Desde hace al menos treinta años y la reforma Balladur de 1993, vivimos en Francia
reformas permanentes de las pensiones, con episodios agudos, en el momento de la discusión de los proyectos y de la votación de los textos, y largos periodos de reflexión sobre la reforma adecuada. Cada uno de estos agudos episodios sigue la misma secuencia:
primero la alerta con el anuncio de futuros déficits, luego la constatación de que es necesaria una reforma para salvar el régimen de reparto, el tesoro que tanto aprecian los franceses. El desafío es entonces inmediato: 'la reforma no es necesaria, el déficit está sobrevalorado', 'son posibles reformas más justas sin medidas edadistas', esto último implica siempre más gravámenes o un déficit creciente que amplifica la deuda pública. Finalmente, ante el obstáculo y de acuerdo con la técnica del salami, se adopta una modesta reforma en ruidosas manifestaciones callejeras.
La reforma actual, como las anteriores, sigue esta secuencia.
Tras las grandes ambiciones abandonadas de la reforma sistémica mediante la invención de un sistema único, más transparente y más justo, hemos vuelto a las soluciones paramétricas clásicas basadas en el
aumento de la edad legal de jubilación y la
ampliación del periodo de cotización para validar una pensión completa, todo ello mezclado con numerosas y fuertes disposiciones sociales como las relativas a la pensión mínima contributiva, las largas carreras profesionales, el trabajo penoso, la invalidez...
La reforma actual ha planteado las mismas
tres cuestiones que las anteriores.
La sostenibilidad financiera del sistema
La primera cuestión se refiere a la
urgencia de una reforma que, al retrasar la edad de jubilación a los 64 años y acelerar la ley Touraine, es decir, la convergencia a
43 años del número de años necesarios para tener una carrera completa, mejorará la situación financiera del sistema en unos
10.000 millones de euros al año entre 2027 y 2035, es decir,
menos del 3% del gasto en pensiones.
El Gobierno tiene dificultades para convencer a los ciudadanos de la necesidad de esta reforma por dos razones. En primer lugar, los numerosos escenarios que ofrecen los informes del
Conseil d'orientation des retraites (COR) permiten que cada cual encuentre uno que se corresponda con sus ideas preconcebidas más o menos militantes sobre la sostenibilidad del sistema.
La gran calidad técnica de los trabajos del CDR va acompañada, sin embargo, de una gran debilidad en lo que se refiere a su priorización.
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Después, las compuertas del gasto público se abrieron completamente durante la crisis sanitaria de Covid y durante el
periodo inflacionista que le siguió y que aún continúa, a costa de un enorme aumento de la
deuda pública.
La sostenibilidad financiera de esta última ha pasado a ser una consideración secundaria, cuando no indecorosa, y algunos llegan incluso a afirmar que la deuda podría anularse sin consecuencia de un simple asiento contable. Muchos ciudadanos consideran incluso más que antes que
el Estado debe proteger su poder adquisitivo 'cueste lo que cueste' mediante el gasto público, el déficit y la deuda,
estos regalos envenenados a las generaciones futuras. La idea de que hay diferentes usos para el gasto público y que otros gastos, por ejemplo en
sanidad o
educación, podrían ser tanto o más prioritarios no se ha tocado en el actual debate sobre las pensiones.
Estas posiciones se encuentran tanto en la extrema derecha como en la izquierda. Pero, una vez más, este último también ha abundado en propuestas para ampliar el sistema,
para hacerlo aún más redistributivo, y para proponer, si hay que encontrar financiación, nuevos impuestos sobre los dividendos, los superbeneficios, en definitiva, sobre el capital, ignorando las consecuencias nefastas de tales opciones sobre el crecimiento y, por tanto, a largo plazo, sobre el poder adquisitivo. Todo ello para hacer creer que sería posible y deseable evitar la desgracia social de una jubilación diferida.
Sin embargo, las hipótesis basadas en los supuestos más realistas, en particular el
crecimiento de la productividad y una
contribución financiera neta del Estado correspondiente únicamente a la financiación de las pensiones de los antiguos funcionarios, conducen a la necesidad de una reforma. Y en este sentido,
el aumento gradual de la edad de jubilación hasta los 64 años es muy tímido. Apenas se corresponde con el aumento de la esperanza de vida, incluso con buena salud, observado desde la reforma Woerth de 2010, que elevó esta edad de 60 a 62 años.
Y deja a Francia en la posición de los más precoces en comparación con otros países, incluidos los países nórdicos y escandinavos considerados en otros debates como los menos desiguales... Pero este tipo de comparación internacional es ampliamente ignorado aquí, percibido como inútil dada la inventiva social francesa:
Francia sería una excepción, una isla que escapa a lo que en otros lugares aparece como una necesidad.
Justicia social
La segunda cuestión se refiere a la injusticia social que supone hacer recaer la carga sobre los futuros pensionistas, sin afectar a los pensionistas actuales, aquellos
boomers que no sólo tienen las rentas y los patrimonios más elevados, sino que
escapan a cualquier esfuerzo para facilitar la financiación de sus propias pensiones. Pero a esta cuestión, muy real, se añade otra ética: ¿cómo retrasar la jubilación de los trabajadores quebrados por su actividad o, más en general, de los empleados de 'segunda línea'? Incluso hay quien menciona la probable consecuencia de esta reforma como muerte prematura: ¡la reforma se convertiría en criminal! Estos comentarios tratan de ignorar las realidades estadísticas y los numerosos estudios sobre el tema, que demuestran la
ausencia de tales efectos en las reformas anteriores y en las reformas aún más ambiciosas emprendidas en otros países.
