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Eranga Jayawardena (AP)

Sri Lanka y el oportunismo contra la agricultura ecológica

Juan Egea

13 mins - 28 de Julio de 2022, 07:00

La crisis desatada en Sri Lanka, que ha tenido su punto álgido con el mediático asalto al palacio presidencial en Colombo, está siendo aprovechada por algunos para ajustar cuentas con la agricultura ecológica, a la que señalan como principal causante. 

El origen de la actual situación estaría en la promesa que en 2019 hizo el entonces candidato y hoy presidente, Gotabaya Rajapaksa, quien prometió que en un plazo de 10 años la agricultura del país sería ecológica, firmando en abril de 2021 una orden que prohibía el uso de fertilizantes sintéticos y obligaba a los agricultores al empleo de procedimientos orgánicos. 
  

Las consecuencias a corto plazo de la fugaz medida, que fue revocada seis meses después, se concretaron en un descenso del 40% en la producción de té y del 20% en la de arroz, todo lo cual provocó que Sri Lanka, hasta entonces autosuficiente, se viese obligada a importar arroz, al tiempo que veía como se reducían las divisas que le reportaba la exportación de té. 
 

Sin duda, el intento fallido de transición a la agricultura ecológica ha tenido consecuencias negativas en la economía del país, pero no hay base suficiente, más allá de un intento de ataque oportunista, para sostener que sea la causa de la crisis; ni tampoco para plantear una enmienda a la totalidad a la agricultura ecológica. 

Para entender las verdaderas causas de la crisis de Sri Lanka basta con revisar la evolución de algunos de sus indicadores económicos, así como los efectos que ha tenido en ellos la pandemia y la guerra de Ucrania. Tras una guerra civil, que se saldó con el aplastamiento de la minoría tamil en 2009, el país se ha caracterizado por una política de fuertes inversiones en infraestructuras, acumulando año tras año déficits públicos y un incremento de la deuda que en 2019 era de 36.000 millones de dólares.  

Aunque tradicionalmente la economía de Sri Lanka se ha basado en la agricultura, esa tendencia se ha revertido en las últimas décadas en favor de la industria, en concreto de la textil, y del sector servicios, impulsado principalmente por el turismo. La actividad agrícola se remonta a la época colonial, que dejó una herencia cuyas consecuencias ecológicas siguen hoy vigentes, pues durante la misma la agricultura autóctona se transformó en una de grandes plantaciones, según el interés de la metrópoli.


Hasta los atentados del Domingo de Pascua en abril 2019, en los que murieron 258 personas, de las cuales 42 eran extranjeras, el turismo era una de las fuentes más importantes de divisas del país, llegando a suponer el 12,5% de su PIB (similar al dato de España en 2019), mientras que la contribución de la agricultura al PIB de 2019 fue del 7%. En 2018, Sri Lanka ingresó alrededor de 4.400 millones de dólares gracias al turismo. Bien es cierto que la mayor parte de la población vive en zonas rurales y la agricultura es esencial para su subsistencia, pero un descenso de la productividad agrícola no explica la quiebra del país. 

Hay otras razones añadidas: al constante incremento de la deuda se suman el clientelismo y la corrupción, y una política fiscal errática, trufada de amnistías fiscales y de medidas populistas, que se traducen tanto en bajadas de impuestos (el IVA, por ejemplo, ha pasado del 15% al 8%) como en el número de contribuyentes (que se ha reducido en más del 50% en los últimos años), todo lo cual ha derivado en un descenso de hasta el 7,7% en el porcentaje de impuestos recaudados sobre el PIB

En este contexto llegamos en 2020 a la crisis del coronavirus, que provocó una abrupta caída de los ingresos en divisas que provenían del sector turístico, dejando al país en una situación absolutamente comprometida, con una moneda en caída libre y unas reservas de divisas cada vez más mermadas que en noviembre de 2021 estaban, según su banco central, por debajo de los 2.000 millones de dólares, cifra cuatro veces inferior a la existente dos años antes. 

Finalmente, la guerra de Ucrania ha hecho el resto, terminando por dar el golpe definitivo a la economía, pues el encarecimiento de la energía, sumado a la escasez de divisas, ha hecho que Sri Lanka no pueda afrontar el pago de su deuda ni tampoco el de la importación de combustibles, medicinas y otros bienes básicos, viéndose el país abocado a una crisis de suministros y a un colapso económico que provocó, finalmente, el estallido social que todos conocemos.

