El estallido de la guerra en Ucrania ha añadido una dosis extra de tensión al ya de por sí tenso marco geopolítico actual, alimentando cada mes que pasa las predicciones más pesimistas hechas en marzo. El invierno será complicado, especialmente en el centro y norte de Europa. Sin embargo, todo conflicto o crisis sistémica representa una ventana de oportunidad en el largo plazo -aunque en ocasiones los cambios no son para bien-,
que si se aprovecha puede invertir definitivamente una tendencia negativa. Como sabemos, el capitalismo ha sobrevivido a crisis de toda índole, desde crash bursátiles, shocks de oferta o guerras mundiales, por lo que uno podría pensar que es exagerado hablar de colapso por la espiral negativa en la que nos encontramos desde 2008, aunque si alguien analizase este período tendría la sensación de moverse en un escenario de cambio. Y hay razones históricas que fundamentarían ese pensamiento.
Se puede considerar la Larga Depresión de 1873 como la primera crisis del capitalismo a escala global. Originada con una caída de la bolsa estadounidense, pronto se expandió a los mercados europeos, afectando a sectores tan diversos como la agricultura o la industria pesada. El pánico de 1873 lastró la economía estadounidense al menos hasta 1879, y afectó a países como Francia hasta bien entrada la década de 1890, siendo por tanto el detonante para transformar el marco económico global durante las siguientes cuatro décadas. En su 'Nueva historia de las grandes crisis financieras', Carlos Marichal enumera algunas de sus consecuencias, como el asentamiento definitivo de Reino Unido como primera potencia económica mundial. Ayudado por una política monetaria que se tornó hegemónica en el mundo (el Patrón Oro) y abandonando el Bimetalismo o el Patrón Plata usado hasta entonces (como curiosidad, España nunca se adhirió plenamente a este sistema), se armonizaron las transacciones comerciales a escala global y se integraron mercados muy distantes entre sí.

Aunque la Primera Globalización se puede dar por iniciada con la firma del tratado Cobden-Chevalier y la
Railwaymania, la crisis de 1873 cambia definitivamente el concepto de 'global', dando lugar a un mundo mucho más interconectado en todos los sentidos. De hecho, si algo queda patente con este shock es el fin del librecambismo, lo que conllevó a la implementación generalizada de aranceles a las manufacturas importadas, como bien apuntaba Paul Bairoch. Se dio un nuevo impulso a la industrialización (electrificación, mejoras en el transporte, etc.) dando lugar a la Segunda Revolución Industrial, la cual venía aparejada con la búsqueda fuentes baratas de materias primas sin tener que depender de terceros, lo que desembocó en la progresiva colonización de África y Asia, con todos los sucesivos abusos que se cometieron. El comercio comenzó a ser una relación entre desiguales, donde los fuertes (Occidente) impusieron sus condiciones
manu militari si era necesario, y el mundo alcanzó un nuevo orden geopolítico que durará hasta 1914.
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Este sistema, que había dado tanto beneficio a la clase industrial europea y norteamericana, se intentará revivir sin éxito en el período de entreguerras, pero ya era demasiado tarde, y las naciones occidentales no fueron conscientes de ello hasta 1945, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial. La colonización toca a su fin despertando los movimientos de independencia en África y Asia, mientras que Occidente se replantea la pervivencia del sistema liberal y globalizado que, de una u otra forma, había dominado la economía mundial durante casi cien años. Es en ese momento, sobre las ruinas de la posguerra, donde se asienta el pacto capital-trabajo en el que las ideas socialdemócratas serán las dominantes durante las siguientes tres décadas. Ya fuera por convicción política generalizada o para actuar como barrera contra el comunismo de corte soviético, países como Francia, Reino Unido o Alemania Federal invirtieron ingentes cantidades de recursos públicos en un sistema de protección que llevase a la paz entre clases sociales, el Estado del Bienestar, creando los primeros sistemas de sanidad universal, generando acceso a la educación y el subsidio por desempleo, entre otros. Este tipo de políticas, si bien no eran nuevas (Bismarck ya aplicó un sistema de prestaciones sociales para contrarrestar el ascenso del socialismo en Alemania, por ejemplo), se implementaron de forma generalizada una vez Europa se recuperó de los estragos de la guerra, contribuyendo a un descenso generalizado de la desigualdad y un aumento de la esperanza de vida como nunca se había visto.
Gráfico 1.- Índice de Gini para una selección de países, 1948-2014.
