En contextos autoritarios y de acciones colectivas, la violencia política es una variable siempre presente aunque pocas veces analizada en profundidad. Cuando es ejercida desde el Estado, su estudio, además de revelar patrones de violaciones a los derechos humanos, también pone de manifiesto las formas en las que se ejerce el poder, cómo responde frente a las protestas o el descontento y los mecanismos para mantener el control social. En ciertos casos, las características de la violencia política adquieren un nivel alto de refinamiento y sofisticación, como ocurre en Nicaragua, y son parte fundamental del repertorio autoritario estatal.
La represión y el control como política pública
El mundo y la sociedad nicaragüenses han asistido con horror a la violenta represión desatada por el Gobierno encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo para contener las protestas sociales que emergieron desde abril de 2018. Esa violencia se ha mantenido hasta la actualidad, transitando al menos por 14 fases hasta que el tándem decidió institucionalizar un Estado policial sobre el pueblo nicaragüense. Sin embargo, la represión y la violencia política arrancaron desde mucho antes y ya entonces era posible identificar patrones de actuación en contra de organizaciones, movimientos sociales y ciudadanos.
Al menos una década antes, el Gobierno creó un sistema de dispositivos institucionales y paraestatales de represión y vigilancia. Entre las instituciones públicas que lo conforman están la Policía, el Ejército y otras como las encargadas de migración y del sistema carcelario. La Policía ha sido la cara más visible de todas ellas y desde antes de 2018 ya había evidencias del uso desproporcionado de la fuerza y, en general, de violencia en contra de manifestantes y ciudadanos. Los movimientos de mujeres y el campesino fueron dos de los más activos al menos desde 2013 y la Policía les impidió sistemáticamente realizar marchas y movilizaciones.
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Entre los dispositivos paraestatales están los llamados 'grupos de choque', integrados por jóvenes simpatizantes gubernamentales, organizados y dirigidos por funcionarios públicos, cuya función era agredir a los ciudadanos que protestaban, como ocurrió en 2008 después de las elecciones municipales, cuando salieron a golpear a quienes se manifestaban contra los resultados. Lo mismo pasó en el caso conocido como
OcupaInss (2013), cuando un puñado de personas de la tercera edad reclamaban cobrar sus pensiones.
Estos grupos de choque fueron los que agredieron y robaron a las personas que protestaban por las reformas de la seguridad social en 2018, desencadenando el estallido social. Usualmente, utilizaban objetos contundentes como garrotes o cadenas para golpear a los protestantes, o armas de fuego artesanales, actuaban a la vista e inacción de la Policía y gozaban de impunidad para robar a sus víctimas.
Cuando la capacidad de acción de las fuerzas policiales y de los grupos de choque fue rebasada por las multitudinarias protestas en abril de 2018, los Ortega-Murillo decidieron elevar el nivel de violencia para contenerlas, organizando grupos paramilitares conformados por oficiales retirados del Ejército y la Policía, así como simpatizantes gubernamentales fanatizados. A diferencia de los
grupos de choque,
los paramilitares tienen experiencia militar, utilizan armas de guerra, cuentan con recursos estatales para operar, actúan junto a la Policía y gozan de impunidad. Fueron pieza clave de la llamada
operación Limpieza efectuada en 2018, periodo en el que se sucedió el mayor número de asesinatos en el marco de las protestas. Los grupos paramilitares han experimentado cambios a lo largo de los últimos cuatro años, dependiendo de lo que Ortega considera conveniente.
En la base del sistema se encuentra una serie de organizaciones que tienen como función la de vigilar y controlar a la gente; algunas de las más conocidas son los consejos del Poder Ciudadano (CPC), los comités de Liderazgo Sandinista (CLS), los gabinetes de la Familia, además de sindicatos blancos y otras organizaciones controladas por el Gobierno. Desde 2018 hasta ahora se encargan de vigilar a personas consideradas desafectas u opositoras, informando de sus actividades a la Policía o a los paramilitares.
