Las últimas décadas han traído grandes cambios en el marco geopolítico global, como por ejemplo el progresivo declive económico de potencias como Japón, la abrupta implosión de la Unión Soviética o la emergencia de China como gran superpoder. Éste último, con su acertada estrategia orientada a las exportaciones, ha desarrollado en tan sólo 30 años un impresionante sector manufacturero puntero en high-tech e innovación. Aunque el análisis puede ser demasiado simplista, se puede decir que mientras Europa occidental y los Estados Unidos se han mantenido en la autocomplacencia del triunfador desde que, en 1991, el gigante soviético dijese adiós, China ha aprovechado su oportunidad no sólo para salir del subdesarrollo y competir de tú a tú frente a cualquier potencia o bloque económico, sino que se ha convertido en el mayor socio comercial de muchos países, estableciendo con ellos potentes lazos comerciales y políticos.
Para Dani Rodrik, el milagro económico chino muestra el camino hacia el éxito a los países en vías de desarrollo, convirtiéndose en su referencia en términos de planificación económica, lo que nos da una idea de la magnitud de sus avances en las últimas décadas en términos de PIB, reducción de la pobreza extrema o integración en el mercado global, entre otros factores. En otras palabras, el mundo ha podido observar de primera mano
cómo una organizada agenda de crecimiento a largo plazo puede llevar a cambios estructurales permanentes. Las acciones destinadas a promover el desarrollo de los sectores productivos de la economía a fin de aumentar su competitividad, generar empleo estable y/o proteger los intereses nacionales entran dentro de la conocida como política industrial, que en el caso chino se ha desarrollado de una forma activa y eficaz desde hace al menos tres décadas.
Se preguntarán qué tiene que ver esto con nosotros y por qué nos debiera interesar. Ciertamente, la política industrial es uno de los campos donde la Ciencia Económica encuentra mayor confrontación en el plano ideológico. Al tratarse de un conjunto de políticas de carácter intervencionista que tienen como fin guiar, de una u otra manera, el crecimiento de un país, ha provocado frecuentes fricciones entre las diferentes familias de economistas. Entre sus críticos, encontramos a las escuelas neoclásica, monetarista o la nueva economía keynesiana, las cuales, en síntesis y bajo el argumento de la falta de eficiencia, esgrimen que la política industrial debería estar acotada a situaciones donde el mercado yerra al asignar los recursos o está sometido a diferentes fricciones (los conocidos como market failures),
y no a diseñar el marco productivo de un país. Una excesiva regulación crearía, por tanto, más problemas que los que intenta solucionar, ya que puede generar corrupción, inestabilidad de precios, desempleo y una planificación macroeconómica errónea, debido a que el Estado no puede innovar del mismo modo que la iniciativa privada.
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Estos argumentos, no exentos de sesgo ideológico, han demostrado no ser ciertos aparte de poco realistas. En un artículo anterior, Roy W. Cobby desmonta varios de los mitos alrededor de la política industrial:
por supuesto que existe el riesgo de incurrir en estrategias fallidas, pero eso es algo inherente a toda acción y, por tanto, la iniciativa privada no está exenta de errores. Además, un correcto marco regulatorio puede ayudar a prevenir muchos de los potenciales problemas derivados de tales estrategias, permitiendo una correcta monitorización de los fondos, la asignación de los recursos y los objetivos a cumplir.
Por otro lado, las críticas a un rol dinámico del Estado carecen de realismo desde el mismo momento en el que decisiones como las de no incurrir en déficit para potenciar un sector determinado, o la de privatizar ciertas empresas estratégicas, forman ya parte de la política industrial de un país, sólo que obedeciendo a una serie de intereses distintos. Que el Estado esté ausente de los consejos de Administración de las grandes eléctricas, empresas de telecomunicaciones, compañías aéreas o no invierta en el desarrollo de sectores productivos con potencial de crecimiento es ya parte de una estrategia delimitada; la cual, por cierto, no parece tener mucho éxito en términos de competitividad a nivel global.
Podemos seguir pensando que vivimos a finales de los años 90 y que la Unión Europea sigue siendo una referencia exportadora; o podemos ser realistas y ver que, mientras nos ceñíamos a la austeridad, nuestros vecinos han hecho los deberes y han desarrollado una capacidad competitiva que no sólo nos hace sombra, sino que nos supera en muchos aspectos, ya que su crecimiento económico es estable y sostenible en el largo plazo. Es cierto que el caso más relevante es China, pero hay países que han entrado en procesos de convergencia exitosos, como Vietnam o Indonesia, y es que la globalización ha traído la deslocalización y, con ella, algunas naciones han podido nutrirse de suficiente capital humano y tecnológico como para poder emprender su propio camino, mientras Europa veía el suyo menguar en un largo proceso de desindustrialización.
No se trata de recuperar el viejo modelo productivo de los años 60, pero sí de poner en marcha una nueva estrategia que nos haga volver a ser un bloque exportador competitivo que, entre otras cosas, ayude a mitigar los efectos colaterales de shocks como la pérdida de valor de nuestra moneda frente al dólar, que difícilmente va a ayudar al frágil estado de las economías europeas si tienen poco con lo que competir en los mercados internacionales.
Hace unos días leíamos sobre la nacionalización de EDF. No está claro si el objetivo es socializar pérdidas (como se hizo con Bankia) o un cambio de rumbo, pero si se diese el segundo escenario se abriría una ventana de oportunidad para estudiar el rol del Estado en un sector estratégico como es el energético.
Y, volviendo a la pregunta que inicia el presente texto, ¿en qué nos afecta esto a nosotros? Teniendo en cuenta que
España emprendió un largo proceso privatizador que, siendo honestos, no ha sido la panacea que se prometió (véanse las eléctricas o las telecomunicaciones para más prueba), no deja de ser interesante el incremento de la participación de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (Sepi) en la empresa Indra. Recordemos que esta compañía presta servicios en materia de defensa, entre otros, y ha mantenido siempre una relación muy cercana con los gobiernos españoles.
Por tanto, no debiera ser controvertido que el Estado se implique en la toma de decisiones, al igual que sería deseable que tomase un rol activo en empresas como las anteriormente mencionadas, por dos sencillas razones: interés nacional y protección de los ciudadanos. En primer lugar, porque es legítimo que un Estado quiera defender sus intereses en sectores sensibles que, además, compiten a nivel global; y, en segundo lugar, porque no hay evidencia de que la no-intervención del Estado en dichos sectores haya protegido a los consumidores de abusos y arbitrariedades. Política industrial es, por tanto y en primer lugar, defender los intereses nacionales sobre los particulares, por lo que sería una gran noticia ver cómo aquellos dogmas de la eficiencia van quedando atrás para abrir una etapa más realista y pragmática, menos cargada de sesgos ideológicos y más centrada en el bienestar de los ciudadanos.