Después de más de 100 días de guerra y sin que ninguno de los dos contendientes haya conseguido una victoria aplastante que permita dar por zanjado el conflicto, y con elevados costes de naturaleza energética o alimentaria para el resto de países del sistema internacional, comienzan a abrirse paso los debates sobre la necesidad del fin del conflicto y las eventuales situaciones que lo sucederían. De hecho, países como Francia, Italia o Alemania ya han comenzado a moverse, en un momento en el que EE.UU. ha retomado de nuevo los contactos en el ámbito militar con Rusia.
Antes que nada es preciso dejar claro que, dado que ninguna de las dos partes parece estar dispuesta todavía a entrar en un proceso de negociaciones serias que obligaría a hacer renuncias importantes, es probable que la guerra continúe por un tiempo indeterminado. Tampoco sabemos cómo puede finalizar el conflicto. El diario
The Wall Street Journal mencionaba cinco posibilidades: hundimiento de Ucrania, hundimiento de Rusia, estancamiento, avances ucranianos y escalada rusa.
Está fuera de debate considerar que Rusia no ha logrado sus objetivos iniciales con una decisión irreflexiva y lanzándose a un conflicto sin la preparación suficiente, un punto que ha dejado perplejos a los propios analistas rusos y que ha llevado al país euroasiático a una pérdida del prestigio político y militar obtenido durante las últimas décadas. También ha sometido a Rusia a una política de aislamiento y de sanciones económicas; en cualquier caso incompleta, dada la oposición de los países emergentes y difícilmente sostenible en el tiempo por la importancia de este país en diferentes cuestiones de política y seguridad internacionales.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Sin embargo, las opciones planteadas por el citado medio estadounidenses, marcadas claramente por el optimismo acerca de las posibilidades de Ucrania, plantean problemas serios. Continúan la tendencia que se ha podido observar en ciertos medios y analistas, con posiciones ideológicas muy claras, que han tendido a exagerar la capacidad ucraniana para asestar una derrota definitiva a Rusia y han minusvalorado los importantes costes a nivel político, económico y social sufridos por el país invadido. Ante la llamativa ausencia de datos sobre pérdidas en el ámbito militar, se ha empezado a estudiar los costes en el económico y social: la factura se estima en 90.000 millones de dólares sólo en infraestructuras y de medio billón en total, creciendo día a día y con todas las trazas de seguir empeorando.
Además, el esfuerzo ucraniano únicamente puede sostenerse gracias al apoyo externo de Occidente y está por ver que, en un contexto de elevada inflación y dificultades económicas persistentes, el consenso necesario para que se pueda mantener esta política. Las discrepancias ya han empezado a aflorar en el caso estadounidense a raíz del paquete de 40.000 millones de dólares aprobado por el Congreso, donde ya han empezado a surgir voces que consideran que este desembolso es excesivo en el contexto actual, dividiendo al Partido Republicano entre los partidarios de apoyar a Ucrania o invertir esos recursos en Estados Unidos, a la luz de las necesidades presentes de su población.
En caso de que los costes de la guerra se mantuviesen, no sería sorprendente que este debate se recrudeciese y que aumentara el número de críticos con una política costosa destinada a un país cuya relevancia estratégica es menor para los intereses estadounidenses. Este punto que ya ha sido puesto de manifiesto por el periódico The New York Times en un controvertido pero necesario artículo en el que se aboga por dejar claro al Gobierno ucraniano que existen límites en la voluntad estadounidense de enfrentamiento con Rusia.
Lo mismo puede decirse en el ámbito europeo, donde las divisiones entre los estados se han recrudecido a medida que se profundizaba en las sanciones y se ha incrementado el coste para los propios ciudadanos europeos, especialmente en el ámbito energético. Aquí, Rusia ha mantenido sus opciones exportadoras hacia otros mercados e incluso ha aprovechado los elevados precios de la energía para obtener mayores ingresos a pesar de las sanciones.
A raíz de todos estos elementos y de la cuestionada probabilidad de una victoria ucraniana decisiva a corto o medio plazo, poner fin al conflicto debiera ser una de las prioridades principales de los líderes. En la misma dirección apunta la persistencia de intereses más relevantes para Occidente, como sería la necesidad de lidiar con China en un escenario estratégico mucho más relevante que Ucrania como el Indo-Pacífico.
No está nada clara la forma de esa salida a esta crisis. Haciendo un análisis de prospectiva, el escenario más probable es la de una paz fría con Rusia pasando a controlar los territorios que conquiste y un nuevo conflicto congelado prolongaría las tensiones en el tiempo. Sin embargo, esta opción no es la deseable para garantizar la seguridad en Europa o, cuando menos, el equilibrio en el continente. Y esto es así por tres razones:
En primer lugar, existe un hecho evidente, aunque desagradable, que los líderes occidentales no han explicado suficientemente al Gobierno de Ucrania: este país nunca será estable hasta que mejore sus relaciones con el invasor; lo dice la geografía. Además, un conflicto enquistado con Rusia haría prácticamente imposible la adhesión ucraniana a la UE, incluso en el largo plazo.
Al mismo tiempo, tal y como han defendido líderes europeos como Emmanuel Macron, antes o después será necesario incorporar a Rusia a un cierto consenso sobre la seguridad europea y volver a tratar cuestiones relevantes de seguridad en el sistema internacional; y ello sin incurrir en fantasías sobre cambios de régimen o supervivencia biológica del líder ruso como motores de cambio de aspectos fundamentales de la política exterior rusa que, para bien o para mal, son compartidos por una gran parte de sus élites.
En tercer lugar, por la propia viabilidad de Ucrania como Estado en un contexto post-conflicto con desafíos políticos, económicos y sociales prácticamente sin precedentes desde hace décadas, aunque sólo fuese por la complejidad y tamaño del país; especialmente a la luz de la dificultad y el coste que han tenido procesos de
state-building en estados mucho más pequeños como Bosnia o Kosovo. Además, esta situación se agrava día a día.
Por todo ello, un acuerdo que permita superar (o cuando menos conllevar) las tensiones que seguirán existiendo en los próximos años respondería a los intereses de ambas partes. Con todo, para lograr cualquier acuerdo será necesaria una actitud pragmática por parte de los líderes occidentales, y eso conlleva que presionen a ambas partes: por supuesto al régimen ruso, pero también a las propias autoridades ucranianas para tomar decisiones desagradables, especialmente en relación a territorios de muy difícil retorno como Crimea.
Hasta el momento, Occidente ha demostrado tener más principios que sentido estratégico. Y resulta difícil pensar que los partidarios de un enfoque ideológico de la cuestión, asentado sobre la intrínseca maldad o mero apetito imperialista de Rusia, vayan a ceder en este punto. Pero cabe plantearse que si Occidente hubiese postergado sus principios presionando en favor de la aplicación de los Acuerdos de Minsk, siendo sincero con los líderes ucranianos sobre sus posibilidades de adhesión a la Otan y fijado definitivamente el estatus de Ucrania, quizá habría podido evitarse este conflicto; aunque eso ya no lo sabremos nunca.
Una posición más realista y pragmática ayudaría a dar salida de una vez a un enfrentamiento que ya se alarga demasiado, amenaza objetivos estratégicos occidentales a largo plazo y daña la economía global, poniendo en riesgo la supervivencia de millones de personas en ámbitos geográficos que nada tienen que ver con la guerra de Ucrania.
ARTÍCULOS RELACIONADOS
Dominique Jacovides (AFP via Getty Images)