El estado de emergencia declarado por el Gobierno húngaro –el tercero en dos años– supone un paso más en la regresión autoritaria que vive el país. La medida, anunciada por Viktor Orbán el pasado martes, permitirá al Ejecutivo gobernar por decreto, aplicando y suspendiendo legislación sin necesidad de consultar al recién investido Parlamento húngaro; y si bien sus consecuencias prácticas pueden ser limitadas –con mayoría absoluta y una oposición diezmada, el Parlamento desempeñará un papel testimonial en la legislatura que acaba de arrancar–, la medida supone una declaración de intenciones evidente: su reelección el pasado mes de abril ha dejado a un Orbán más envalentonado que nunca, sin nada que perder y consciente de su posición de fuerza en el seno del Consejo Europeo.
Son muchas las cosas que han cambiado desde el comienzo de la crisis del Estado de derecho de la Unión Europea. Dos, sin embargo, permanecen intactas: la pasividad de las instituciones europeas ante el deterioro democrático en dos de sus estados miembros y la habilidad de Polonia y Hungría de aprovecharse de ella para llevar a cabo sus reformas iliberales. Ya en 2013, cuando Budapest llevó a cabo su polémica reforma constitucional, numerosas voces alertaron de que lo que estaba sucediendo en Hungría. Su regresión democrática, advirtieron entonces, tendría importantes consecuencias más allá del país: en un orden jurídico como el comunitario, cuyo funcionamiento depende de la aplicación uniforme de los tratados en todos y cada uno de los estados miembros, la existencia de un régimen autoritario dentro de sus fronteras ponía en riesgo la propia supervivencia de la Unión Europea.
Estos avisos se mostraron más que fundados cuando, dos años después, el partido Ley y Justicia accedió al Gobierno polaco, iniciando una cruzada sin precedentes contra la independencia judicial en su país. Lo que hasta entonces había sido un enfrentamiento entre Budapest y Bruselas se volvió una guerra contra el bloque Budapest-Varsovia, el cual supo aprovecharse de las rigideces de los tratados para bloquear el margen de maniobra de las instituciones. Cuando, en 2017, la Comisión Europea propuso la aplicación del famoso artículo 7 del Tratado de la UE contra Polonia, Budapest declaró que vetaría cualquier intento de activar el mecanismo; cuando, en 2020, se planteó la condicionalidad de los fondos de recuperación, ambos gobiernos se opusieron a la medida, enmendando y diluyendo el texto, recurriendo el reglamento ante el Tribunal de Justicia de la (TJUE) y retrasando su entrada en vigor.
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Ante la posibilidad de que dicho bloqueo se extendiera más allá del Estado de derecho, la Comisión y el Consejo optaron por alcanzar un acuerdo tácito con ambos gobiernos: Bruselas no desplegaría su arsenal jurídico y económico contra Budapest y Varsovia si, a cambio, estos gobiernos se comprometían a no boicotear la integración europea en otros ámbitos. La inacción estratégica de ambas instituciones fue, por lo tanto, fundamental para la consolidación de ambos regímenes iliberales: mientras Orbán reformaba su ley electoral y espiaba a periodistas opositores, Bruselas miraba hacia otro lado, redactando informes jurídicos y creando instrumentos de control político para retrasar la aplicación de los mecanismos previstos por los tratados. Mientras Polonia reformaba su Tribunal Supremo y creaba una cámara disciplinaria para expedientar a jueces que fallaban contra el Gobierno, Ursula von der Leyen mostraba su "profunda preocupación" ante una crisis en la cual se negaba a intervenir.
Este acomodo político, que el jurista Daniel Kelemen ha denominado un "equilibrio autoritario", resultó no ser más que un pacto con el diablo: Bruselas ganó tiempo y evitó una nueva crisis de la silla vacía, pero pagó un precio mayúsculo por ello; lo que comenzó siendo una crisis limitada al ámbito del Derecho constitucional comenzó a contaminar la totalidad del orden jurídico comunitario, planteando serios problemas en la aplicación del Derecho de la competencia, en la ejecución de euro-órdenes o en la acción exterior comunitaria.
Si, por lo tanto, el estado de emergencia declarado por Orbán no es más que el último ejemplo de un paulatino desmantelamiento de las instituciones democráticas húngaras, ¿cómo cabe responder, desde Bruselas, ante esta nueva maniobra política?
En primer lugar, la Comisión ha de activar el mecanismo de condicionalidad de los fondos de recuperación, un instrumento avalado por el TJUE el pasado mes de febrero. En el caso de Budapest, dicha aplicación parece una posibilidad real: poco después de la última victoria electoral de Orbán, la Comisión anunció que iniciaría el largo proceso para cortar los fondos europeos a Hungría. Con Varsovia, sin embargo, Von der Leyen se ha mostrado mucho menos tajante, declarándose dispuesta a descongelar el Plan de Recuperación polaco a cambio de unos compromisos políticos ambiguos y de unas reformas judiciales de
dudosa relevancia práctica.
La aplicación del mecanismo de condicionalidad no perjudicaría, como se esgrime interesadamente, a los receptores de los fondos; es decir, a la población de los países en cuestión. El propio reglamento contiene, en su artículo 5, una cláusula que protege a los receptores de los fondos en caso de que éstos sean suspendidos por irregularidades en su ejecución. Su activación sí que mandaría, sin embargo, una señal clara: que los tratados que Polonia y Hungría firmaron en 2004 no son papel mojado; que el Estado de derecho o la independencia judicial son obligaciones jurídicas innegociables; y que la defensa de la democracia en el resto del mundo comienza por su defensa dentro de las propias fronteras de la Unión.
También el Consejo dispone de instrumentos jurídicos para sobreponerse a la creciente deriva autoritaria húngara: en su caso, el mecanismo sancionador previsto en el artículo 7 del TUE, el cual contempla la suspensión del derecho al voto de cualquier Estado miembro si se acredita la existencia de un "un riesgo claro de violación grave" de los valores contemplados en los tratados. Si, hace escasos meses, la activación del artículo 7 resultaba impensable, el panorama político ha cambiado radicalmente: la relación entre Varsovia y Budapest se ha deteriorado a raíz de la guerra de Ucrania; la salida de líderes como Janez Janša o Andrej Babis o incluso Angela Merkel ha dejado a Orbán más aislado que nunca; y los Veintisiete, que ven cómo Hungría está haciendo todo lo posible por bloquear la respuesta europea ante Putin, podrían ver su aplicación con mejores ojos.
Sea cual fuere la respuesta inmediata ante la nueva medida iliberal de Orbán, ésta deberá ir acompañada de una reflexión más profunda y autocrítica: al fin y al cabo, sus últimos movimientos no son más que la culminación de una larga crisis democrática que no se entiende sin una década de inacción estratégica por parte de la Comisión Europea; sin las decisiones de gobiernos como el de Merkel, que durante años antepusieron sus intereses políticos y comerciales a la defensa de valores fundacionales de la Unión; y sin la rigidez institucional de unos tratados cada vez más arcaicos.
Sólo comprendiendo estas realidades y mostrando la voluntad y la valentía necesarias para sobreponerse a ellas logrará Europa vencer su equilibrio autoritario, combatir la metástasis jurídica, y avanzar en su integración. En juego no están ni un cálculo político cortoplacista ni un debate semántico sobre principios abstractos, sino la propia supervivencia de la Unión Europea como comunidad sujeta al Estado de derecho.
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Benko Vivien Cher/Hungarian PR (Efe)