La invasión rusa de Ucrania ha consolidado la deriva autoritaria húngara. En los últimos meses, su Ejecutivo se ha convertido en un caballo de Troya en la UE y la Otan, facilitando, mediante su veto sistemático a la política exterior europea, que países como Rusia o China marquen la agenda política en Bruselas. A su vez, un reciente
discurso pronunciado en Rumanía en el que
Viktor Orbán alertó del "peligro" que la "mezcla entre razas" supone para los países occidentales ha reavivado el debate sobre la crisis del Estado de derecho. Ante esta realidad cabe plantearse dos cuestiones: en primer lugar, si los ordenamientos jurídicos de la Unión y la Otan contemplan la expulsión de un Estado miembro; en segundo lugar, cuál debe ser el futuro de Hungría en dichas organizaciones.
El Tratado de la Unión Europea (TUE) prevé tres supuestos distintos: un mecanismo de adhesión a la Unión (artículo 49), la retirada voluntaria de la misma (artículo 50), y un mecanismo sancionador (artículo 7) que permite la suspensión de los derechos de un Estado si se acredita "una violación grave y persistente" de los valores contemplados en los tratados. Y sin embargo, la salida forzosa no es uno de estos supuestos: los tratados europeos no contienen –ni han contenido nunca– un mecanismo de expulsión de sus integrantes. Lo mismo sucede con la Otan: el Tratado del Atlántico Norte contiene un mecanismo de adhesión (artículos 10 y 11) y una serie de obligaciones que sus miembros han de acatar (artículos 2 a 5), pero no una cláusula de expulsión para países que incumplan dichas obligaciones o que dejen de respetar sus valores.
En el caso de la UE, las razones que explican esta ausencia son tanto históricas como políticas: en el momento de redactarse los tratados, la expulsión de un Estado miembro era un escenario implanteable. En primer lugar, porque siendo el proceso de adhesión a la UE tan exigente, resultaba inimaginable que un país pudiera sufrir, una vez ingresara en la Unión, una regresión democrática como la que están viviendo Varsovia y Budapest. En segundo lugar, porque resultaba políticamente impensable que un país que se hubiera adherido a los tratados –y que se hubiera comprometido a "una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa" (artículo 1 del TUE)– fuera a renegar de ellos apenas dos décadas después.
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Sin embargo, la deriva autoritaria en Polonia y Hungría no sólo ha desmontado este optimismo: también ha mostrado dos deficiencias en el orden jurídico europeo. Por una parte, ha dejado patente el vacío legal descrito con anterioridad, es decir, la ausencia de un mecanismo de expulsión. Por otra, ha evidenciado la debilidad de los criterios de Copenhague, aprobados de cara a la adhesión de 2004 para regular el ingreso en la UE. Pese a que dichos criterios se mostraron eficaces a la hora de fiscalizar las reformas de los distintos países candidatos, su naturaleza ex ante no ha servido para frenar posibles regresiones democráticas
ex post. La paradoja a la que ello ha dado lugar es evidente:
las obligaciones democráticas impuestas por la Unión son mayores para los países candidatos que para sus propios estados miembros.
Ante esta realidad, ¿cómo pueden la UE y la Otan salvaguardar su funcionamiento interno? La respuesta puede estar en el Derecho internacional. La Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, por ejemplo, indica en su artículo 60 que una "violación grave" de un tratado internacional permitirá a la otra parte (o partes) alegar dicha violación "como causa para dar por terminado el tratado". Dichas "violaciones graves" pueden darse en dos situaciones: si el Estado en cuestión rechaza el tratado en cuestión de manera unilateral; o si viola, de manera grave y persistente, una "disposición esencial para la consecución del objeto o del fin del tratado". Según el analista
Aurel Sari, y considerando la importancia que el Tratado de la Otan confiere a la democracia, la libertad y el Estado de derecho, éstas podrían considerarse parte de su "objeto o… fin". Su violación sistémica por parte del Gobierno de Orbán podría, por ello, suponer una "violación grave" del tratado, lo cual permitiría a los demás miembros del Consejo del Atlántico Norte decretar, siempre según la Convención, la expulsión de Hungría de la Alianza.
De aceptar este razonamiento, el futuro húngaro en la UE también podría estar en riesgo: al fin y al cabo, los principios enunciados por Sari (libertad, democracia, Estado de derecho) son tres valores fundamentales de la UE, recogidos en el artículo 2 del TUE y cuya importancia ha sido ratificada por el Tribunal de Justicia en numerosas ocasiones. Si los otros 26 miembros acreditaran –por ejemplo, a través de la activación del artículo 7 del TUE– que las acciones del Gobierno húngaro suponen una violación "grave y persistente" de dichos valores, podrían invocar el artículo 60 de la Convención y ratificar su expulsión. Las limitaciones de los tratados no garantizan, por lo tanto, la permanencia húngara en la Unión.
A este análisis jurídico debe sumarse una consideración de naturaleza política: ¿sería deseable una eventual expulsión húngara? A primera vista, el argumento a favor es inobjetable: el Gobierno de Orbán ha cruzado todas las líneas rojas, su autoritarismo ha llegado demasiado lejos y la UE no puede seguir amparando su comportamiento. Dicho análisis, sin embargo, ignora dos cosas. Por una parte, que mantener a Hungría en la UE no significa (necesariamente) tolerar su conducta: Bruselas dispone de numerosos mecanismos para hacer guardar los tratados. Por otra, que decretar la expulsión de un Estado por la mala conducta de su Gobierno resulta difícil de justificar. Al contrario que el Tratado del Atlántico Norte, los tratados europeos otorgan derechos a los ciudadanos de los Veintisiete en su calidad de ciudadanos europeos. La membresía de la UE, en otras palabras, da lugar a una serie de derechos que sus ciudadanos pueden invocar ante los tribunales de la Unión.
La expulsión de un Estado miembro atentaría contra esos derechos: tomaría la parte por el todo, responsabilizaría a la población húngara por los despropósitos de su Gobierno y dejaría indefensos a 10 millones de ciudadanos europeos.
El riesgo existencial que Hungría supone para la UE es evidente. Sin embargo, una política europea que quisiera hacer frente a dicho riesgo no amenazaría con expulsar al país de la Unión: se fundamentaría, por el contrario, sobre dos pilares. En primer lugar, Bruselas usaría la totalidad de su arsenal para asegurar el cumplimiento de los tratados: cortaría el acceso de su Gobierno a los fondos de recuperación; defendería a una oposición democrática cada vez más mermada; y, ante todo, garantizaría los derechos de su ciudadanía. En segundo, reconocería que la crisis del Estado de derecho se debe, en gran medida, a la propia Unión: a la rigidez de sus tratados, que han permitido a una sola capital vetar su acción exterior; a la inacción de una Comisión que no ha querido hacer frente a la regresión polaca y húngara; y a unos Veintisiete que, en demasiadas ocasiones, han antepuesto sus intereses políticos cortoplacistas a aquéllos de la UE. Sólo así se podrá poner fin, de una vez por todas, a la crisis del Estado de derecho.
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Leonhard Foeter (Reuters)