La llegada de Gustavo Petro a la Presidencia colombiana ha supuesto un punto de inflexión en lo que respecta a la política pública para la paz. Es cierto que, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, en noviembre 2016 se llegó a firmar un Acuerdo de Paz con las Farc-EP (no exento de dificultades) y se inició también un proceso de diálogo con el ELN (repleto de obstáculos). Pero durante el gobierno de Iván Duque, la política de gestión del conflicto armado más longevo de América Latina fue bien distinta. Desde un planteamiento propio de la extrema derecha, se entendía que el Acuerdo con las Farc-EP había sido una suerte de trato de favor sin exigencias para la guerrilla (en contra del consenso generalizado, tanto académico como de la comunidad internacional) y que cualquier diálogo con el ELN demandaba, prima facie, la entrega de todos sus secuestrados y el cese unilateral de sus acciones armadas. Así, el Acuerdo de 2016 entró en una lenta agonía, afectado por una
implementación a la carta y un sabotaje, a base de resistencias gubernamentales e incumplimientos, que se sumó a un nuevo recrudecimiento de la confrontación armada con el ELN.
El nuevo Gobierno progresista de Petro retoma de manera comprometida la agenda del diálogo y de la construcción de paz; a partir de un planteamiento muy ambicioso que, por eso mismo, es tremendamente complicado de alcanzar:
'la paz total'. Dos son las vías que propone el nuevo presidente para implementarla: los "diálogos regionales vinculantes para encontrar los caminos del territorio que permitan la convivencia" y la convocatoria "a todos los armados a dejar las armas en las nebulosas del pasado", para encontrar "caminos comunes" mediante el diálogo con ellos.
Debe advertirse que los frentes de esta
paz total son heterogéneos y complejos. Primero, se propone tener en cuenta la opinión de las personas que habitan los territorios afectados por la violencia de los actores armados; pero, además, prioriza la necesidad de dirigir todos los esfuerzos necesarios para entablar diálogos y negociaciones, de diferente naturaleza, con esos actores de la violencia. Y sin olvidarse de que, para un fin efectivo de la misma, debe trabajarse desde ya en la remoción de los condicionantes estructurales, simbólicos e institucionales que la alimentan.
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Si en cada territorio la situación es diferente, en la intrincada naturaleza de la violencia armada en Colombia hay distintos grupos que considerar. Aparte de retomar la senda del cumplimiento con las Farc-EP, a la que también se ha comprometido Petro, es prioritario reconducir el proceso de diálogo con la guerrilla del ELN. Esto, de por sí, es un proceso tan necesario como repleto de dificultades. Este grupo armado nada tiene que ver con lo que representaba hace una década. Sus capacidades militares se han triplicado y su presencia territorial (especialmente, en el corredor colombo-venezolano y en parte del litoral Pacífico) se ha consolidado, pero sigue lastrado por una imagen muy deteriorada en buena parte del imaginario colectivo colombiano. Es cierto que ya se fijaron unas hojas ruta para negociar a lo largo de 2017, pero la situación es muy diferente a la de entonces y, de seguro, el ELN va a reclamar un espacio y un proceso propios.
La paz total, como ejercicio plural y de geometría variable, reconoce igualmente la necesidad de reconducir la desmovilización de los grupos herederos de las Farc-EP, como la disidencia del proceso de paz otrora comandada por
Gentil Duarte, el grupo de
Segunda Marquetalia (creado en 2019 y liderado por el exjefe del equipo negociador de las Farc-EP,
Iván Márquez) y otros grupos más pequeños y locales quizás con menor vínculo con las Farc-EP originales, pero que igualmente reivindican su legado. Aparte está todo el universo de
grupos post-paramilitares, entre los que destaca el
Clan del Golfo, con presencia notable en más de 200 municipios del país y cuya naturaleza criminal, sumada a sus notables capacidades logísticas, lo convierten en un actor protagónico de la violencia que también hay que tener en cuenta especialmente por su gran capacidad para sabotear cualquier proceso con los grupos anteriormente mencionados y que, mayormente, están enfrentados en no pocas ocasiones unos con otros. En este caso, la opción propuesta es desmontarlas por la vía del acatamiento a la justicia; es decir, en palabras de Petro, "aceptar beneficios jurídicos a cambio de la paz".
En este ejercicio de pacificación de Colombia el papel de la comunidad internacional va a ser muy importante. Tras el fracaso de los
diálogos de paz del Caguán, en la propia Colombia, hay
consenso sobre la necesidad de que estos diálogos se produzcan en otro país y en las condiciones de máxima seguridad y discreción posibles. Ya los mantenidos con las Farc-EP se desarrollaron en Cuba, y el rol de garantes y acompañantes que, respectivamente, desempeñaron este último país y Noruega, así como Venezuela y Chile, es muy posible que se vaya a repetir con el ELN. No obstante, la experiencia cercana del proceso finalizado en 2016 nos señala, tal vez, la pertinencia de abrir ese espacio de colaboración diplomática a otros actores que pueden sumarse a este nuevo contexto; especialmente, por lo que se refiere al ofrecimiento de garantías para el cumplimiento y recursos para la financiación de proyectos de cooperación.
