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Fernando Domingo-Aldama

Fomentar la inmigración debería ser de izquierdas y de derechas

Gonzalo Fanjul, Carles Campuzano

7 mins - 29 de Julio de 2022, 08:46

¿Fomentar la inmigración es de izquierdas o de derechas? Con este sugerente título abría Ana Iris Simón una columna en el diario El País dedicada a poner de vuelta y media la propuesta del ministro José Luis Escrivá para atraer a más inmigrantes. A diferencia de otros detractores de la idea, ella no echaba mano de Le Pen sino de Julio Anguita, uno de los muertos más locuaces de nuestra política contemporánea; y lo hacía en defensa de un anticapitalismo tan posmoderno que recuerda mucho al de hace un siglo. Como en un arco ideológico circular, las tesis de quienes se oponen a la llegada de los inmigrantes por su propio bien se acercan peligrosamente a las de quienes están en contra de la llegada de los inmigrantes y punto.

La reforma del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y migraciones –que no del conjunto del Gobierno, a pesar de que haya salido adelante– apura los límites de la Ley de Extranjería para introducir un paquete de reformas entre las que destacan tres: en primer lugar, flexibiliza y ordena los procedimientos de la gestión de la contratación en origen y de la migración circular; en segundo lugar, facilita la regularización de inmigrantes sin papeles mediante del arraigo laboral, social o familiar, además de introducir una cuarta forma de arraigo –por formación– que podría sacar de la sombra a decenas de miles de personas; y en tercer lugar, facilita el acceso de los estudiantes, voluntarios e investigadores internacionales al permiso de trabajo.

Nadie puede engañarse con respecto al propósito de esta reforma: "Mitigar los problemas de vacantes en el mercado laboral español" y convertir a nuestro país en un polo de atracción del talento en un contexto internacional cada vez más competitivo. Se trata de una propuesta descaradamente utilitarista que ignora el derecho fundamental a emigrar, renuncia a reformar el conjunto de la movilidad laboral en España, plantea una regularización insuficiente y desprecia perspectivas tan esenciales como el impacto de la medida en el desarrollo de los países de origen

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¿Cómo es posible, entonces, que a muchos nos parezca una buena idea? Sencillamente, porque estamos atrapados en un modelo migratorio tan cruel y disfuncional que incluso una reforma a medias como ésta habrá logrado cambiar los términos del debate.


No encontrarán a muchos políticos que defiendan esto en alto. Entre otras cosas, porque Simón no está sola. A la Brunete anti-migración formada por el Ministerio del Interior y la derecha dura y semi-dura se ha unido esta vez parte de la izquierda. Para ello se ha echado mano del viejo argumento marxista de la fuerza laboral de reemplazo. Cuando los empresarios estaban entre la espada y la pared por la dificultad para cubrir muchos empleos, se viene a decir, el gang social-liberal de Escrivá llega al rescate con una propuesta que satura el mercado de trabajadores extranjeros dispuestos a hacerlo todo por la mitad.

El argumento no es ninguna tontería; como tampoco lo sería el hecho de que el Gobierno hubiese sorteado el diálogo social presentando esta propuesta a espaldas de los sindicatos, como estos denuncian. Pero la pregunta fundamental es si esta reforma mejora las cosas y para quién. Y ahí es donde discrepamos.

En primer lugar, es muy discutible que los agujeros en el mercado de trabajo se deban únicamente a los bajos salarios que ofrecen los empleadores. Como explica la detallada memoria que acompaña la reforma del Gobierno, el 69% de los empresarios declara tener dificultades para cubrir vacantes, un porcentaje dos veces más alto que en 2011. El abanico de puestos por cubrir no se limita a la hostelería o el servicio doméstico, sino que alcanza todos los rangos de la escala de capacitación. Un jefe de obra, por ejemplo, es hoy una especie de unicornio que ha hecho a la Confederación Nacional de la Construcción dar la voz de alarma con respecto a la viabilidad de los proyectos Next Generation de la UE.
Nada sugiere que esta tendencia vaya a remitir, más bien al contrario, porque la certeza demográfica es que caminamos hacia un futuro con muchos menos trabajadores nacionales y muchos más pensionistas.
 

El segundo problema es político. La renuencia de algunos partidos y agentes sociales ha limitado la posibilidad de introducir ajustes y alternativas que amortigüen los potenciales efectos negativos de la reforma y la pongan al servicio de una más profunda. El más inmediato es el recurso de la negociación colectiva y la inspección de trabajo, que desactivan la posibilidad de dumping social garantizando condiciones iguales para trabajadores de distintos orígenes. Pero además, hay que asegurar una mejora sustancial de las políticas activas de empleo, así como la reducción del fracaso escolar y el abandono prematuro del sistema educativo. Este tipo de medidas son la única respuesta posible a las necesidades de nuestro mercado de trabajo en el medio y largo plazos.



En tercer lugar, discrepamos en un asunto tan capital como la territorialidad de las oportunidades y los derechos fundamentales. La posición de Iris Simón y de sus amigos vincula de facto el derecho al trabajo a la posesión de un pasaporte concreto. Este determinismo del código postal consolida el mantra del nosotros primero, gripa el ascensor social global y destruye el potencial de la movilidad humana como mecanismo de prosperidad individual y colectiva. Si se trata de "clasismo", éste es de los más repulsivos.

No hay nada nuevo en esta posición. El laborismo británico, por ejemplo, transitó la campaña del Brexit haciendo malabarismos retóricos para no decir abiertamente lo que pensaban: que los derechos de sus trabajadores son incompatibles con la inmigración. Incapaz de resolver este dilema y de ofrecer respuestas creíbles a los problemas de integración y desafección que genera la llegada de migrantes, la izquierda europea ha mantenido una posición migratoria estrábica: activista en materia de derechos humanos y abúlica en lo que toca a la movilidad laboral. Lo mejor que se les ha ocurrido es poner el sistema de cooperación al desarrollo al servicio del control migratorio, en un modelo que los lunes da palos y los martes ayuda a no emigrar. Y éste es el día en que ninguna de las dos grandes plataformas sindicales ha apoyado el movimiento por la regularización de medio millón de niños, mujeres y hombres en nuestro país.

Si esta posición resulta cuestionable desde un punto de vista ético, sus consecuencias prácticas son catastróficas. En la vida real, la alternativa a este modelo migratorio roto no es un sistema donde cada uno prospera plácidamente en su propia casa, sino un régimen basado en la explotación medieval de los trabajadores inmigrantes sin papeles y un intolerable coste de oportunidad económico para los países de origen y destino. 

Ni puertas de par en par ni statu quo, sino un sistema incremental de oportunidades con derechos. No es fácil, pero es ahí donde necesitamos toda la creatividad y voluntad políticas que están demostrando países como Nueva Zelanda, Canadá o Alemania. La izquierda melancólica ha llegado a convencerse de que una política migratoria más abierta pondrá a los trabajadores nacionales en manos de la ultraderecha. Es posible. La pregunta es si comportarse como los nacional-populistas es la mejor manera de combatirlos.
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