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Fernando Vergara (AP)

Petro en Colombia, una elección sin precedentes

Laurence Whitehead, Jan Boesten

8 mins - 27 de Julio de 2022, 11:00

La elección de Gustavo Petro para gobernar desde la Casa de Nariño, el palacio presidencial de Colombia ubicado entre los barrios marginales de Bogotá y las callejuelas coloniales del barrio de la Candelaria, es sin duda histórica, pero no del todo sorprendente. Después de todo, éste era su tercer intento, y aun no está del todo claro si en realidad había perdido las últimas elecciones contra el presidente Iván Duque o si la elección de este último fue apoyada sustancialmente por grupos armados y narcotraficantes que habrían ejercido su poder local para determinar los votos de los ciudadanos.
 
El argumento de que se trata de un populista de izquierda tampoco es del todo convincente. Petro ha pasado las últimas décadas dentro de las instituciones políticas del país como miembro del Congreso y alcalde de la capital del país. Mucho más sorprendentes son los resultados obtenidos por el oponente de Petro, Rodolfo Fernández, también ganador y un verdadero outsider político, a quien se han referido como el Trump colombiano haciendo referencia al magnate estadounidense convertido en político, y que aceptó rápidamente y de buena gana la decisión del electorado en segunda vuelta. ¡Esto sí es elogiable!
 
De cualquier manera, su elección marca un antes y un después. Pone fin al consenso de políticas públicas construido en torno al Plan Colombia; un enfoque ejemplificado en el programa bélico de la Seguridad Democrática del predecesor de Petro e ícono de la derecha en Colombia, el ex presidente Álvaro Uribe (2002-2010), quien respaldó este proyecto político como ningún otro. El programa de ayuda militar financiado por Estados Unidos (originalmente promocionado como un plan anti-narcóticos cuya naturaleza implícita era contra-insurgente) fue lo que más motivó a sus patrocinadores en Washington, quienes nunca parecieron desanimarse por su ineficacia para reducir las exportaciones de cocaína: en última instancia, fortaleció las capacidades militares y policiales en el país, pero incluyó pocas inversiones socioeconómicas. A fin de cuentas, éste no logró su objetivo esencial de reducir la entrada de cocaína en EE.UU: la producción actual de este estupefaciente es más alta que nunca. La ayuda militar desempeñó un papel decisivo en la presión ejercida a las Farc-EP, obligándola a sentarse a la mesa de negociaciones. Con esto se puso fin a la existencia del mayor grupo guerrillero de Occidente: los grupos post-Farc de hoy no son ni una sombra de la antigua insurrección campesino-marxista (aunque despues de medio siglo, y con muchos frentes dispersos, degeneraron en criminalidad, describiéndose con mayor precisión como grupos ordinarios de narcotraficantes).

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Para Petro y Francia Márquez, el enfoque militarista para acabar con la economía ilegal ha sido un claro fracaso y es muy probable que sea en el campo de las políticas anti-narcóticos donde el conflicto con EE.UU. sea más pronunciado y se haga sentir con mayor rapidez. Después de todo, la hegemonía (el hegemón) del norte no parece tener la intención de renunciar a la guerra contra las drogas, y uno de los defensores más notorios del diseño de mano dura del Plan Colombia en la década de 1990 fue nada menos que el senador Joseph Biden. Como si fuera una señal el tan esperado Informe Final de la Comisión de la Verdad, denunció punto por punto (detalladamente) las políticas anti-narcóticos de carácter prohibicionista y su ineficacia para poner fin a la violencia relacionada con las drogas. En cambio, sugirió centrarse en un enfoque novedoso e internacionalista. Si bien la Administración Biden puede estar discretamente dispuesta a avanzar hacia un cambio, el apoyo del Congreso es débil o incluso inexistente.
 
Sin embargo, los mayores desafíos que afrontará el nuevo Gobierno Petro/Márquez no se sitúan en el ámbito de las relaciones internacionales o regionales, sino que tienen un claro carácter doméstico. Especialmente, el objetivo del acuerdo con las Farc-EP de 2016 de establecer una paz territorial sostenible está muy lejos de ser una realidad. De hecho, los retos son esencialmente los mismos que tuvo que asumir el Gobierno de Duque en 2018, aunque el contexto se ha vuelto mucho más difícil.

