En
Casa desolada, Charles Dickens narra el litigio
Jarndyce y Jarndyce, una interminable batalla legal que, desde hace generaciones, ocupa a los personajes de su novela. Como si de Dickens se tratara, la trama jurídica en la que ha desembocado el
procés ha vivido un nuevo episodio:
la victoria de la justicia española en su disputa con el Tribunal de Apelación de Bruselas. En una sentencia publicada en la mañana del martes, el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) respondió a las cuestiones planteadas, por el Tribunal Supremo, el pasado 9 de marzo de 2021, apenas dos meses después de que el tribunal belga denegara la ejecución de la euroorden dictada contra el exconsejero catalán
Lluís Puig.
La respuesta del TJUE se fundamenta sobre tres piedras angulares del Derecho de la UE. En primer lugar,
el principio de reconocimiento mutuo, según el cual las resoluciones judiciales adoptadas por un Estado miembro deben ser reconocidas por los sistemas judiciales de los demás Estados. En segundo lugar,
el de cooperación leal, según el cual 'los Estados miembros deben respetarse y asistirse mutuamente' en el cumplimiento de los Tratados. Por último,
el de autonomía procesal, según el cual son los propios estados los que han de determinar qué autoridades judiciales nacionales dictan sus propias euroórdenes, sin que los tribunales receptores –en este caso, el de Bruselas– deban opinar sobre ello.
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En su sentencia, el TJUE recuerda que
la negativa a ejecutar una euroorden sólo puede darse en 'circunstancias excepcionales' y si se cumplen dos condiciones estrictas. En primer lugar, el tribunal receptor debe demostrar, de manera objetiva y detallada, que existen 'deficiencias sistémicas o generalizadas' en el estado emisor (en este caso, España) que impliquen un
'riesgo real' de una vulneración de los derechos fundamentales de la persona objeto de la euroorden. En segundo lugar, y una vez acreditado esto, debe demostrar, 'de modo concreto y preciso', que dichas deficiencias pueden incidir
en el caso concreto de la euroorden en cuestión. En otras palabras, deben existir 'razones serias y fundadas para creer que dicha persona correrá un riesgo real de que se vulnere el derecho fundamental a un proceso equitativo'.
En el supuesto de que estas deficiencias no hayan sido demostradas, no cabe burlar dicho requisito alegando que el tribunal emisor (en este caso, el Tribunal Supremo) carece de competencia para ejecutar la euroorden y, por lo tanto, para enjuiciar a los acusados. Ello fluye, una vez más, del
principio de autonomía procesal: lo contrario permitiría a los estados interpretar el Derecho nacional de otros países, atentando contra la confianza mutua y fragmentando el espacio de libertad, seguridad y justicia de la Unión.
El TJUE recuerda, por último, la
obligación de los tribunales nacionales de cooperar entre ellos: incluso si un tribunal nacional concluyese que se dan las condiciones para desestimar una euroorden, no podrá hacerlo 'sin haber solicitado previamente información complementaria a la autoridad judicial emisora', algo que no sucedió cuando, en 2021, el tribunal belga dictó sentencia en el
asunto Puig.
La cuestión central que aborda el TJUE es sencilla y, a la vez, una de las más complejas que afronta el orden jurídico de la Unión: en situaciones en las que ambos principios choquen,
¿qué equilibrio debe alcanzarse entre la confianza mutua y los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos?
El razonamiento del Tribunal es inapelable: el espacio de seguridad, libertad y justicia depende de la cooperación judicial entre los estados miembros. Para que el sistema de euroórdenes funcione correctamente, en otras palabras, éstos
han de asegurar un 'sistema de libre circulación de decisiones judiciales en materia penal' (en palabras de la Decisión Marco), en el cual
los tribunales nacionales –tanto los emisores de euroórdenes como sus receptores– deben actuar con buena fe. En el
asunto Puig, cuesta entender cómo el tribunal belga, que planteó una serie de objeciones sobre la competencia del Supremo, y que basó su denegación en sospechas indeterminadas sobre el sistema español, en las opiniones de un Grupo de Trabajo de Naciones Unidas y en una serie de sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, actuó conforme a los principios detallados por el TJUE.
Falta por ver cómo proseguirá la saga del procés, una trama judicial endiablada y cuya complejidad, como la de
Jarndyce y Jarndyce, no ha hecho sino aumentar con el paso de los años. Pese a que el fallo del TJUE no garantiza la entrega –y mucho menos, la entrega inmediata– de los políticos fugados, sí supone un indiscutible triunfo
el Tribunal Supremo, que ha visto como el Tribunal de Justicia le ha dado la razón en su batalla legal contra los tribunales belgas.
La importancia de la sentencia, por último, va mucho más allá del futuro de los líderes independentistas. En ella, el TJUE reafirma las bases sobre las cuales se sustenta
el orden jurídico comunitario: un sistema frágil, precario y dependiente de la cooperación y el diálogo entre sus distintos integrantes. Dicho sistema sólo podrá sobrevivir si sus estados miembros, incluidas sus administraciones judiciales, respetan sus normas. Sin confianza mutua, sin el reconocimiento mutuo de sistemas jurídicos homologables –entre los cuales se encuentra sin duda el español, que no presenta las 'deficiencias sistémicas y generalizadas' que los independentistas, y en ocasiones otros integrantes del arco parlamentario español, pretenden resaltar– y sin la buena fe de los tribunales naciones, el orden jurídico de la Unión se enfrentará a un riesgo existencial.