El 29 de julio, la llegada de Sergio Massa al Ministerio de economía de Argentina dio un respiro al Gobierno sin rumbo de Alberto Fernández. Casi un mes más tarde, la situación política cambió de forma inesperada. El fiscal federal Diego Luciani pidió que Cristina Fernández, la vicepresidenta, sea condenada a 12 años de prisión y a inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos por considerarla jefa de una asociación ilícita para la financiación de obra pública. Luciani, fiscal federal del Tribunal Oral en lo Criminal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, detalló durante nueve días, y por televisión, las razones para solicitar esa pena. Una vez finalizada su exposición, la vicepresidenta contestó mediante un vídeo en YouTube, reproducido por distintos canales de televisión.
El tema económico fue desplazado por un juicio que el fiscal Luciani había convertido, innecesariamente, en un circo mediático.
En el primer semestre de este año, la inflación había alcanzado el 36,2%. Entre junio de 2021 y junio de 2022, llegó al 64%. Con esas cifras, el Gobierno de ambos Fernández estaba agotándose y por eso habían admitido a Massa como ministro.
La vicepresidenta estaba cada vez más retirada de la escena pública. El fiscal, con poca profesionalidad y de manera imprudente, cambió el eje del debate y unió a peronistas, kirchneristas, massistas y jóvenes de la organización La Cámpora (movimiento que recuerda a la Juventud Peronista de los 70) en defensa de la vicepresidenta. Luciani, que había pretendido demostrar el delito de asociación ilícita, logró unir al peronismo en defensa de la acusada. El abismo económico, que nos recordaba a la hiperinflación de 1989 y el corralito de 2001, se desvaneció y fue reemplazado por el abismo político entre la oposición y el Gobierno.
La polarización, conocida como la grieta, volvía a dispararse. Los argentinos sabemos que hay asuntos de los que no se deben hablar con algunos miembros de la familia, amigos o compañeros de trabajo. El enfrentamiento entre los que apoyan al Ejecutivo y los que están deseando que pierda las próximas elecciones está minando los cimientos de la democracia que llegó en 1983. La Justicia, personificada en el fiscal Luciani, no debería haber profundizado en el debilitamiento democrático al convertir su alegato en una miniserie.
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Tras la petición del fiscal, ciudadanos peronistas comenzaron una vigilia en la casa de la vicepresidenta. Al sexto día, el Gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires, en manos de Horacio Rodríguez Larreta, opositor, colocó vallas de seguridad alrededor del domicilio de Fernández de Kirchner. Los congregados y el Gobierno nacional lo criticaron, porque no permitía a los ciudadanos acercarse a la vicepresidenta. El 27 de agosto, ésta afirmó: "Hoy amanecí con la esquina de mi casa sitiada. Quieren prohibir las manifestaciones de amor y de apoyo absolutamente pacíficas y alegres". El 29 de agosto, un juez ordenó al Gobierno de la ciudad que retirara el vallado. La Policía federal debía hacerse cargo de la seguridad de la vicepresidenta.
El 2 de septiembre, uno de los manifestantes disparó a la cabeza de la vicepresidenta. La bala no salió. El ministro de Seguridad, Aníbal Férnandez, no renunció a pesar que el aseguramiento de la integridad de ésta corría a cargo de su Ministerio y de la Policía Federal. Nadie renunció; ni tampoco admitió su error el polémico juez Roberto Gallardo, responsable de ordenar la retirada de las vallas.
La bala que no mató a la vicepresidenta debilitó aún más la democracia. Aislando el tema económico, la polarización, el odio, la falta de respeto por aquel que piensa distinto, los interminables programas periodísticos que profundizan la grieta explotaron y se acrecentaron con esa bala.
¿Cómo hemos llegado a este grado de polarización y odio? Gracias a algunos políticos que los han alentado como parte de sus campañas y su incapacidad para el diálogo. La mayoría de los periodistas no pueden informar de la realidad sin despreciar a sus colegas que, desde la vereda de enfrente, hacen exactamente lo mismo.
La polarización de la sociedad argentina comenzó a corroer la construcción de democracia. Los desacuerdos entre los políticos muestran su incapacidad de llegar a compromisos en tiempos de crisis. Desde 1983, las económicas han ido expulsando ciudadanos del mercado laboral. En 2021, el 10% de la población argentina con mayores ingresos ganaba 13 veces más que el 10% de la de rentas más bajas. En julio de 2022, la tasa de inflación interanual fue del 71%. La percepción sobre la corrupción de los políticos ha ido creciendo, alcanzando el año pasado la posición número 96 de los 180 países incluidos en el ranking de Transparencia Internacional. La Justicia no ha sido capaz de resolver causas que conmovieron al país: el atentado a la embajada de Israel en 1992, el atentado a la Amia en 1994, la muerte del hijo del presidente Carlos Menem, la desaparición de Julio López y el fallecimiento del fiscal Alberto Nisman.
En este escenario, la gran mayoría de la clase política no se ha conjurado para debatir y disentir democráticamente. La democracia que se instauró en Argentina en 1983 no está gobernada por demócratas. El único presidente que construyó democracia fue Raúl Alfonsín, aunque se haya ido por la puerta de atrás cuando el peronismo destrozó la posibilidad de una transición ordenada. Desde aquellas horribles semanas de 1989, la polarización no ha hecho sino crecer; fomentada por líderes políticos, periodistas, jueces, fiscales, ciudadanos y Bergoglio.
Después de la bala que, afortunadamente, no salió nos llega la presentación de la película Argentina, 1985, que nos trae al presente aquel juicio, oral y público, a las juntas militares que gobernaron entre 1976 y 1983. En aquel momento, los ciudadanos estábamos unidos en condenar el pasado y construir la democracia. Quizás al recordar el juicio a las juntas, algunos de los responsables de la grieta puedan entender el daño que están provocando al futuro de cada ciudadano argentino. Pediría, humildemente, que empiecen a escuchar, proponer, dialogar y democratizar.