En primer lugar, la seguridad en sí se ha vuelto increíblemente compleja en aquellas áreas del país acosadas por actores violentos durante mucho tiempo. El Clan del Golfo, una organización netamente narcotraficante cuyo origen se remonta directamente al proceso de desmovilización de ex paramilitares de las AUC que operaban en los alrededores del Golfo de Urabá, ha demostrado recientemente, con un paro armado, que ni el Ejército ni la Policía son la fuente de autoridad en grandes partes del norte del país. El ELN, la mayor organización guerrillera que persiste, había hecho lo mismo en otras partes del territorio nacional tan sólo unos meses atrás.



En segundo lugar, grupos disidentes de la ex guerrilla de las Farc que se negaron a deponer las armas luchan entre sí en territorios pertenecientes a Colombia y Venezuela, así como en el suroeste del país (Cauca y Pasto).

Por último, y lo más importante, es la difícil situación de los activistas civiles. Líderes sociales que desde la implementación del tratado de paz con las Farc-EP han trabajado por la profundización de la democracia en las zonas del país afectadas por la violencia han sido asesinados por centenares precisamente por esos esfuerzos. Esta violencia no ha ocurrido porque sí, sino que a menudo ha involucrado poderosos intereses políticos y regionales cuya tendencia a la protección violenta de sus intereses socio-políticos se disparará si Petro y Francia cumplen sus promesas de redistribuir parte de la riqueza del país.

Por lo tanto, no sorprende que los análisis de votación temprana apuntaran a un aumento en la participación en aquellas áreas literalmente situadas en la periferia del país (más Bogotá) y que finalmente le dieron a Petro/Márquez la ventaja en la segunda vuelta electoral. A veces, superando horas y días de viaje para llegar a los colegios electorales, la frustración de la gente por el escaso avance en el cumplimiento de la prometida paz territorial ha generado un fuerte incremento en los votos para los candidatos de izquierda.
 
También está muy claro que la pandemia ha tenido un profundo impacto en la constitución socioeconómica del país, campeón en materia de desigualdad en la región más desigual del mundo. La crisis del coronavirus sólo reforzó estas tendencias. The Washington Post argumentó en un informe reciente que la pandemia no golpeó tan fuerte en ningún otro lugar del mundo como lo hizo en América Latina, "expulsando a 12 millones de personas de la clase media en un solo año". En la Ciencia Política, llamamos a este tipo de eventos coyunturas críticas, que difieren de otras al redireccionar la historia en un camino diferente.

Ya antes de la elección de Petro, la Covid-19 había impulsado cambios socio-políticos significativos y reconocibles. Antes de la pandemia, los colombianos ya había salido a las calles en 2019 en un paro nacional, organizado principalmente por grupos de la sociedad civil. En 2021, después de dos años de agravios provocados por el coronavirus, los ciudadanos volvieron a las calles para protestar; esta vez de una manera mucho más espontánea, en su mayoria por jóvenes desorganizados que ya no podían sobrevivir más de las ganancias del sector informal y estaban indignados con la reforma fiscal del presidente Duque, que limitaba el pago que los más ricos debían hacer para superar el desangre financiero de la pandemia. El potencial del último paro nacional para derivar en enfrentamientos violentos fue también mucho mayor, ya que las fuerzas estatales y los grupos de autodefensa en los barrios ricos del país hicieron un uso excesivo de la fuerza. El resultado, al menos 19 muertos y numerosas acusaciones de brutalidad policial.
 
Estas fisuras de una sociedad altamente desigual han aflorado en un momento en el que el grado de colusión criminal y la involucración de  la clase política se ha vuelto igualmente evidente: Uribe afronta una avalancha de casos judiciales, mientras que otras personalidades del Gobierno de Duque han sido acusadas ​​de beneficiarse directamente del dinero de los narcotraficantes mediante negocios inmobiliarios dudosos. Todo ha moldeado un escenario en el que la necesidad de abordar la desigualdad es inminente, aunque la oposición a cualquier programa de este tipo pudiere ser igualmente robusta y contundente. El éxito del presidente Petro y la vicepresidenta Márquez dependerá de cómo materialicen sus políticas a lo largo de esta línea divisoria.
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