'Recientemente todos hemos advertido otro peligro. (...) Es la perspectiva de un daño irreparable a la atmósfera, a los océanos, al planeta mismo. Por supuesto que el clima de la tierra y el medio ambiente ha sufrido cambios importantes en siglos pasados, cuando la población mundial era solo una fracción de lo que es hoy. Hemos podido observarlos y en cierto modo predecirlos. Pero no hemos tenido el poder para prevenirlos o controlarlos. Pero lo que estamos haciendo al mundo, degradando los suelos, contaminando las aguas e incrementando los gases de efecto invernadero en el aire a un ritmo sin precedentes, es toda una nueva experiencia para el mundo. Son la humanidad y sus actividades las que están cambiando el medio ambiente de nuestro planeta de una forma dañina y peligrosa.'
Las palabras anteriores forman parte de un discurso pronunciado en la
Asamblea de Naciones Unidas en 1989. Muchos se sorprenderán al descubrir que su autora no es otra que
Margaret Thatcher, por entonces primera ministra del Reino Unido. Vistas desde el presente, resulta llamativa su lucidez
para anticipar un problema entonces emergente en el debate público. También el hecho de que quien hiciera la señal de advertencia fuese, precisamente, una de las figuras políticas de referencia del liberalismo conservador.
Pero sus palabras también deberían
despertar nuestra preocupación. El impacto de la actividad humana sobre el clima
resultaba ya evidente en 1989, al menos para quienes no se negaban a verlo. Dos años antes se había aprobado el
Protocolo de Montreal para poner freno a los gases fluorados que estaban dañando la capa de ozono atmosférica, uno de los mayores hitos de la cooperación internacional.
La posibilidad de alcanzar grandes acuerdos multilaterales de alcance global se demostró real.
Treinta y tres años después son muchos los avances que se han producido con motivo de la organización de las sucesivas
Conferencias de las Partes del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (más conocidas como
COP), entre los que destacan la aprobación del
Protocolo de Kioto en 1997 al
Acuerdo de París en 2015. La última de ellas ha sido la
COP27 en Sharm El Sheikh, Egipto, celebrada la semana pasada.
Las perspectivas en torno a esta última cita mundial del clima eran reducidas.
La COP26 ya dejó una sensación agridulce: se reconoció la
emergencia climática y por primera vez se manifestó la necesidad de reducir los combustibles fósiles, pero a la hora de la verdad esta declaración sólo se concretó en un
compromiso de disminuir el uso del carbón como fuente de energía y de eliminar los incentivos ineficientes a estos combustibles. Además, aunque en la COP26 todos los países se comprometieron a acudir a la siguiente con sus planes climáticos actualizados,
solo veinticuatro han cumplido ese compromiso.
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Pero pese a las bajas expectativas, ha habido acuerdos reseñables. El principal se refiere a la
aprobación de un fondo para compensar las pérdidas y daños causados por las consecuencias del cambio climático y que afectan de manera desproporcionada a los países en vías de desarrollo. Ahora bien, más allá del compromiso,
quedan muchos aspectos pendientes de definir, como quiénes deberán contribuir a ese fondo y cómo, qué países podrán beneficiarse del mismo, qué fenómenos extremos entrarán dentro de su cobertura o qué daños exactamente será los que serán resarcidos con cargo al fondo, entre otras cuestiones. Puede parecer insuficiente, pero la realidad es que muy pocos esperaban que este fondo, una reivindicación histórica de los países en vías de desarrollo, viese finalmente la luz a pesar de las resistencias de las economías avanzadas.
Asimismo, la cumbre ha llamado la atención sobre la
necesidad de poner freno al greenwashing o 'lavado de cara verde' de compañías que tratan de mejorar su reputación pretendiendo venderse como más sostenibles. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, presentó una
guía elaborada por un grupo de expertos que marca una serie de pautas para acabar con este tipo de prácticas. La guía establece que empresas con compromisos de net-zero no pueden desarrollar ni explotar nuevas minas de carbón ni yacimientos de petróleo y gas natural, ni ampliar las existentes. Además, deben abandonar de manera terminante el uso del carbón para 2030, en el caso de los países de la OCDE, y para 2040 en los restantes casos. En cuanto al petróleo y gas natural,
las compañías deben fijar una fecha para poner fin a su uso y sustituirlos por energías renovables.
La cumbre deja igualmente una puerta abierta al optimismo con el
compromiso renovado en la lucha climática por parte del presidente estadounidense Joe Biden y con el
anuncio de la Unión Europea de un incremento en la ambición de sus objetivos para 2030. Si antes se esperaba reducir el nivel de emisiones un 55% respecto a las de 1990 para esa fecha, ahora la Comisión Europea estima que las últimas medidas impulsadas
permitirán alcanzar una disminución de al menos un 57%.