Fuente: Our World in Data, con los datos de Atkinson, Hasell, Morelli, and Roser (2017).
Gráfico 2.- Tipo marginal máximo en selección de países, 1900-2017

Los gráficos anteriores muestran una clara sintonía entre ambas figuras, en las que el descenso generalizado de la desigualdad según el índice de Gini coincide con un momento en el que el tipo marginal máximo se eleva hasta sus niveles históricos más altos. Si bien, como ya sabemos, correlation-is-not-causality, no es trivial pensar que el cambio de tendencia durante la posguerra está altamente relacionado con la implementación de un sistema fiscal progresivo, la universalización de la salud y la educación, y la aplicación de una serie de medidas sociales que preservarán la estabilidad social durante alrededor de 30 años.
Además, uno de los mayores legados del consenso de la posguerra será el desarrollo e implementación de la Política Industrial moderna, que se utilizará para defender los intereses económicos de la nación y que implica un rol activo del Estado en la economía. Como el mundo no es estático, esto vuelve a cambiar a partir de 1979 (Segunda Crisis del Petróleo, llegada de Reagan y Thatcher), tornando a una nueva globalización que dura hasta nuestros días y que llevó consigo un programa de liberalizaciones en Occidente, acentuadas por la caída del bloque soviético en 1991. Esto supuso la privatización de sectores clave y ligó la supervivencia del sistema a la dependencia del exterior. Se habló del fin de la historia, de la no-necesidad de promover la influencia del Estado en la economía y por tanto de fiar a la globalización el progreso nacional.
Sin embargo, algo se rompió en 2008. Este año supuso el comienzo de un cambio de paradigma que muchos no supieron ver. En resumen: El estallido de la crisis global en dicho año dio lugar a una depresión económica que perjudicó enormemente a los sectores con menores rentas, y cuya débil recuperación se vio truncada por la aparición del coronavirus a principios de 2020. A la par, el equilibrio surgido del contexto post-1991 se ha difuminado, dando lugar a un mundo multipolar cuyo centro mundial del comercio ha virado hacia el sudeste asiático, y en el cual la anteriormente indiscutible hegemonía económica estadounidense ya no lo es tanto. Por último, la situación geopolítica global se ha deteriorado y ha generado fracturas difíciles de subsanar, como las fricciones entre EE. UU. y China, la difícil convivencia entre los distintos países de la UE (lastrando su proceso de integración total) o el conflicto de Ucrania, que se ha tornado en el colofón a esta escalada. Y es que, desde 2008, la población occidental ha asistido a una convergencia de factores que ha minado la estabilidad de la que gozaba su orden liberal: una débil (y lenta) recuperación económica, pérdida progresiva de poder adquisitivo causada por un estancamiento de los salarios y elevadas tasas de inflación, aumento de la desigualdad económica y descrédito del sistema político.
Economistas como Dani Rodrik ,
Ferrannini o
Green (entre otros) abogan por una vuelta de tuerca que pasaría por la creación de un sistema impositivo más eficiente y justo (con una intención claramente redistributiva) y la recuperación de la Política Industrial como arma que asegure el crecimiento económico en el largo plazo. Algunos pueden temer que esto sirva para sostener artificialmente sectores y empresas no-productivas, o que la intervención del Estado genere abusos e ineficiencias en la asignación de recursos.
Sin embargo, no se trata de volver al carbón o al mantenimiento de viejas estructuras, sino de utilizar las enseñanzas que nos da la historia para transformar por completo nuestro sistema económico. Si algo nos ha enseñado el conflicto en Ucrania es que el efecto de un conflicto puede escalar rápidamente y contagiarse a nivel global, a pesar de que las batallas se libren a miles de kilómetros. Por supuesto, este texto no pretende banalizar el sufrimiento de tantos miles de civiles inocentes, sino remarcar la necesidad de crear una estructura económica para Occidente que sea sólida, sostenible y justa, con un rol activo del Estado que promueva la independencia energética y a la vez garantice la competitividad de su entramado industrial a nivel global. Las nacionalizaciones llevadas a cabo durante este año por parte de los gobiernos francés y alemán (EDF y UNIPER) van en esa dirección, así como la búsqueda de un consenso a nivel comunitario acerca del futuro energético de la Unión. Sin embargo, hace falta más valentía y lanzarse a buscar una estrategia que lleve consigo la reducción efectiva de la desigualdad económica que genera el sistema, o si no acabarán perdiendo los de siempre, como siempre.