Si hay un tema manido en el estudio de las relaciones internacionales en la última década es el declive de la hegemonía estadounidense y la paulatina llegada de un mundo multipolar. En general, la noticia se recibe con aprobación (y con un poco de schadenfreude): es difícil encontrar a alguien que prefiera una situación en la que el poder se concentra en un solo ente antes que una en la cual esté disperso entre varios. Por analogía, se deduce que el razonamiento puede aplicarse a otras esferas. Si concentrar el poder en una persona o institución en el plano nacional es dañino, ¿no lo será también, por ejemplo, en el plano internacional?
¿Pero realmente queremos un mundo multipolar?
Es preciso empezar por apuntar los límites de la analogía. Cuando pensamos a nivel nacional, la dispersión del poder nos remite a ideas relativas a la descentralización de la autoridad y, por tanto, de conjurar eventuales tiranías. Si el poder es monolítico, el abuso siempre está latente. En relaciones internacionales, cuando hablamos de poder no nos referimos al de una institución o individuo, sino al de uno o varios países, y lo hacemos en un contexto de anarquía (esto es, ausencia de autoridad global, no necesariamente caos) donde lo que está en juego no es tanto la tiranía como el conflicto a gran escala. Por ello, quizás no se trata tanto de preguntarnos si es más o menos democrático un orden internacional con uno o varios centros de poder, sino qué sistema garantiza mejor la paz y la estabilidad.
El mundo unipolar que emergió tras la Guerra Fría bajo hegemonía estadounidense no parece un mal candidato a la luz de la historia de los dos últimos siglos. Los datos nos dicen que se trata de un sistema claramente más pacífico y próspero que los que le precededieron. Por supuesto, nada de esto ha sido obra exclusiva de Washington. Como decía Henry Kissinger, ni la nación más poderosa podría acumular los recursos suficientes como para organizar por sí misma un sistema internacional. Lo que ha hecho Estados Unidos es más bien construir un sistema hegemónico, esto es, una red de alianzas y dinámicas de atracción gracias la cual ha integrado regiones y países dentro de su proyecto internacional. Los estadounidenses tienen mucho poder, pero buena parte de éste no hace falta ejercerlo directamente. No sólo se trata del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, sino de que la propia ONU tiene mucho de proyecto americano y
americanizante. La propia Unión Europea nació y se desarrolló bajo el paraguas (militar, pero también en parte político) de dicho proyecto. El orden internacional liberal (basado en el multilateralismo, la promoción de cierto ideal democrático-liberal y la proliferación del libre intercambio) descansa no sólo sobre ideas, sino también
sobre el poder de una nación en concreto.
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Estos comentarios son sin duda provocadores, porque ¿no es esa misma uni-polaridad la causa de guerras e injerencias en las últimas décadas? Éste es uno de los motivos que hacen tan atractiva la multi-polaridad: si emergen contrincantes, se piensa, quizás Washington se contenga a la hora de embarcarse en este tipo de acciones. Pero ésta es una visión errónea de cómo funciona el equilibrio de poder. Pensamos en la multipolaridad como en un tablero con varios jugadores más o menos iguales que se controlan a través de alianzas y presiones calculadas, pero se trata de otra falsa analogía. Los sistemas multipolares no son necesariamente más equilibrados e históricamente son, de hecho, más dados al conflicto entre naciones dada la dificultad de calcular en un entorno con múltiples actores y la imposibilidad de que un solo conflicto sirva para asentar sus diferencias. Tienden, así, a incrementarse la inestabilidad y el número de contiendas.
Multipolares eran la Europa del siglo XVII y el mundo de la primera mitad del XX, que como el lector sabrá, están lejos de ser paradigmas de armonía y concordia. La multipolaridad no implica, por tanto, una ausencia de
abusones, sino a menudo su proliferación; a no ser que estemos ante una situación de paridad relativa y lazos históricos, como fue el caso del excepcional sistema que nació del Congreso de Viena de 1814.