Resulta, por tanto, obvio que la fallida transición a la agricultura ecológica no ha sido la causa de la crisis de Sri Lanka. La economía del país estaba ya moribunda cuando Rajapaksa prohibió la importación de fertilizantes, medida que en el fondo se tomó a la desesperada, pues suponía un ahorro de 500 millones dólares anuales. Con o sin prohibición, todo parece indicar que el colapso era inevitable. 

Pese a todo, tanto en redes sociales como en distintos medios se sigue señalando a la agricultura ecológica como responsable. Uno de los gurús en los que se apoyan los defensores de estas ideas es Ted Nordhaus, quien el pasado 5 de marzo publicó un artículo en Foreign Policy titulado In Sri Lanka, Organic Farming Went Catastrophically Wrong. Nordhaus es un viejo conocido en el debate sobre el cambio climático y fundó, junto a Michael Shellenberger, The Breakthrough Institute, una organización que en lugar de poner límites al uso de recursos naturales, propone un incremento del gasto público para promover el desarrollo tecnológico como clave para la solución de los problemas medioambientales

El principal axioma de Nordhaus se resume en que la agricultura ecológica tiene un menor rendimiento que la basada en fertilizantes sintéticos, sin los cuales sería imposible alimentar a la población mundial, estableciendo un punto de inflexión en la historia que coincide con el descubrimiento del proceso de Haber-Bosch, que permite extraer nitrógeno del aire para producir amoníaco, base de los fertilizantes sintéticos. 

Hasta ese momento crucial, las necesidades crecientes de producción agrícola se podían resolver añadiendo más tierra al sistema, ya sea para cultivarla, ya para alimentar ganado y obtener estiércol, o bien para el barbecho, que igualmente incrementa la productividad. Pero en el momento en que la escasez de tierra se hace patente, esta vía encuentra sus límites. Se impone, por tanto, la necesidad de invertir la realidad biofísica, que limita la producción, y apostar por el dopaje químico del terreno a fin de poder alimentar a los 8.000 millones de habitantes del planeta.

Además, esta innovación técnica no sólo sirve para alimentar el planeta, sino que también ha sido clave, según ellos, para liberar al hombre de la tierra y dedicarlo a otros menesteres como la industria y la urbanización. Según su ideario, ningún país puede llevar a cabo una transición exitosa a la agricultura ecológica sin consecuencias catastróficas. Esta agricultura sería simplemente un nicho de mercado para un segmento de la población de alto poder adquisitivo y con ideas románticas sobre la alimentación, o bien un modo de subsistencia para los agricultores más pobres del mundo, que no pueden pagar los fertilizantes. 

Surgen en este punto muchas preguntas. ¿Qué es una transición exitosa a la agricultura ecológica? El éxito va a depender de los criterios que establezcamos para evaluarlo y del lapso temporal de consecuencias que fijemos. Podemos considerar la productividad como única variable, pero también la posibilidad de destruir el ecosistema a medio o largo plazo; por ejemplo, con la sobre-fertilización de las aguas, tal y como ha ocurrido en el Mar Menor.

Por otra parte, se insta a tomar conciencia de los límites espaciales de la tierra, pero no de los derivados de los procedimientos intensivos: ¿existen esos límites? ¿Qué ocurrirá cuando se sobrepasen? ¿Habrá retorno? ¿O podrá la tecnología dar una solución por medio de ingenios como los alimentos sintéticos? 


Son preguntas que no parecen hacerse los detractores de la agricultura ecológica. Sus argumentos pueden tener validez en un determinado contexto o escenario muy limitado. Por ejemplo, en Sri Lanka sólo han considerado el efecto económico de prohibir los fertilizantes durante seis meses, sin ninguna otra actuación, lo cual es un experimento que no demuestra una relación causa-efecto que reduzca la agricultura ecológica a la categoría de productora de miseria, tal y como sostienen. Sus argumentos adolecen de una visión parcial, si bien pretenden presentarlos como "los oficiales de la Ciencia”, algo que no es cierto más allá del mantra publicitario. 

Sin ir más lejos, el pasado 7 de julio José Luis Gallego publicaba en El Confidencial un artículo donde se hacía eco de un trabajo científico, publicado en junio de 2022 en la revista Nature Sustainability que demostraba, tras una investigación de más de 10 años, que las prácticas de agricultura sostenible en alianza con la naturaleza producen un rendimiento muy superior a las basadas en las técnicas industriales y el uso de fertilizantes químicos". 

