La reforma fiscal ha sido, desde la firma del Tratado de Maastricht en 1992, la gran marginada de los despachos de Bruselas: Las grandes diferencias con respecto al proyecto europeo entre los grandes bloques y la inestabilidad macroeconómica que ha seguido al periodo post-2008 (Covid-19 y guerra en Ucrania inclusive) postergaron el debate sobre la capacidad de endeudamiento de los estados europeos, la progresividad y el potencial dinamismo del Estado en la actividad económica de la Unión.
La reestructuración fiscal parecía destinada a quedar de por vida guardada en un cajón.
Sin embargo, recientemente hemos recibido la noticia de que
la Comisión Europea ha desarrollado una especie de acuerdo de mínimos para, de una vez por todas,
abordar el complejo proceso de integración fiscal en el seno de la UE.
Los puntos propuestos, si bien no suponen una revolución (
la regla del 3% permanece, así como el estándar de una deuda menor al 60% del PIB de cada nación), indican que existe la voluntad de cambiar una legislación que, si bien a priori pretendía
desarrollar un cuerpo regulatorio común fomentando la disciplina presupuestaria de los Estados miembros, después de 2008 ha resultado arbitraria y poco efectiva, hasta al punto de llevarse por delante a la economía griega por la falta de flexibilidad de la Comisión a la hora de aplicar las '
reglas del juego'. Además, parece ser que existe la posibilidad de adaptar el techo de gasto y la capacidad de endeudamiento a la realidad económica de cada país, lo que ayudaría a reducir la disparidad entre Estados en el largo plazo, y crearía un marco mucho más realista para reducir la deuda nacional.
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Lo cierto es que la posibilidad de desarrollar una unión fiscal completa ha sido objeto de estudio académico y técnico desde hace ya muchos años, debido a su potencial efecto armonizador en términos macroeconómicos. Por un lado,
resolvería la paradoja de la Eurozona, donde existe una política monetaria centralizada en el BCE y a su vez múltiples políticas fiscales nacionales que, en ocasiones, confrontan con los intereses comunitarios. Por otro,
dotaría a la UE de mecanismos efectivos de control presupuestario y de herramientas adicionales en tiempos de crisis. En junio de 2021,
la encuesta de CfM-CEPR recogió la opinión de numerosos expertos en política fiscal, de los cuales la inmensa mayoría se posicionó a favor de algún tipo de reforma fiscal en la Unión Europea, como se puede observar en la
Figura 1:
Figura 1: Resultado de la encuesta CfM-CEPR, acerca de las características de una eventual reforma fiscal en la Unión Europea.
Fuente: Ilzetzki, E. (2021). Fiscal Rules in the European Monetary Union. VoxEU, June, 10.
Opción 1: Renacionalización de la política fiscal, aumentando la autonomía de los Estados.
Opción 2: Simplificación de las normas fiscales, dotándolas de mayor flexibilidad.
Opción 3: Posibilidad de políticas contracíclicas, ajustadas a la realidad de cada país.
Opción 4: Unión fiscal, con el objetivo de una mejor (y mayor) protección mutua.
Opción 5: Sin cambios pero con reglas más estrictas y mejores instrumentos de supervisión.
Que la opción mayoritaria sea la reforma no es algo casual, ya que uno de los puntos débiles del
Pacto de Estabilidad que salió de Maastricht es la ausencia de una alternativa cuando se produce un shock macroeconómico prolongado. Desde un punto de vista histórico, esto coincide con un
momentum en el que
las posiciones más expansionistas acerca del uso de la política fiscal habían caído en descrédito por diversos motivos: Caída del bloque soviético y desaparición de la presión del socialismo a la hora de desarrollar políticas a largo plazo; el cambio de ciclo iniciado a partir de las crisis del petróleo de los años 70, que llevó a una reestructuración de la industria occidental y a un retroceso de la presencia del Estado en la economía; y, por último, la habilidad de Alemania y su bloque -
a los que posteriormente se conocerá como los 'frugales'- a la hora de imponer sus tesis durante las negociaciones del Tratado de Maastricht.
El país germano ha mostrado siempre reticencias hacia políticas que pudieran potencialmente desembocar en inflación y déficits presupuestarios prolongados, lo que se explica parcialmente por el trauma generado por aquella hiperinflación de 1923 y la tradición
Ordoliberal de la escuela de Friburgo, que defenderá hasta las últimas consecuencias la necesidad de unas cuentas nacionales ordenadas y un respeto estricto a las reglas del juego establecidas de inicio.
Para Alemania y los suyos, cada país es responsable de sus acciones, por tanto, abrir la puerta a rescates económicos desincentivaría el control del déficit, y así lo hicieron plasmar en Maastricht a través de la serie de rígidas normas presupuestarias ya mencionadas (que después de 2008 cada vez menos Estados respetarían). En el otro lado tendríamos a Francia, heredera directa de aquel
Gaullismo que abogará por un rol activo del Estado en la economía, la planificación a la hora de asignar los recursos de forma eficiente en el largo plazo, y la aplicación de políticas expansivas que ayuden a suavizar los ciclos negativos. El dirigismo ha dejado tal huella en el país que incluso hoy en día
la mayoría de los partidos políticos tanto de izquierda como de derecha intentan identificarse con ese legado. En los últimos años, esta postura ha sido defendida en mayor o menor medida por España, Italia, o Portugal, entre otros, con la esperanza de acordar una regulación más adecuada a los tiempos, más flexible y sobre todo que tenga en cuenta las capacidades industriales, comerciales y de endeudamiento de cada país.
No es exagerado afirmar que Europa se encuentra en una encrucijada que definirá su futuro en el largo plazo, e incluso su supervivencia como entidad. El año 2008 nos enseñó una lección muy valiosa, y es que la heterogeneidad de la Unión en términos económicos y políticos no puede ser desdeñada, o corre el riesgo de que aumente el desafecto (ya de por sí alto) hacia la institución. Y es que, una reforma fiscal ambiciosa podría ayudar a solucionar los amplios desequilibrios existentes entre regiones, reducir las diferencias en términos de renta per cápita y producción industrial, y ayudar a proyectar una imagen de bloque cohesionado. No obstante, la reforma fiscal tendrá poco alcance si ésta no viene acompañada de cambios que profundicen en la democratización de la UE, a la que se la ve como un ente lejano, inaccesible y hermético, que decide en nombre de la ciudadanía sin contar con ella. La creciente desigualdad en algunos territorios es otra de las tareas a resolver, siendo quizá uno de los factores que pueden provocar a la larga una mayor inestabilidad social, y a los que una eventual reforma fiscal debería prestar especial atención poniendo énfasis en la progresividad. Es, por tanto, un momento clave para la UE, y de la capacidad y altura de miras de sus gobernantes depende en gran parte la posibilidad de que ésta sobreviva o se vuelva a una Europa de Estados-nación, ya que es extremadamente improbable que la situación permanezca estática por mucho tiempo sin que salten las costuras por completo.