Es imposible ignorar el momento de cambio en la perspectiva económica mundial. Ya en la pandemia del COVID-19
se nacionalizó el pago de salarios y otras coberturas,
se planificó la producción de bienes esenciales, y
se aprobaron paquetes de estímulo para relanzar la actividad. Tras la invasión de Ucrania por Rusia y la interrupción del suministro energético, los países europeos han tomado también
medidas sin precedentes para controlar precios. Con menos éxito, pero con impacto discursivo, se han reactivado debates sobre fiscalidad justa en torno a beneficios extraordinarios, la relajación de patentes de vacunas y otros intangibles, y la condonación de deudas de países en vías de desarrollo.
El músculo público brilla especialmente en estos momentos de incertidumbre. Por mucho que lo desprecien en tiempos de bonanza,
es raro que los grandes grupos empresariales rechacen su apoyo en momentos de apuro. Y no hablamos solo de la provisión universal de infraestructuras como la salud o educación, tan esenciales para que las empresas cuenten con sólido capital humano.
En realidad, la capacidad estatal también es compañera esencial de la prosperidad al largo plazo. Pero, para que sea eficiente, es vital articularla en torno a las necesidades empresariales, sociales y, por supuesto, medioambientales de una economía.
Lo que conocemos como
política industrial sirve para resumir el conjunto de medidas, instituciones y coordinaciones público-privadas que atañen a la especialización productiva de un país o una región. Es decir, los mecanismos que responden a las preguntas: '¿qué producimos?', '¿en qué trabajamos?', '¿en qué invertimos?'
En nuestros mercados hay más planificación que la que se ve, y nuestros Estados son también palancas silenciosas de la innovación privada. Allá donde ambas patas están engrasadas, vemos la mejor expresión de la técnica al servicio del progreso: la llegada de la humanidad a la Luna, las tecnologías que dieron lugar a Internet, o la producción a escala de paneles solares.
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En el período conocido como Consenso de Washington o neoliberalismo, relacionar la iniciativa pública con la innovación suponía la marginación académica y política.
Eppure si muove: los países más dinámicos siguieron articulando mercados mediante política industrial, especialmente en
Asia Oriental. También en Europa, aunque el discurso oficial fuese en la dirección contraria. Así, mucho se habló en nuestro país durante la pasada crisis de mochilas austríacas y altos costes laborales. Mucho menos de la banca pública alemana, KfW, y de su agencia de desarrollo industrial, Fraunhofer.
Que la inversión pública masiva es imprescindible para atajar la crisis energética, el cambio climático y otros desafíos socioeconómicos no es hoy controvertido. Donde existe un amplio debate es en los mecanismos de transición. De ahí que las iniciativas federales de la administración Biden sean tan significativas, pese a las controversias despertadas en sus socios europeos.
El Plan de Rescate, la
Ley de Reducción de Inflación, la
Ley CHIPS, la
Ley de Ciencia, y el
Programa Bipartito de Infraestructuras combinan miles de millones de dólares en inversión para reforzar músculo productivo público. Para su aprobación, el complejo industrial-militar y sus intereses han jugado un papel vital. Hay pocas voces que pregunten de dónde viene el dinero cuando de lo que se trata es financiar armamento en tiempos de conflicto geopolítico.
Hoy, es el miedo a la supremacía China en sectores como los microchips la que empuja a la repatriación de cadenas de suministro en suelo estadounidense. Recordemos, por otro lado, que destacadas industrias civiles han florecido en torno a las tecnologías desarrolladas por primera vez para el uso militar, como el GPS. Sea por motivos de seguridad nacional, o por aumento de costes en cadenas productivas globalizadas, cada vez más países están interesados en esta visión de la soberanía industrial.
Pero existe otro giro claro, mucho más innovador, en torno a la estrategia de transición climática. Aunque no es ni mucho menos el
Green New Deal esperado por muchos, la financiación diversificada de la
Inflation Reduction Act en forma de banca pública, becas de investigación y créditos fiscales es un rechazo a décadas de consenso ortodoxo.
Hasta ahora, tanto EE. UU. como la UE han fijado una hoja de ruta climática basada en mecanismos de mercado, como el intercambio de certificaciones de emisiones. Bajo este sesgo mercantil, la internalización progresiva de externalidades medioambientales en precios traería gradualmente una economía verde, haciendo innecesaria e incluso ineficiente la intervención pública.
Lo que implícitamente reconoce el giro económico en occidente es que
será imposible evitar un desastre global sin esa 'distorsión' de mercado. No es que ese mercado libre de distorsiones donde podemos confiar en el ajuste automático de precios sea ineficiente o injusto. Es, simplemente, una utopía. Por ejemplo, cuando los bancos centrales compran deuda para frenar una espiral deflacionaria, están también facilitando la actividad de empresas emisoras de carbono. Y cuando se suben los tipos para reducir la inflación, se contrae la actividad en toda la economía; también, en esos cuellos de botella donde lo que falta precisamente es inversión para reducir costes. Y esto es porque
nuestra economía de mercado está ya y siempre circunscrita por intervenciones públicas con consecuencias distributivas. Claramente, hay un amplio espectro de variedades de capitalismo que arrojan resultados distintos a nivel mundial. En lugar de criticar el estímulo, lo apropiado es animar una competición sana con un plan equivalente a escala europea.
Pese al énfasis en los poderes públicos, lo cierto es que con política industrial
hablamos de redistribuir y no de centralizar decisiones en la economía. Es decir, los horizontes productivos deben conformarse mediante instituciones que canalicen las necesidades de una sociedad y una economía diversa. La innovación requiere compromisos de
capital,
económico,
humano y
político a largo plazo. Foros cuatripartitos (empresa, sindicatos, banca, gobierno), comisiones interministeriales, agencias público-privadas, bancas de desarrollo… Es importante adaptar las experiencias de países líderes para entender cómo nuestro sector científico y productivo pueden traducir necesidades en oportunidades.
En tiempos de emergencia climática, la diferencia puede ser vital.
Como nos cuenta Keun Lee, el investigador coreano, países con
mayores deficiencias económicas y políticas han logrado movilizar su músculo público. Por ejemplo, al igual que hoy sucede con otros componentes industriales, Brasil, India, Corea, y China se enfrentaron en el pasado siglo al alto precio de conmutadores telefónicos importados. Las estatales de telecomunicaciones ayudaron a fabricantes locales a mejorar y finalmente proveer al sector privado, reduciendo costes y generando industrias propias. Más allá del paquete legislativo estadounidense, la política industrial debe conjugar el conocimiento minucioso inter-sectorial con una visión a largo plazo que supla nuestras necesidades productivas.
Finalmente, esta visión ampliada de la capacidad estatal no es nueva. Tras la Segunda Guerra Mundial, gobiernos de todo color político afrontaron desafíos sin precedentes como el
éxodo rural y la
masificación en las ciudades, promoviendo nuevas infraestructuras de
transporte y
vivienda pública. Las asociaciones empresariales, los sindicatos y otros elementos de la sociedad civil jugaron un papel clave en la articulación y comercialización de estas innovaciones. Frente a los desafíos socioeconómicos que se multiplican en el continente,
hoy es imprescindible liderar una nueva mayoría democrática a ambos lados del Atlántico que recupere el músculo público.
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