-
+
GETTY IMAGES

La insoportable levedad de la malversación

Francisco Longo

7 mins - 15 de Enero de 2023, 07:00

El concepto de patrimonio público es consustancial al nacimiento del estado moderno y entronca con la proclamación de la soberanía popular. En el antiguo régimen, el monarca o el señor eran titulares de los bienes adscritos al reino o feudo y los administraban como propios, sin rendir cuentas más que a sí mismos. Las revoluciones liberales implicaron la incorporación de esos bienes al común y su administración por el estado, ya no en nombre de la corona o el señorío, sino en nombre del pueblo. En ese tránsito, la burocracia pública –embrión de la Administración pública contemporánea- se constituye justamente para gestionar el patrimonio colectivo, asumiendo para ello un conjunto de potestades y prerrogativas, pero siempre bajo el imperio de la ley

Esas ideas han viajado en el tiempo y un elenco sustancial de ellas pervive en nuestros días, formando parte del repertorio de principios y valores que los ciudadanos asociamos con el buen gobierno. Uno de esos principios nucleares es que el manejo del patrimonio público se halla estrictamente sometido a la ley: el estado y sus servidores solo pueden dar al dinero público las finalidades expresamente previstas por el legislador. Para robustecer ese mandato, las democracias contemporáneas, sin excepción, han incorporado a sus ordenamientos penales delitos y sanciones derivados de la vulneración de ese principio fundamental. En España, hemos llamado habitualmente malversación al tipo penal en que incurren aquellos que desvían fondos públicos de sus finalidades legales.

[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]

Cuando hablamos de malversación, lo hacemos por lo tanto del reproche penal que merece quien infringe una norma básica, inseparable, como decíamos, de nuestra idea actual de buen gobierno y buena administración. Al servicio de esa norma, además del derecho penal, el derecho administrativo sancionador y los tribunales de justicia, el estado pone numerosos medios. En España, esos medios se despliegan en instrumentos y órganos de control, tanto interno (intervenciones generales) como externo (tribunales de cuentas y organismos autonómicos análogos) cuya función es asegurar el buen uso de los recursos de la hacienda pública. Por otro lado, si existen en nuestro país contenidos comunes a todos los procesos de selección, formación e inducción de funcionarios públicos, estos son la vinculación de las decisiones de gasto al presupuesto y la interdicción de cualquier desvío de las finalidades legalmente previstas para el dinero público. Ni que decir tiene que todos los códigos éticos de la función pública elaborados en los últimos años recogen estos criterios. 

Por todo lo dicho, el que la reciente reforma del Código Penal impulsada desde el Gobierno incluya una rebaja de las penas por malversación induce a preocuparse. Rebajar la pena por un delito supone implícitamente una atenuación del reproche social a la conducta implicada, y hacer esto con el manejo indebido del dinero público, en un país sacudido en los últimos años por notorios episodios de corrupción, suena inquietante. El Gobierno ha querido salir al paso de esa inquietud aduciendo que la corrupción no va a salir beneficiada, ya que la reducción de penas solo afectará a aquellos casos en que no se haya producido un enriquecimiento personal. Pero el limitar la corrupción a la existencia de un ánimo personal de lucro, lejos de tranquilizar, suscita una preocupación aún mayor.

De entrada, la concurrencia de lucro en este tipo de conductas presenta a menudo contornos imprecisos, especialmente cuando hablamos de un lucro indirecto. Por ejemplo: ¿hasta qué punto puede excluirse el afán de lucro cuando la malversación se aplica a prácticas de favoritismo o clientelismo en los que no es evidente el enriquecimiento inmediato del actor, pero de los que puede desprenderse para él un beneficio, a veces incluso diferido en el tiempo? Algunos episodios judiciales bien conocidos sobre el manejo de convenios y subvenciones públicas ilustran sobre este tipo de casos. 



Por otra parte, limitar la corrupción al enriquecimiento personal deja fuera de ella –y, por lo tanto, incluidos en la modalidad favorecida por la reducción de penas- algunos de los episodios más escandalosos de nuestra historia reciente que, como es sabido, han tenido como detonante común la financiación irregular de los partidos políticos. Fue precisamente la condena judicial recaída en uno de esos episodios –hasta ahora considerados como corrupción en el lenguaje político y mediático de nuestro país- la espoleta de la moción parlamentaria de censura que en 2018 condujo nada menos que a la caída de un Gobierno. La posibilidad de que la reforma actual abra paso –en aplicación del principio de retroactividad de la norma penal más favorable- a la reducción de penas a condenados por esos delitos produce en la sociedad española una alarma explicable.

Pero lo peor de distinguir entre una malversación grave (que sería, esta sí, corrupción) y una malversación leve o menos grave, para la que conviene que la sanción penal hasta ahora aplicable se reduzca, es su mensaje implícito. Si aplicáramos al Derecho el concepto empresarial de la cadena de valor (secuencia de actividades a través de las cuales una compañía o proyecto crean valor), el punto final de la cadena de valor de un ordenamiento jurídico no deberíamos situarlo en el derecho positivo –leyes y reglamentos- y en sus efectos inmediatos, sino más allá, en la institucionalización de las normas mediante su interiorización por la conciencia social. Pues bien, es sobre todo en ese proceso, a menudo largo, mediante el cual los ciudadanos nos apropiamos de la norma, la hacemos nuestra y derivamos de ella un sentido de lo que es, y no es, apropiado en nuestras conductas, donde el mensaje de esta reforma impacta de forma más devastadora. 

Tanto la reforma legal como su justificación política vienen a sostener: a) que el uso desviado e ilegal del dinero público se cualifica jurídicamente en función de su finalidad; b) que esa desviación tiene formas no corruptas, es decir, todas aquellas que no producen un enriquecimiento personal inmediato; y c) que estas modalidades merecen beneficiarse de una rebaja de su sanción penal. Esta serie de afirmaciones encadenadas traslada a nuestra sociedad el aviso inequívoco de que hasta ahora habíamos sido demasiado beligerantes en la defensa del patrimonio público. Y ese mensaje es más sonoro y desmoralizador cuando llega a los servidores públicos, en especial a aquellos cuya especialización los conecta más con la protección de la legalidad económica y presupuestaria.

Se ha criticado esta reforma del código penal por entender que tiene destinatarios ad hoc, y también por haberse hecho apresuradamente y a golpe de enmiendas, sin las consultas e informes que hubieran acompañado a la tramitación ordinaria de un proyecto de ley. Se ha escrito que la razón de fondo, tanto del contenido como de la forma de la iniciativa, es la supervivencia de un Gobierno en minoría parlamentaria, y el propio Gobierno la ha conectado explícitamente con la pacificación del clima político en Cataluña. Sin entrar aquí en el análisis de las explicaciones, sí conviene decir que, cualquiera que haya sido el propósito, pagaremos por él un precio muy caro: el debilitamiento, en la conciencia social, de un principio de integridad que caracteriza en las democracias la aspiración cívica –republicana, en el sentido que da a la expresión la filosofía política- a un buen gobierno, y también el deterioro grave de un fundamento central de nuestro servicio público.

¿Qué te ha parecido el artículo?
Participación