Sensible a las dimensiones sociales del tema, el gobierno ha multiplicado sin embargo las medidas en favor de las carreras largas o precarias, de los discapacitados, teniendo en cuenta la penuria, los permisos parentales, etc. Al final, en la reforma propuesta,
sólo el 60% de la población activa se jubilará a los 64 años,
beneficiándose el 40% restante de la jubilación anticipada. La pensión mínima contributiva, es decir, la pensión mínima íntegra, se eleva al 85 % del SMIC y se mantiene en 67 años la edad a la que se suprime el descuento...
La preocupación por la justicia social incluye también el cierre de los regímenes especiales cuyas cláusulas exorbitantes y, por tanto, no generalizables, cuestan a la colectividad más de
6.000 millones de euros cada año, cierre acompañado de onerosas cláusulas de derechos adquiridos que excluyen las críticas por incumplimiento de un contrato global firmado con las personas ya empleadas en las empresas en cuestión. Pero en esta dimensión social no se hace nada:
a ojos de muchos, incluidos los de izquierdas, nunca será suficiente. Probablemente habría sido tácticamente preferible añadir estas disposiciones en el momento del debate parlamentario, para facilitar un compromiso. Nunca es buena idea iniciar un debate sobre una posición tan comprometida…
La tasa de empleo de las personas mayores y el poder adquisitivo
La tercera cuestión es
económica. Se espera que dicha reforma conduzca espontáneamente a un
aumento de la tasa de empleo de las personas mayores,
lo que incrementará el PIB potencial y, en consecuencia, la renta nacional y el poder adquisitivo de los hogares. Las reformas anteriores han tenido este efecto: la tasa de empleo de las personas de 55 a 64 años en Francia pasó del
38,3% en 1983 al
41% en 2010, en el momento de la reforma Woerth, y al
55,9% en 2021. Aunque la tasa de empleo de las personas de 55 a 59 años en Francia es ahora comparable a la de otros países europeos, la de las personas de 60 a 64 años sigue siendo baja:
33,1% en 2020,
frente a una media del 46,1% en la zona euro e incluso del 60,7% en Dinamarca y Alemania, el 62,8% en los Países Bajos y el 69,2% en Suecia, ¡países estos últimos que no son espantapájaros en términos de nivel y calidad de vida!
El aumento gradual previsto de la tasa de empleo elevará el PIB potencial en aproximadamente un
1,5% del PIB a largo plazo, lo que aumentará la renta nacional y, en consecuencia, el poder adquisitivo medio de los hogares. Este aumento de la producción y de la renta será a su vez fuente de importantes ingresos fiscales (IVA, IRPF, etc.) que
facilitarán la reducción de la deuda pública y la financiación de otras políticas públicas. Así, en 2027, además de los
8.000 millones de euros de mejora de la situación financiera del sistema de pensiones,
habrá 12.000 millones de euros de otros ingresos, lo que es considerable.
En este sentido, la propuesta de la izquierda y la extrema derecha de devolver la edad de jubilación a los 60 años parece
edificantemente demagógica.
Este retorno significaría automáticamente una bajada de las pensiones o una fuerte subida de impuestos, una contracción del PIB y, por tanto, del poder adquisitivo de los hogares. La izquierda y la extrema derecha se unen aquí para hacer creer que es posible un milagro económico... La izquierda gobernante, es decir, el Partido Socialista, ya nos ha acostumbrado en el pasado a un doble discurso en este ámbito: se opuso a las reformas del sistema emprendidas por la derecha en el poder, por ejemplo en 2003 o 2010, para, cuando se convirtió en mayoría, sobre todo, no dar marcha atrás, muy consciente de la necesidad de estas reformas que incluso decidió amplificar, por ejemplo a través del plan Touraine en 2014.
Esta estrategia de doble discurso degrada el debate democrático al que el Partido Socialista en particular dice llamar, sin comprender que estos retrocesos son una de las causas de su decadencia.
Desde el principio, el Gobierno lanzó todas sus fuerzas a la batalla de esta reforma de las pensiones, dejándose poco margen para la negociación.
En lugar de un proyecto negociable, ha preferido elaborar un proyecto completo con sus componentes financieros y sociales, y ello con todo lujo de detalles. El proyecto actual es ya una especie de compromiso que es difícil modificar estructuralmente sin debilitar aún más su alcance, que ya parece bastante modesto, habida cuenta de lo que está en juego y de las opciones elegidas por casi todos los demás países europeos.
Esta reforma está en la línea de las anteriores, con un contenido social incluso mucho más fuerte. Esto significa que sólo se trata de una nueva etapa. Otras reformas serán indispensables, en diez años como máximo, respondiendo a la misma lógica económica y social:
aumentar la tasa de empleo de las personas mayores.
Francia ha optado por este proceso periódico, añadiendo en cada nueva etapa una capa de cambios indispensables pero modestos, a última hora, a la luz de las necesidades económicas y los logros de otros países. Y esto en el psicodrama de un conflicto social inevitablemente doloroso y costoso.
El juego de los interlocutores sociales, y en particular de los sindicatos de trabajadores, es edificante a este respecto: mientras que dan muestras de responsabilidad en su buena gestión del sistema complementario de pensiones, donde no dudan, por ejemplo, en introducir una edad pivotal superior a la edad legal de jubilación, acampan en posiciones financieramente insostenibles cuando el debate es nacional...
¿Cómo sorprenderse de su declive? Al contrario, es defendiendo un planteamiento reformista, valiente y responsable como el sindicato con mayor audiencia ha superado a los demás...