Elon Musk, al comprar Twitter, se ha hecho formalmente con una empresa que presta servicios digitales. Materialmente, sin embargo, ha adquirido un foro público. Twitter no es un medio de comunicación clásico, como un periódico o una emisora de televisión, ni tampoco es un mero prestador de servicios en red. El papel jugado por este canal de comunicación es análogo, en realidad, al de aquellos espacios por su naturaleza destinados a que los ciudadanos puedan manifestar sus ideas y a que, a través de ellos, se construya la opinión pública.
La diferencia aquí es que, si dichos lugares han sido históricamente de dominio público, como las calles o las plazas, en el caso de Twitter el foro público es de titularidad privada. Además, si los foros públicos han podido ser acotados material y territorialmente, en Twitter nos encontramos ante un foro público virtual y al mismo tiempo transnacional. Twitter, como Meta o Google, constituyen así ejemplos inéditos de monopolios globales, determinantes, además, para el buen funcionamiento de las democracias. El interrogante jurídico que aquí se impone es el de hasta qué punto la regulación del discurso que se haga en estos foros es una competencia discrecional de sus titulares o si bien, en tanto foros públicos, los Estados pueden imponer principios de
derecho público, destinados a la
protección de las libertades y a la
garantía del pluralismo y la
racionalidad democrática.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Elon Musk, el adquiriente de la compañía, ha afirmado que el funcionamiento de Twitter responderá a una concepción
absolutista de la libertad de expresión. Preguntarse por qué significa en abstracto dicha
concepción absolutista es estéril ya que, se entiende, lo que va a regir la regulación de este foro es lo que el propio Musk entienda como tal. La verdadera cuestión exige mejor concreción. Así,
lo que hemos de preguntarnos es si el derecho tiene algo que decir en el caso de que Musk considerase, por ejemplo, que un verdadero régimen de libertad de expresión no tiene que perseguir campañas de desinformación en periodo electoral, o que debe mantener la vigencia de un perfil desde el que se favorece el asalto de una institución democrática. Todo esto suponiendo que el propietario de Twitter no cambie de comprensión acerca de la libertad de expresión y transite, como empresario, hacia una idea menos neutra, desde la que decida privilegiar la difusión de ciertas ideas a través de su foro y orillar discursos que, estando protegidos por el ordenamiento, él los considere contrarios a sus intereses.
Como es lógico, la respuesta a estas preguntas ha de darse desde un concreto ordenamiento. Así, si tomamos en consideración el marco jurídico norteamericano, la realidad es que, pese a que su Corte Suprema ha considerado internet un
vasto foro democrático, en la práctica, la legislación, y la propia interpretación judicial de la Primera Enmienda, ampara a las grandes corporaciones de internet para decidir discrecionalmente qué discursos quieren permitir en su foro y cuáles censurar.
El imperialismo de la libertad de expresión de Musk encontrará así pocos límites jurídicos en el ordenamiento donde esta radicada la sede principal de su nueva empresa.
La cuestión es objeto de una aproximación muy diferente en otro de los principales mercados de Twitter, la Unión Europea.
A las pocas horas de la adquisición de esta corporación por Musk, el comisario de mercado interior, Thierry Breton, advertía que Twitter habrá de someterse al derecho de la Unión, y lo que diferencia al derecho europeo en este ámbito no es sólo una cultura distinta de la eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, sino también un estimable realismo a la hora de valorar lo que una realidad empresarial significa,
dada su posición de monopolio en el mercado y la propia vinculación con el interés general de los servicios que presta. A este respecto, sobre la base previa de una serie de decisiones estatales, especialmente de tribunales alemanes que han exigido a las redes sociales adecuar sus políticas de control de contenidos a las exigencias constitucionales, y también de la propia jurisprudencia del Tribunal de Justicia, que ha impuesto obligaciones a las grandes corporaciones digitales respecto a la garantía de los derechos fundamentales de los usuarios, las instituciones europeas han aprobado recientemente la
Digital Service Act, un Reglamento que establece, de forma singular para las grandes compañías digitales, un régimen jurídico que delimita su autonomía, imponiendo, entre otras cosas, transparencia respecto a los procedimientos de eliminación de contenidos, un sistema de recursos para los usuarios afectados por las decisiones de la compañía, y políticas internas de control frente a ciertos riesgos democráticos. A lo que habría que sumar el reconocimiento de una importante capacidad sancionatoria tanto a favor de los Estados como de la propia UE.
En definitiva, las grandes compañías digitales en el ámbito de la Unión Europa ya no son irresponsables por lo que a través de ellas se difunda ni tampoco por lo que decidan censurar. Pese a que son empresas, su posición hegemónica en el mercado y su vinculación, como foros públicos, a la satisfacción de ámbitos propios del interés general, como el normal desarrollo de los procesos democráticos, hacen que en el derecho europeo estas corporaciones se vean, progresivamente, reguladas a través de principios de derecho público y también que, en ciertos ámbitos, tengan que asumir la función de entes vicariales de los Estados, cooperando con ellos al logro de ciertos intereses generales.
A este respecto la concepción
imperial -y personal- de libertad de expresión que Elon Musk promete,
en Europa tendrá que ser sustituida por una concepción constitucionalizada de la libertad de expresión. Esto no implica que no se vayan a dar discusiones y polémicas judiciales sobre la correcta apreciación de los límites. Pero, en último término, lo relevante es que no será el mero criterio privado de un empresario el que las dirima. Y es que no deja de ser lógico que las democracias velen porque sus foros públicos no queden al arbitrio de poderes salvajes.