Desde la aparición de redes sociales y servidores de vídeo nuestras niñas y niños han crecido en un panóptico digital. Potencialmente un adulto nacido en este siglo ha sido objeto de compartición desde la ecografía. A lo largo de su vida una persona menor va a ser expuesta en entornos digitales por su círculo familiar y sus amistades, por compañeros y compañeras, centros escolares, clubes deportivos y culturales, etc. Sus actividades extraescolares serán grabadas y mostradas e incluso deberá examinarse subiendo vídeos a YouTube. En ciertos ambientes estudiantiles, con informe favorable de la Agencia Española de Protección de Datos, podrán utilizarse videocámaras con fines preventivos en supuestos de acoso en el entorno escolar.
Por otra parte, la sobreprotección para garantizar un Internet seguro motiva la integración de controles parentales en cualquier dispositivo, incluida una geolocalización que en no pocas personas supera la barrera simbólica de los 14 años. De igual manera, puesto que desde esa edad se puede consentir en el tratamiento de datos, los y las adolescentes son objeto preferente de ciertos negocios digitales que alimentan un comercio publicitario basado en el perfilado emocional, incidiendo y quien sabe si manipulando a personas cuya madurez y capacidad de discernimiento se encuentra todavía en fase de desarrollo.
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La suma de todos estos impactos implica una hetero-conformación de la identidad digital del menor por terceros. Así, salvo ejercicio masivo del derecho al olvido posterior, el menor es percibido en el entorno digital durante un periodo prolongado de su vida a partir de decisiones ajenas. En la práctica, el menor, siendo titular de los derechos a la vida privada, a la propia imagen y a la protección de datos, soporta una constante vulneración de los mismos por cada una de las personas e instituciones a las que confiamos su tutela y su formación en un aquelarre de sobreexposición difícilmente aceptable.
Y, sin embargo, esta no es la consecuencia más grave desde el punto de vista de la garantía de la dignidad de nuestros niños y nuestras niñas y del libre desarrollo de su personalidad que les garantizan la Constitución y los tratados internacionales. Toda una generación de jóvenes ha crecido normalizando la ausencia de privacidad, ha sido videovigilada, indexada en su uso de Internet, geolocalizada, y permanentemente expuesta. Su casa en las redes es de cristal, han vivido en un panóptico digital.
A pesar de ello, nada en la legislación española desde la Constitución, pasando por la Ley Orgánica de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen (1982) o la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (1996) permite considerar estas conductas como tolerables. En efecto, la Ley Orgánica 1/1982, establece una garantía de la vida privada de los menores, atribuyendo a padre, madre o tutor legal la capacidad de consentir o autorizar el uso de la imagen. Sin embargo, la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor admite la prestación de consentimiento parental que resulta delimitada por el principio interés superior del menor, y faculta la actuación del Ministerio Fiscal cuando esta se halla en peligro.
Consciente del riesgo incorporado por las redes sociales, y más allá del Reglamento General de Protección de Datos, la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales (2018) incorpora previsiones muy específicas que implican la obligación de educar digitalmente y especialmente en materia de privacidad, y atribuyen deberes y obligaciones de cuidado y salvaguarda de los derechos de los menores en los entornos digitales para padres, madres y centros escolares. Sin embargo, la búsqueda ‘C.E.I.P’, ‘actividad escolar’ y ‘VIDEO’ ofrece 188.000 resultados, muchos de ellos con menores de menos de seis años. Es fácil hallar multitud de fotografías o vídeos de niños felices que acreditan lo buenos que son sus centros escolares, sus clubes deportivos o cuánto los aman sus progenitores.
El problema no reside en el marco normativo, salvo en aquello que se refiere a la publicidad mediante perfilado urgentemente necesitado de regulación específica que proteja de modo claro y preciso a los menores. Se requiere de una actuación contundente de los poderes públicos. Urge la capacitación digital del profesorado. La Agencia Española de Protección de Datos, cuya labor es encomiable, ya no puede limitarse a dictar guías, ni a actuar a instancia de parte. Sin necesidad de adentrarse en el derecho sancionador debería usar los medios a su alcance ya que dispone de los planes de auditoría preventiva y la potestad regulatoria a través de circulares que fijen los criterios a los que responderá su actuación. Del mismo modo, los hechos muestran que las
Circulares de la Fiscalía o su
marco de colaboración con la Agencia deben incentivar la acción del Ministerio Público. Por otra parte, el nuevo marco regulador de la Unión Europea en servicios digitales ofrece una oportunidad para el compromiso de las plataformas.
Que una afamada cocinera exponga a su familia, o una ‘instamami’ o ‘insta-papi’ se arrepienta nos impacta y nos hace reflexionar. Pero sólo son la punta de un iceberg que no hemos sabido prevenir.