Como ya se ha dicho, este sistema de represión y control existe prácticamente desde el regreso de Ortega a la Presidencia en 2007 y comenzó a funcionar a plena capacidad cuatro años. Sus actuaciones no son espontáneas, sino que responden a una política dictada desde la Presidencia y coordinada a diferentes niveles. En cada momento o fase ejecutada desde abril de 2018 se definen objetivos, blancos y formas específicas de represión y control sobre personas, grupos y la población en general. Esta política no cesó ni siquiera durante la pandemia; más bien, se utilizó la emergencia como pretexto para ampliar el repertorio de acciones represivas gubernamentales.
La normalización de la violencia
Previendo que fracasara su proyecto de continuar en el poder con las elecciones de 2021, Ortega inició una escalada de represión y violencia desde finales de 2020 mediante la aprobación de un conjunto de normas como la Ley de Agentes Extranjeros y la de Ciberdelitos, así como reformas a la ley electoral y otras más. Todas ellas sirvieron para encarcelar, juzgar y condenar a más de 50 personas, entre las que se encontraban siete candidatos presidenciales y más de 40 dirigentes de organizaciones y movimientos sociales, empresarios, periodistas y defensores de los derechos humanos. En la actualidad, la lista de prisioneros políticos de Ortega asciende a unos 190, que se encuentran en distintos centros penales y en
El Chipote, un centro de detención provisional que ha sido adaptado como cárcel de máxima seguridad y en el que los prisioneros son sometidos a torturas, tratos crueles y denigrantes, al igual que sus familiares.
Después de limpiar de competidores el escenario electoral, Ortega y Murillo impusieron su permanencia en la Presidencia y la Vicepresidencia, respectivamente, en unos comicios que no contaron con condiciones ni garantías, de manera que un alto porcentaje de ciudadanos optaron por abstenerse. Una vez reinstalados en el Ejecutivo, Ortega-Murillo avanzaron en la institucionalización de un Estado policial y la normalización de la violencia como forma de gobierno.
El repertorio de acciones represivas es amplio y abarca a diferentes sectores sociales. Por ejemplo, maneja
una estrategia de terrorismo fiscal contra empresarios grandes y pequeños para mantenerlos cercanos a sus posiciones, y ha impuesto sobre los ciudadanos una agresiva y pesada carga tributaria sobre rubros como el precio de los combustibles y la energía eléctrica. En lo que va de año, ha promovido la cancelación de personería jurídica a casi 900 asociaciones sin ánimo de lucro mediante de procedimientos expeditivos, arbitrarios e ilegales. Entre las organizaciones
canceladas las hay filantrópicas, educativas y universitarias, científicas, médicas, de desarrollo, de protección del medioambiente, religiosas y defensoras de los derechos humanos. En varios casos, la Policía ha allanado sin justificación los locales y confiscado los bienes de las asociaciones.
De manera permanente, hay dispositivos de policía y paramilitares que vigilan, hostigan y persiguen en diferentes lugares del país a personas sospechosas de ser opositores, periodistas o defensores de derechos . Durante los últimos meses se han incrementado los ataques y la persecución a la Iglesia católica, incluidos obispos de la Conferencia Episcopal. En los últimos días, el Gobierno de Ortega ha ordenado la destitución y asalto (con policías) de cinco alcaldías gobernadas por personas del partido Ciudadanos por la Libertad sin ningún respeto a los procedimientos establecidos en la ley.
En todo este periodo, se ha mantenido la vigilancia tecnológica y física sobre la población en general a través de grupos digitales pro-gobierno instalados en varias instituciones públicas y dispositivos policiales desplegados por todo el país. Además, las autoridades de migración impiden la entrada al país de personas nicaragüenses y extranjeras que consideran opositoras, o bien les retirar los pasaportes cuando intentan viajar al exterior. Esta política sistemática ha provocado en la ciudadanía una percepción de incertidumbre, temor e inseguridad, además de un incremento de los flujos de exilio y migración.
El escenario de Nicaragua se parece mucho a la ficción orwelliana. En el corto plazo, el reto más importante es la liberación de las personas prisioneras políticas para proteger su integridad física y psicológica, además de restablecer las libertades y derechos ciudadanos fundamentales. La violencia como política y forma de ejercicio del poder no tiene futuro, toda vez que entre la población evidentemente se está acumulando de nuevo un fuerte descontento e insatisfacción, incluso entre los simpatizantes de Ortega. No se necesitan fórmulas mágicas para saber lo que sucederá más temprano que tarde.