Es a tal efecto donde España puede y debe retomar un papel protagonista en la búsqueda de la paz en Colombia. Ya en el pasado, especialmente con los gobiernos socialistas de Felipe González,
el país ejerció un rol de compromiso y transformación de los escenarios de violencia transcurridos, por ejemplo, en Guatemala o en El Salvador. Aparte de su papel colaborador en el proceso de Esquipulas, dirigido a la pacificación y democratización de Centroamérica, España colaboró en el despliegue de recursos y proyectos para promover la reforma del Estado, transformar la estructura de las fuerzas y cuerpos de seguridad estatales y coadyuvar el establecimiento de procesos y garantías respetuosos con los derechos humanos. Incluso en lo que respecta a Colombia,
debe recordarse que Madrid fue a comienzos de 1998 sede del preacuerdo de Viana, por el cual la guerrilla del ELN y el Gobierno progresista de Ernesto Samper suscribieron un compromiso mutuo para llegar a un acuerdo de paz, saboteado por una filtración de medios conservadores interesados en socavar toda expectativa de acuerdo en una coyuntura particular: la de un Gobierno, el de Ernesto Samper, a punto de finalizar su mandato.
Incluso el Ejecutivo de José María Aznar fue uno de los principales aportadores al fondo internacional que Andrés Pastrana impulsó, desde finales de 1998, para retomar una senda de diálogo, la del Caguán. En aquel momento, España llegó a contribuir con 100 millones de dólares. Sea como fuere, visto el viraje ultraderechista de Aznar y Pastrana, hoy opuestos a cualquier ejercicio de paz dialogada, resulta difícil reconocer que, no hace tanto, entendían que debía ser ésta y no la respuesta exclusivamente militar la forma de poner fin a tantas décadas de violencia en Colombia.
Recientemente, con motivo de la gira que Pedro Sánchez desplegó por América Latina, durante la cual visitó Bogotá, uno de los elementos más destacados en el fortalecimiento del eje progresista que puede unir a Madrid con Bogotá fue el ofrecimiento para que España fuera eventual sede del proceso de diálogo. Si bien parece que difícilmente se lleve a cabo (salvo que el ELN y el Gobierno colombiano, de común acuerdo, así lo consideren), es muy importante el ofrecimiento del Gobierno actual por las implicaciones que puede suponer. En primer lugar,
otorgaría coherencia a una agenda de cooperación y presencia latinoamericanas que se ha ido desdibujando con los años: la crisis del 2008 frenó la cooperación española en la región y las prioridades del Partido Popular fueron otras, como la llamada diplomacia empresarial del Gobierno de Mariano Rajoy. Pero, además, un posible rol como garante o acompañante en el proceso de paz, específicamente para el caso de Colombia, proporciona nuevos objetivos más ambiciosos a la cooperación.
Cuestión aparte, de los buenos oficios y la disposición de todos los recursos necesarios, humanos y materiales para que el diálogo avanzase, la labor de España iría en el sentido de fortalecer el compromiso, la confianza, la credibilidad, la viabilidad y el reconocimiento a los intercambios cooperativos, que transforman a dos enemigos en adversarios y son propios de procesos como éste. Esta labor no sería empeñada sólo durante un diálogo que no se prevé fácil, sino que debiera proyectarse más allá, garantizando el cumplimiento de lo establecido, impulsando acciones para su sostenibilidad y contribuyendo, a petición de las partes, para satisfacer aquellos aspectos que, en muchas ocasiones, son mayormente responsabilidad de la cooperación para el desarrollo. Es decir, el ofrecimiento de garantías para la desmovilización, para la formación educativa y para el trabajo, para la inclusión laboral o para el reconocimiento colectivo y la convivencia pacífica son escenarios en los que (en concordancia con las peticiones, demandas y necesidades de las partes) España podría colaborar. De hecho, aquí nuestro país igualmente debe ir más allá, pudiendo comprometerse con todo el elenco de actores mencionados a la cooperación técnica o jurídica para las nuevas políticas judiciales y/o penitenciarias que van a ser necesarias en Colombia, por poner un ejemplo.
Por otro lado, su Presidencia del Consejo Europeo, en el segundo semestre de 2023, puede desempeñar un papel muy importante, como igualmente su evidente proximidad con Bruselas. A nadie se le olvide que la Unión Europea, desde hace 30 años, ha apostado siempre por la consecución de la paz en Colombia, tal y como dieron cuenta los Laboratorios de Paz impulsados por la cooperación comunitaria o el ambicioso fondo para el post-conflicto, que ha supuesto más de 100 millones de dólares de cooperación en los últimos años. Esta posición debe ser una baza que jugar pues, indudablemente, otros países pueden asumir una posición importante para la construcción de paz plenamente coherente, por sus compromisos y garantías, con la agenda progresista del actual Gobierno.
En todo caso, la idea de paz total está indisolublemente ligada a la de justicia social. Posiblemente no pueda alcanzarse la paz ni con el ELN, ni con las disidencias ni la tremendamente complicada con el narcotráfico y el post-paramilitarismo sin un programa de superación de la violencia estructural en Colombia. La enorme desigualdad social existente, así como la pobreza de amplios sectores de la población, son el alimento constante de la violencia física. Pero, además, la
paz estructural es un imperativo ético porque la pobreza, como nos recuerda Yago Pico de Coaña (sin duda, el diplomático español más implicado en los procesos de paz en América Latina), no es un infortunio, es una injusticia.