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La ‘utopía’ y las instituciones que supimos conseguir

Yanina Welp

5 mins - 25 de Mayo de 2022, 20:10

Estimadas lectoras, estimados lectores,

Utopía es el nombre de la obra más famosa de Tomás Moro, publicada en pleno auge del Renacimiento, en 1516. Moro hace ahí una crítica social a la Inglaterra de su tiempo imaginando una alternativa: una isla idílica –por cierto, ubicada en las costas de América del Sur e inspirada en los relatos de Américo Vespucio– donde la comunidad funciona a la perfección velando por la felicidad y el bienestar colectivos, una sociedad igualitaria orientada al bien común. Esta perspectiva revolucionaria, o al menos vanguardista, que ampliarían los socialistas utópicos (Henri Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen) no condujo a su autor, sin embargo, a avalar transformaciones de su tiempo que sí se hicieron efectivas, como la Reforma protestante. Moro se opuso a la fundación de la Iglesia anglicana en Inglaterra y también al divorcio, que introdujo Enrique VIII. Sigamos con la utopía.

La utopía puede referir o bien a un plan o doctrina que marca una hoja de ruta o bien a la representación imaginaria de una sociedad futura o ideal. Se le atribuyen funciones positivas por su capacidad de orientar en un camino, ejercer crítica frente al estado de cosas y/o infundir esperanzas identificando alternativas posibles. El problema es el ansia, esa angustia que pueda generar la necesidad de pensar mundos perfectos cuando va acompañada de la imposibilidad de aceptar que los cambios son siempre inacabados e incrementales. Alguien podrá decir que a María Antonieta le cortaron la cabeza o que los procesos de independencia latinoamericanos tienen un día específico de celebración. Sin embargo, aunque la reina haya pasado por la guillotina, años más tarde vino la Restauración; y aunque la independencia tenga su efeméride, hubo momentos previos que abonaron el terreno (hoy Argentina celebra su revolución de mayo, ocurrida seis años antes que la independencia formal, a modo de ejemplo) y las transformaciones posteriores fueron graduales en muchos aspectos. No hay tábula rasa.

Cambiar el estado de cosas requiere de hacer política (no será un buen comienzo inspirarlas en la 'anti-política'). Pero el camino se hace al andar, por eso la experiencia importa. Conocimiento (para saber cómo se hacen las cosas), información (para evaluar y seleccionar opciones con el máximo de evidencia disponible), diálogo, tolerancia y comunicación (porque en un mundo plural habrá que buscar acuerdos, incluso dentro del propio partido o movimiento). Hay mucho más cuando hablamos de cambios constitucionales. Como ha señalado María Eugenia Coutinho, "la redacción o la reforma de una Constitución está sometida a un descalce temporal que es en sí mismo un desafío: es en parte producto del corto plazo inescindible de la coyuntura que la origina, pero está concebida para perdurar en el medio y largo plazos". Gestionar las expectativas se vuelve sumamente relevante, al igual que buenas dosis de realismo, porque también cabe preguntarse si un cambio de sistema político, por sí mismo, puede dar respuesta a todas las demandas (aquí, un repaso a la discusión presidencialismo-parlamentarismo). 

Chile ya tiene su borrador constitucional y se calientan los motores para el plebiscito de ratificación que tendrá lugar el 4 de septiembre (del debate que ha venido teniendo lugar se habla aquíaquí y aquí). Nuestro primer artículo de hoy se ocupa de un aspecto de ese borrador, clave en la agenda de algunos movimientos sociales: los mecanismos de democracia directa. De ahí pasamos a un talón de Aquiles en la efectividad de las sanciones (a Rusia o a cualquier regimen autoritario). Cerramos con otro tema que demuestra sus limitaciones, la política exterior feminista. 
 
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Buena lectura y hasta la próxima, 

Yanina Welp
Coordinadora editorial
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