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EL PAÍS

¿Qué significa una transición justa en el siglo XXI?

Fernando Rejón

7 mins - 9 de Febrero de 2023, 07:00

¿Qué tienen en común Alberto Núñez Feijoo, Lula da Silva, Giorgia Meloni o Alexandria Ocasio Cortez? A pesar de situarse en espacios radicalmente opuestos del espectro ideológico, todos han empleado el término de transición justa para referirse con mayor o menor vaguedad al impacto social derivado del despliegue de una agenda climática de creciente ambición. Manoseado hasta la extenuación por propios y extraños, el modelo de transición justa corre el riesgo de convertirse en un mantra desideologizado, una mera coletilla discursiva carente de desarrollo programático en un momento en el que los conflictos eco-sociales se multiplican. ¿Quién tendrá acceso a la emancipación energética del autoconsumo? ¿Quién podrá circular por las zonas de bajas emisiones en las grandes ciudades? ¿Quién disfrutará de viviendas mejor aisladas y facturas de la luz más baratas? ¿Quién pagará los tributos verdes de carburantes y calderas contaminantes? En la transición ecológica, el orden de los factores sí altera el producto: debemos asegurar que las poblaciones más desfavorecidas reciban un trato prioritario y diferenciado en el diseño de las políticas públicas que pongamos en marcha. Y, por ello, el modelo de transición justa sigue más vigente que nunca. 

La transición hacia una sociedad descarbonizada ha dejado de ser una política sectorial relegada a los anexos de la política macroeconómica para convertirse en la piedra angular de un nuevo modelo de crecimiento sostenible e inclusivo en la Unión Europea. Y, sin embargo, las tensiones generadas por los objetivos a menudo opuestos entre las dimensiones económica, social y medioambiental de este nuevo paradigma económico muestran que existen tantos modelos de transición, como formas de reconciliar las tres vertientes del trilema (Sabato y Mandelli, 2021). 

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Los partidarios del decrecimiento defienden la superación del horizonte de crecimiento ilimitado como forma de dar sepultura a un modelo capitalista cuya base consumista y extractiva lo hace incompatible con una descarbonización real. Un modelo de decrecimiento que, si bien puede estimular un debate insoslayable sobre la adaptación un modelo de producción y consumo lineal hacia un sistema de circularidad real, va a tener poco recorrido más allá de la cámara de eco académica en la que discurre. La urgencia de la crisis climática que atravesamos requiere de significantes movilizadores que resuenen, al menos en parte, con elementos de la hegemonía cultural de la mayoría. Claro que un cambio real acarrea forzosamente cierto grado de disrupción, pero estaremos malgastando nuestros esfuerzos si pretendemos dinamitar de un plumazo los marcos políticos y culturales que llevan sosteniendo nuestras relaciones socioeconómicas durante siglos

A su vez, el laborismo británico de Keir Starmer parece querer emular la agenda climática de la administración Biden que está realizando inversiones trillonarias destinadas a impulsar un nuevo modelo de crecimiento verde. Las inversiones públicas recogidas en los paquetes legislativos Build Back Better y el reciente Inflation Reduction Act pretenden espolear la reindustrilización doméstica favoreciendo la relocalización de cadenas de valor de la economía verde a través de incentivos proteccionistas que están levantando las orejas al otro lado del Atlántico. El modelo de crecimiento verde acierta a la hora de situar el énfasis en la creación de empleo y la promesa de prosperidad para una clase trabajadora diluida después de años de libre mercado y financiarización de la economía. No obstante, esta promesa permanecerá vacua si no se acompaña de un programa de reducción de las desigualdades que han dinamitado el tejido social de las sociedades desarrolladas durante los últimos años. 

Existe, sin embargo, un modelo de transición que aspira a reconciliar las tres variantes del trilema: el modelo de transición justa. Históricamente, el concepto nació como una demanda sindical estadounidense vinculada a la preservación de los puestos de empleo de industrias carbointensivas amenazadas por el avance de restricciones medioambientales. Durante décadas, la transición justa ha supuesto una línea de acción fundamental de la Organización Internacional del Trabajo que popularizó el término en un contexto estrictamente ligado a las externalidades regresivas de las políticas de descarbonización en el mercado de trabajo. Finalmente, el Acuerdo de París de 2015 recoge en su texto asegurar 'una reconversión justa de la fuerza laboral'. 

La adaptación de las políticas activas de empleo a los efectos disruptivos que provoca la transición ecológica supone un objetivo imprescindible. De hecho, España ha sido reconocida internacionalmente por el excelente trabajo que el Instituto de Transición Justa está realizando en la reconversión laboral de trabajadores vinculados a la minería de carbón y las centrales térmicas. No obstante, llegados al punto en el que la transición ha dejado de afectar a sectores industriales y regiones geográficas concretos, resulta primordial ampliar el alcance de los parámetros de transición justa para asegurar una impregnación trasversal de la justica social al conjunto de las medidas medioambientales, no solo a aquellas que guardan un impacto directo sobre el mercado laboral.

Esta ampliación del modelo de transición energética debe centrarse en la abolición de dos tipos de barreras: una barrera económica y otra informativa. En relación a la primera: ¿cómo podemos asegurar que la concesión de ayudas públicas para el fomento del vehículo eléctrico, la rehabilitación de viviendas o la puesta en marcha de comunidades energéticas se lleve a capo en torno a criterios socioeconómicos que aseguren que el dinero llegue a donde más falta hace? Para ciertas familias de mayor rango socioeconómico, el modelo de créditos o sistemas de financiación híbridos puede suponer una opción viable, pero en el caso de hogares en situación de pobreza energética, las administraciones públicas deben acarrear el coste de la transición a través de subvenciones no reembolsables proporcionales al nivel de renta.



En segundo lugar, es urgente adaptar nuestro Estado del Bienestar, muy especialmente los servicios públicos de empleo y los servicios sociales, para sellar una brecha informativa que mantiene a familias de pocos recursos alejadas de los beneficios de la transición. Las grandes empresas cuentan con hordas de consultores a su servicio para sacar provecho de las oportunidades existentes. ¿Por qué no cualquier familia en nuestro país? El desarrollo de una sociedad civil ecologista es clave a la hora de engrasar los métodos de implementación de la administración y lograr que las políticas verdes lleguen a los lugares más recónditos - y más necesitados - de nuestras sociedades. 

Apostar por una transición justa no supone únicamente una preferencia normativa, sino una condición de posibilidad para el éxito de la transición. Si el grueso de la población no entra de lleno en los cambios que se avecinan, los planes grandilocuentes de reducción de emisiones están condenados a convertirse en papel mojado. O, lo que es peor, si las mayorías sociales no se encuentran a bordo de la transición, los mecanismos de participación que sustentan nuestras democracias liberales no tardarán en trasladar el malestar social en mayorías políticas y parlamentarias contrarias a las tan necesarias políticas de descarbonización. Europa se aleja con cautela del dogma neoliberal que ha marcado nuestro modelo de crecimiento económico durante los últimos años, pero la alternativa política sigue lejos de materializarse con claridad. De nuestra mano depende convertir este modelo de transición justa en una alternativa real para un futuro que ya está aquí. 

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