Aun así, son
muchos los asuntos que han quedado pendientes, algo que desde determinados sectores se considera inaceptable dada la evidencia científica disponible más reciente, que apunta a que ya hemos superado el punto de no retorno para contener el aumento de temperatura en 1,5 ºC. La Unión Europea esperaba una
declaración de que el pico de emisiones debería alcanzarse en 2025 que al final no ha tenido lugar.
Tampoco se ha avanzado en la concreción del compromiso de reducir el consumo de combustibles fósiles más allá de lo acordado en la anterior conferencia.
Esta falta de correspondencia entre la magnitud de la amenaza y la del compromiso para hacerle frente es una de las principales razones por la que resulta
comprensible que se planteen críticas a estas conferencias tanto desde el ecologismo militante como desde la población en general, cada vez más concienciada. La realidad es que
hoy en día la firma de protocolos, compromisos y acuerdos aún no ha conseguido situar al mundo en una senda compatible con la estabilidad climática.
Seguimos quemando combustibles fósiles y l
a temperatura global sigue aumentando. Ya estamos en 1,2 ºC por encima de niveles preindustriales y las previsiones de la ONU indican que vamos encaminados a un aumento del 2,6 ºC para finales de siglo, con
consecuencias desastrosas para gran parte de la población mundial. En un contexto en el que
aumentan las voces para dejar atrás el objetivo de 1,5 ºC (lo que casi acaba con el abandono de la delegación europea de la COP27). Hay que recordar que
cada grado cuenta y que es necesario alcanzar la neutralidad climática cuanto antes para evitar que la temperatura siga aumentando.
Ante la dificultad para conseguir acuerdos ambiciosos, cabe preguntarse
¿son las COP un instrumento válido? Si bien es cierto que la temperatura y las emisiones se reducen con acciones y no con meras palabras y compromisos que muchas veces quedan en papel mojado,
no se puede negar que en este tiempo se han producido avances que no son menores ni meramente formales. Estas conferencias
han alcanzado una notoriedad equiparable al de cualquier cima de alto nivel internacional como Davos o las reuniones del G7 y G20. La población en todo el mundo sigue sus resultados con interés y
los activistas reclaman a los líderes políticos la mayor ambición posible, incluso desde dentro de la propia cumbre.
Este interés se está viendo también reforzado por la visibilidad de las consecuencias del cambio climático.
Cada vez más personas son conscientes de que no hablamos de una amenaza a la que nos enfrentaremos en el futuro, sino que ya sufrimos hoy, que empeora nuestra salud, hace más peligrosos y probables los desastres naturales y los incendios forestales. En definitiva, que
hace del planeta un lugar menos habitable para nosotros y para las generaciones venideras. Algunos datos resultan ilustrativos de esta toma de conciencia. Según el informe La sociedad española ante el cambio climático. Percepción y comportamientos de la población (2021), el 93,5% de la población española considera que el cambio climático es una problemática real, mientras que
el 73,3% también piensa que no se le está dando la importancia que necesita a dicha amenaza global.
Precisamente la
naturaleza global tanto de la amenaza a la que nos enfrentamos como de sus soluciones hace de estas cumbres y del ecosistema de cooperación internacional de lucha contra el cambio climático
la única salida posible para detener el aumento de la temperatura en el planeta. Y cuanto más tangibles y dañinos sean los impactos causados por la inestabilidad climática, más necesario será impulsar estos foros de coordinación multilateral y cumplir los objetivos acordados. Estos espacios también son una
garantía del principio de equidad, ya que es en ellos donde los países afectados podrán reclamar más ambición a las demás tanto en mitigación como en financiación. Y
que existan estos foros es la manera de que los más afectados puedan ser escuchados.
Ahora bien, la validez de este sistema multilateral parte del acuerdo
en que la cooperación y la voluntariedad son elementos que, aunque pueden no ser los que permiten una actuación más rápida para una situación de emergencia,
son precisamente los que dotan de fortaleza a esta arquitectura. Es en la aparente vulnerabilidad de este sistema, su carácter voluntario y de soluciones compartidas y acordadas, donde
reside su resiliencia.
En cualquier caso, la celebración de estas cumbres no puede sustituir a la
acción de la sociedad civil organizada. Porque si algo está claro es que si pretendemos dar una respuesta ante un reto existencial como el cambio climático, será necesario el concurso no sólo de los estados e instituciones públicas,
sino también de las empresas, las entidades sociales y los propios ciudadanos. La
transición ecológica que debemos promover como sociedad implica transformaciones profundas que abarcan a todos los sectores, actividades y grupos de población y que sólo será posible acometer desde una lógica de
alineación de prioridades, definición de
objetivos compartidos, establecimiento de
alianzas que complementen fortalezas y de
colaboración en el impulso de proyectos conjuntos. La
incidencia pública, como vía para trasladar la visión y prioridades diversas de todos los actores implicados, tendrá asimismo un papel fundamental. Solo así se podrán alcanzar s
oluciones efectivas, duraderas y, no menos importante, con la
legitimidad social que resulta obligada en toda sociedad democrática o que aspira a serlo.