La primera autora del artículo, Chloe MacLaren, que firma el trabajo junto a 24 científicos más, pertenece a un centro de investigación, Rothamsted Research, en cuya página web podemos conocer las principales conclusiones del trabajo, basado en 30 experimentos agrícolas de larga duración en Europa y África, que demuestran que los rendimientos que se obtienen en los cultivos tratados con fertilizantes químicos pueden lograrse igualmente con una disminución drástica de los mismos acompañada de prácticas más respetuosas con el medio ambiente, entre las que se incluye un apoyo a la biodiversidad autóctona frente al abuso de los monocultivos (recordemos la herencia colonial de Sri Lanka antes mencionada). 

Sin entrar en más detalles técnicos, este trabajo ilustra que los argumentos de la Ciencia no van unívocamente dirigidos contra la agricultura ecológica. Por otra parte, nos permite atender a otras consideraciones, como por ejemplo las consecuencias que tiene para la agricultura la dependencia de una subida en los precios de los fertilizantes, que en estos días han llegado a triplicarse debido a la guerra de Ucrania, y que se traduce a su vez en un encarecimiento de los alimentos. ¿Cómo se valoran estos aspectos en la ecuación de la productividad? 

La Dra. MacLaren afirma que la cuestión de los fertilizantes químicos debería abordarse de manera global, promoviendo su reducción. En África, por ejemplo, su uso supone una pequeña fracción respecto a Europa, si bien es un asunto no exento de polémica. En un reciente artículo publicado en Le Monde Diplomatique y titulado Cuando la Fundación Gates siembra el hambre, la periodista Christelle Gérard expone el fracaso de los planes para acabar con la malnutrición y las hambrunas en Africa con iniciativas, apoyadas por la Fundación Bill y Melinda Gates, que incluyen la adopción masiva de fertilizantes. Más que un apoyo al continente, los hechos apuntan a que las medidas sirven de caballo de Troya a los grandes productores de fitosanitarios y semillas, que visualizan un negocio de más de un billón de dólares. Gérard cita una carta abierta, firmada por 500 dignatarios, en la que el Instituto Medioambiental de Comunidades Religiosas del África Austral reprocha a la Fundación Gates el haber favorecido la expansión de una agricultura industrial que "agrava la crisis humanitaria". De hecho, sin ir más lejos y según señala el artículo, el 82% los fondos de la fundación se transfirieron a grupos con sede en Norteamérica y Europa y menos del 10% a organizaciones ubicadas en África. 
 
Sin duda, estamos ante un asunto de enorme complejidad, sobre el que la Ciencia no se pronuncia con una voz única y donde los intereses económicos suelen desvirtuar el debate. En cualquiera de los casos, debiéramos tener claro a estas alturas que la naturaleza tiene unas reglas que no podemos violentar; al contrario, hemos de trabajar en sintonía con ellas. El debate científico se podría iterar tanto como se quisiera, blandiendo argumentos sin llegar nunca a encontrar una solución. ¿Por qué? Porque no existe una solución en los términos dualistas y simplistas en que planteamos los problemas. No existe una solución como la que esperamos, ya que éstas dependen de las condiciones de contorno, del momento y del lugar, y también de una serie de parámetros que, en este caso, confieren al problema una alta complejidad. 

El principal error de la mentalidad occidental tecno-científica, que califica de 'mágico' al pensamiento que no sigue su método, consiste precisamente en actuar como si tuviese una varita mágica con la que puede resolver, gracias a sus recetas, cualquier problema, ya sea llevar una democracia de corte occidental a un país o incrementar artificialmente la productividad de las tierras. La historia nos sigue mostrando con crudos ejemplos el fracaso de esta segunda colonización cultural. 

E.F. Schumacher afirmaba que "estudiando cómo usa la tierra una sociedad se pueden sacar conclusiones bastante aproximadas de cómo será el futuro de esa sociedad". Quizás deberíamos reflexionar, siguiendo sus planteamientos, sobre las consecuencias de tratar lo vivo (la tierra) con criterios industriales, que son propios de lo inerte. De este modo, por lo que se refiere a la productividad agrícola, quizás lo más prudente sería, tal y como hacen afortunadamente ya muchos científicos, dirigir los esfuerzos en la búsqueda de soluciones respetuosas con el medio ambiente, en sintonía con los ritmos de la naturaleza y que tengan una visión que no se centre en la productividad a corto plazo. El genio humano es capaz de ello, y además es la única garantía de futuro.
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