo tanto, no necesitaban para nada la convocatoria de una conferencia de este carácter para su aplicación y desarrollo, bastando simplemente con la decisión política de los gobernantes –europeos y nacionales– para hacer esas políticas verdaderamente efectivas y satisfactorias para los ciudadanos.

En segundo lugar, en las conclusiones de la Conferencia se insiste con reiteración en la necesidad de la participación ciudadana en todos los niveles y ámbitos posibles de la acción de la UE; al lado de la exigencia, también general, de mayor transparencia. Participación –se detalla– de ciudadanos en general, de los jóvenes, de las mujeres, pero también de los actores sociales, de organizaciones no gubernamentales, y de los diferentes niveles de gobierno, nacional, regional y local.

Y, en fin, en tercer lugar, las conclusiones de la Conferencia, una vez más –como ya ocurriera con anteriores reformas de la Unión– basan la profundización en el carácter democrático de la Unión en el fortalecimiento de la participación de otros sujetos en su proceso decisorio y en su estructura institucional, produciendo con ello, paradójicamente, un resultado absolutamente contrario al que se dice buscar. Es decir, no se fortalece la Unión y sus instituciones, sino que se debilitan, fomentando en cambio el inter-gubernamentalismo al reforzar el papel de las instituciones de los estados –ya sean nacionales, regionales, o locales– en la estructura institucional de la UE y en su proceso decisorio. Y, por otro lado, lejos de agilizar y hacer más eficiente el proceso decisorio de la UE, se hace más lento y complejo, al introducir nuevos trámites –más costosos– y nuevos sujetos –y con mayores competencias– en el mismo.

En este último sentido, no deja de ser llamativa la reafirmación y sacralización que se hace en el documento del principio de subsidiariedad, incluido como un apartado separado dentro del boque dedicado a la democracia europea. Así, se dice que "la subsidiariedad activa y la gobernanza multi-nivel son principios clave y características fundamentales para el funcionamiento de la UE y la rendición de cuentas democrática". Pues no lo veo yo así, y no puedo dejar de recordar –y esto se olvida habitualmente– que la subsidiariedad es aún, muchos años después de su introducción en el Tratado de Maastricht –a exigencias del Gobierno británico, como una condición sine qua non para firmarlo–, un concepto político carente de contenido jurídico, como reconoce el propio Tribunal de Justicia de la UE.

De lo que se trataba entonces –y, en realidad, se sigue tratando ahora– es de controlar y frenar la extensión de la acción de la UE en el ámbito de las competencias compartidas entre ésta y los estados miembros, cuando se piensa que estos últimos pueden actuar mejor y de una manera más eficaz en esos terrenos. Pero ¿quién puede determinar y, de acuerdo con qué parámetros incontestables, quién puede actuar mejor en cada caso, la Unión o los estados miembros?



La Conferencia, pues, ha pasado de puntillas sobre los aspectos clave del proceso europeo y ha soslayado la necesidad de profundizar en ese proceso de integración mediante una reforma profunda de la estructura institucional y de su dinámica. Un cambio necesario en línea con la consecución del proyecto federal que pergeñaron los padres fundadores en los años 50 del siglo pasado y, desde luego, en línea con el fortalecimiento de su posición en el mundo, como agente clave en el contexto de las relaciones internacionales.

Es verdad, sin embargo, que –en este ámbito institucional– las conclusiones de la Conferencia hacen algunas propuestas que merece la pena destacar. Así, en el capítulo 5 (Valores y derechos) se afirma que los valores y principios de la UE deben ser "condiciones no negociables, irreversibles y sine qua non para la adhesión a la UE", pero también para la permanencia en la misma y, en este sentido, se propone reforzar el mecanismo de control del Estado de derecho. Y en el capítulo 7 (Democracia europea), se propone pasar de manera generalizada al uso de la mayoría cualificada, abandonando la exigencia de la unanimidad en sectores clave; dotar de iniciativa legislativa al Parlamento Europeo; o introducir las listas transnacionales para la elección de sus miembros (cosa que el propio Parlamento Europeo acaba de proponer también en su Resolución de 3 de mayo de 2022).

Pero, al lado de esas propuestas, se hacen otras que carecen de solidez, como, por ejemplo, pasar a la elección directa por los ciudadanos del presidente de la Comisión (lo que haría perder el carácter parlamentario actual del sistema y privaría a este órgano del poder de control político); dar entrada en el procedimiento legislativo europeo a los parlamentos nacionales o, incluso, a instancias políticas sub-nacionales (lo que distorsionaría totalmente el procedimiento legislativo y restringiría el papel del Parlamento Europeo, además de ralentizar aún más el proceso decisorio); o en fin, cambiar el nombre del Consejo (pasar a llamarlo Senado) y de la Comisión (Comisión Ejecutiva), lo que no creo que aporte nada a su capacidad funcional.

La Conferencia sobre el Futuro de Europa, pues, ha hecho sus propuestas y ahora es la oportunidad de las instituciones –Parlamento, Consejo y Comisión– para analizarlas y hacer su propia aportación a la reforma de la UE. Las propuestas pueden ser insuficientes en algunos ámbitos y desenfocadas en otros; pero creo que, en su conjunto, se trata de un esfuerzo estimable y novedoso de democracia deliberativa, de implicar a los ciudadanos en el proceso de reforma de la UE, y eso debe ser ensalzado. Las instituciones europeas no pueden frustrar, una vez más, las altas expectativas creadas en los ciudadanos.

En todo caso, creo que el camino debe ir en otra dirección mucho más efectiva: aquélla que nos marcaron los padres fundadores. Como decía la Declaración Schuman –de la que se acaban de cumplir 72 años–, "la creación de bases comunes de desarrollo económico [es sólo] la primera etapa de la federación europea". Quizá las dificultades existentes impidan aún hoy –a pesar del tiempo transcurrido– llegar ya a esa meta; pero, al menos, podremos lograr lo que el primer ministro italiano Mario Draghi propone y denomina "federalismo pragmático". Un federalismo comprehensivo –en lo institucional, en las políticas, en la seguridad y defensa– y basado en los valores e ideales europeos. Un federalismo, en fin, que nos saque del actual atolladero en el que nos mantiene de nuestra actual condición de mera confederación de estados y nos eleve un escalón más. Pues, como decía el propio Schuman, "la federación europea [es] indispensable para la preservación de la paz". Algo que hoy necesitamos en Europa con la misma urgencia que en los años 50 del siglo pasado.
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