No es frecuente en Bruselas que la Comisión Europea intervenga en debates en los que la complejidad técnica del asunto se vea opacada por su trascendencia política. De hecho, en la burbuja comunitaria suele decirse con sorna que,
cuanto más técnico y relevante es un asunto, menos controversia genera. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió el pasado 9 de noviembre, cuando la Comisión Europea presentó (tras varios retrasos) una propuesta legislativa para la reforma de las normas fiscales.
Desde su introducción con el tratado de Maastricht en 1992, estas normas, originalmente concebidas como los criterios que los Estados miembros debían cumplir para ingresar en el Euro,
han sido criticadas por su rigidez y la tendencia procíclica que fomentaban en la política fiscal, es decir, altos niveles de gasto en épocas de crecimiento (cuando hace menos falta) y recortes en tiempos de crisis. Fue de hecho durante la crisis financiera cuando estas normas adquirieron una relevancia insólita, hasta el punto de llegar ser consideradas la piedra angular sobre la que se asentaron las políticas de austeridad.
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Posteriormente, las normas fueron suspendidas temporalmente al inicio de la pandemia para garantizar margen de maniobra a los Estados miembros al tener que realizar grandes desembolsos para capear el descenso en la actividad económica provocado por los confinamientos.
Se reavivó entonces el debate sobre la necesidad de reformar un marco normativo que se había vuelto demasiado opaco, repleto de excepciones y que descansaba sobre una gran cantidad de indicadores que hacían de su aplicación algo demasiado complejo. Sin embargo, las prioridades de los distintos Estados miembros varían sustancialmente, y parece difícil que puedan ponerse de acuerdo. En este contexto, las propuestas contenidas en el documento publicado por la Comisión son a nuestro juicio una buena base desde la que empezar a trabajar.
La reforma que la Comisión parece tener en mente (no olvidemos que la propuesta legislativa se adoptará a principios de 2023,
esto es solo una comunicación) se asienta sobre tres patas:
una revisión del marco fiscal para introducir mayor flexibilidad y un enfoque centrado en el medio plazo,
la creación de una herramienta que promueva inversiones y reformas estratégicas, y
la revisión del procedimiento de desequilibrios macroeconómicos.
Los cambios sobre el marco fiscal se centran, sobre todo, en poner un énfasis en la sostenibilidad en el medio plazo y en
dotar a los Estados miembros de una mayor flexibilidad. Es importante destacar, en este sentido, que no se van a modificar los límites del 60% de la deuda pública y del 3% del déficit, sino que
se van a introducir cambios en el cálculo y la implementación de la senda de ajuste para alcanzar dichos objetivos. Así, los objetivos de reducción de deuda pasarán a estar ajustados a la situación de cada Estado y al riesgo que éste presente, toda vez que el análisis de sostenibilidad de la deuda utilizará como referencia un periodo de cuatro años (en vez de uno solo). La Comisión ha querido también
simplificar la forma en la que se calcula el ritmo de ajuste, que pasaría a computarse de acuerdo con un único indicador: el gasto primario neto.
El segundo pilar es
la herramienta para el fomento de las inversiones y las reformas, y que la Comisión concibe como un instrumento que se compenetre con el primer pilar de la propuesta. De esta forma, la ejecución de determinadas reformas o inversiones estratégicas (que contribuyan a objetivos clave de la Unión como la digitalización o la transición ecológica)
se traducirá en una mayor flexibilización de los plazos para que los Estados miembros reduzcan su deuda o déficit hasta cumplir con los límites del 60% o del 3%.
Por último,
la revisión del procedimiento de desequilibrios macroeconómicos tendrá como objetivos principales la mejora de la implementación de las medidas que se recomienden a los Estados miembros (pasando de centrarse únicamente en los indicadores macroeconómicos a poner el foco en las tendencias) y el fortalecimiento del diálogo entre la Comisión y los Estados miembros cuando se aprecie que exista un desequilibrio de este tipo.
¿Qué lectura puede hacerse de esta propuesta? A nuestro juicio, el establecimiento del nuevo marco esbozado por la Comisión supondría tres mejoras claras con respecto al sistema que opera actualmente, pero arroja también algunas dudas que deben ser resueltas.
Primero,
se hace énfasis en el medio plazo y en llevar a cabo un análisis más personalizado de las circunstancias de cada Estado miembro. La sostanibilidad de la deuda se calculará con la mirada puesta en el medio plazo, las sendas de reducción de la deuda podrán ajustarse más eficazmente a la coyuntura económica y evitar la temida prociclicalidad. De igual forma,
serán los Estados quienes tomen la iniciativa de elaborar un plan de consolidación que será después consensuado con la Comisión. Esta conversación con Bruselas tendrá en cuenta las circunstancias particulares del país, su desempeño en otros indicadores y su perfil de gasto público, un enfoque que permitiría reducir las tendencias procíclicas evidentes en las últimas dos décadas y corregir parcialmente esta debilidad en las normas iniciales. Es además un cambio muy lógico:
la sostenibilidad de la deuda no depende sólo de un grupo de indicadores, por lo corregirla de manera eficiente requiere un análisis global.
Segundo, la propuesta plantea una cierta flexibilidad en lo que respecta a
la inversión pública, especialmente cuando fomenta objetivos europeos. Numerosos estudios académicos demuestran que, en periodos de consolidación fiscal, es decir, de reducción de gasto,
la inversión pública (I+D, infraestructuras, etc.)
sufre desproporcionadamente en comparación con otros tipos de gasto público, como las pensiones. Esto supone un problema de productividad y crecimiento a medio plazo, especialmente cuando hablamos de inversión en tecnología e infraestructura verde. La propuesta de la Comisión abre la puerta a limitar el alcance de este problema, y eso es una buena noticia.
Finalmente, la propuesta concibe
un dialogo más detallado y complejo entre Bruselas y las capitales nacionales, que permitiría un nivel notablemente mayor de coordinación de la política fiscal entre estados europeos. Se hace además énfasis en el efecto que tendrán las medidas adoptadas a nivel nacional sobre la Eurozona en su conjunto.
La fragmentación de la política fiscal es una de las grandes imperfecciones de la comunidad monetaria, por eso es muy positivo que esta nueva propuesta abra la puerta a una mayor centralización y coordinación del gasto público que aportaría numerosos beneficios a toda la zona euro.
Sin embargo, la propuesta esbozada por la Comisión también arroja dudas en lo que respecta a la flexibilización de las sendas de ajuste, y son numerosas las voces que han alertado de que puede conducir a una relajación excesiva. De igual forma, no queda claro hasta qué punto bajo el nuevo sistema van a existir incentivos suficientes para que los Estados miembros reduzcan su deuda de forma significativa. Por otra parte, aunque la apuesta por mantener el rigor con el cumplimiento del objetivo de déficit y abrir al mismo tiempo la mano con la deuda pública pueda tener sentido (el déficit excesivo es
a priori un elemento más preocupante),
no deben obviarse el riesgo que conlleva mantener unos niveles de deuda especialmente altos.
Habrá que esperar a la propuesta final para conocer hasta qué punto la Comisión ha decidido relajar la aplicación de sus propias normas de ajuste, en un aparente órdago a su línea política anterior y las posiciones de los Estados frugales, pero lo cierto es que esta primera propuesta realiza aportaciones muy interesantes, y propone un nuevo marco que enmienda algunos errores previos y pone el foco en los retos futuros de la Unión. La Comisión ha movido ficha, y
son ahora los Estados quienes deben situarse en el tablero.