Entonces, ¿viviríamos mejor con más polos de poder? Quizás debamos ser más concretos: ¿qué polos de poder están surgiendo o resurgiendo en las últimas dos décadas? Porque, a no ser que caigamos en un relativismo frívolo no es lo mismo, en términos normativos, que gane poder un Estado con ambiciones expansionistas que otro que pretenda construir, pongamos, una paz comercial. Cuando pensamos en actores internacionales no podemos limitarnos a estudiar su número, sino que debemos conocer su 'carácter'. Podemos incluir en la lista a la India y la
Unión Europea, pero sus progresos son lentos y generalmente centrados en el ámbito económico, y sus intereses están circunscritos a regiones específicas del globo. Si hablamos de multi-polaridad, tenemos que centrarnos en dos potencias cuyo impacto se deja sentir en el sistema-mundo, más allá de su rol regional.
China es evidentemente el primer país que nos viene a la mente cuando pensamos en el lento declive de la hegemonía americana. El gigante asiático tiene como pilar de su identidad nacional el recuerdo de un país avanzado y poderoso, que tras el llamado siglo de las humillaciones (1839-1949), acometidas por las potencias europeas, se siente con derecho a resurgir y afirmarse en la escena internacional. Quizás no sea demasiado pronto para intuir en qué consiste este resurgimiento. En economía internacional, y pese a las promesas de una pax sínica puramente comercial, la articulación de redes que se plantean como alternativa al intercambio desigual occidental acaban siendo formas de neo-dependencia; y en su vecindario, la intimidación hacia países como
Vietnam,
Taiwán,
India,
Japón y
Filipinas. Como correlato de este sentido de autoafirmación y su discurso en torno al sumo respeto por la soberanía nacional (cuya hipocresía se hace sentir
en el caso ucraniano), cabe recordar los abusos en
Sinkiang y
Tíbet, frente a los cuales Occidente apenas se permite reaccionar.
Al igual que China, Rusia viene de un periodo de humillaciones que alimenta un anhelo de revisar el sistema internacional; sólo que en este caso no se trata de un siglo, sino de una década, los 90, cuando la Unión Soviética colapsó y su principal miembro constituyente quedó arruinado y desamparado. Para Putin (que llegó al poder en 1999) y el establishment moscovita, lo que siguió fue una serie de ignominias por parte de Estados Unidos y sus aliados europeos, empezando por la expansión de la Otan hacia el este. Toca, pues, reafirmarse ante la perfidia occidental y responder a este agravio contra un país que siempre se ha visto a sí mismo como gran potencia. Rusia no goza, pues, tan sólo de un territorio vastísimo, uno de los ejércitos más poderosos del mundo y una reserva de recursos naturales sin parangón, sino además de una narrativa histórica que permite movilizarlos de forma agresiva, tanto en el espacio post-soviético como más allá. La propia osadía de Putin (por lo demás, un líder menos dado al aventurerismo de lo que a veces se cree) al invadir Ucrania
es inseparable
del nuevo reparto de cartas geopolítico.
El sistema internacional atraviesa una fase de interregnum. Lo que cristalice en las próximas décadas es difícil de prever, aunque sí parece claro que el retorno de ciertas potencias era
casi inevitable. Quizás, como decía Samuel Huntington, tengamos
un mundo "uni-multipolar", esto es, un sistema en el que proliferan nuevos poderes pero Washington mantiene su prominencia; o tal vez uno "apolar" con decenas de actores, en lugar de un puñado de potencias, disputándose el control del globo, como sugiere Richard Hass.
Por supuesto, cabe la posibilidad de una nueva bipolaridad con China y Estados Unidos midiendo sus respectivas alianzas. En todo caso, todo apunta a un sistema donde el poder está más diseminado.
Sea como fuere, y pese a los excesos de la unipolaridad estadounidense, ¿es posible que acabemos echándola de menos, aunque sea por contraste?