El conocimiento mueve el mundo. El escenario global es, ante todo,
una apretada carrera científica y tecnológica entre actores públicos y privados. Pero en la competición hay margen para la cooperación, para la diplomacia. El aumento de las conexiones basadas en el intercambio de conocimiento científico está siendo determinante para abordar los principales problemas a los que globalmente hacemos frente. Invirtiendo las unidades de medida de Vázquez Montalbán (alfileres y elefantes), la diplomacia científica opera principalmente en dos niveles:
a nivel supraestatal o
entre grandes potencias (los elefantes, siguiendo la analogía) y a escala urbana o metropolitana (los alfileres). Estos dos niveles,
global y
local, canalizan los flujos de conocimiento en un escenario cada vez más competitivo.
La diplomacia científica se puede desbrozar en tres sentidos:
diplomacia para la ciencia, esto es,
el uso de la acción diplomática para facilitar la colaboración científica internacional (se ve en grandes infraestructuras como en el Observatorio Roque de los Muchachos o el sincrotrón ALBA);
ciencia para la diplomacia,
utilizar la ciencia como un poder blando para promover objetivos diplomáticos (como el centro SESAME en Jordania); o
ciencia en la diplomacia,
el apoyo directo del conocimiento experto para asesorar la acción diplomática (como en decisiones de seguridad).
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El uso de estos tres sentidos de la diplomacia científica crece por la premura que exigen los retos globales, especialmente la crisis climática, la seguridad alimentaria, el agua, la energía o la salud global. Cuestiones que, por su complejidad y magnitud, necesitan de la participación de muchos agentes. El sistema científico ha entrado en lo que Caroline S. Wagner ha llamado
'la era de la colaboración'. La sociedad red, concepto de finales del siglo pasado, ha cuajado como una interfaz que une
industria,
gobiernos,
academia y la
sociedad (el llamado modelo de innovación cuádruple, o quíntuple si sumamos el medio ambiente). Albergar o participar en grandes proyectos internacionales se ha podido entender como una pugna para ser el primero en ganar ventajas competitivas, pero históricamente la diplomacia científica ha sido útil por otro motivo:
la creación de relaciones de confianza. Por ejemplo, durante la pandemia, y ahora, necesitamos asideros contra la desinformación.
El poder blando de la ciencia y la tecnología se vertebra en los valores científicos de racionalidad, transparencia y universalidad y éstos pueden servir de sustrato para un entendimiento común. La ciencia es un vehículo para la paz. Ese fue el espíritu de la CECA en su momento.
A nivel global, en la reciente cumbre de Davos se repitió un mensaje elefantino:
hay que apostar por la innovación y la tecnología. Von der Leyen anunció el
Plan Industrial Green Deal y la
creación de un Fondo de Soberanía de la UE para que los estados miembro acometan las inversiones necesarias en nuevas tecnologías. '
We Europeans have a plan', dijo la presidenta de la Comisión. Es una reacción a la
Inflation Reduction Act de Estados Unidos que promete movilizar una cifra espectacular de recursos precisamente con el objetivo de dar un salto a nivel tecnológico. Y, al mismo tiempo,
el plan americano es una respuesta al potencial liderazgo de China en la carrera tecnológica. El plan Standards 2035 y el actual plan quinquenal dan muestra de la ambición del otrora imperio asiático para no solo internacionalizar su industria (alineación de estándares) sino ser
líder en áreas estratégicas como la
supercomputación, la
producción de semiconductores, la
exploración espacial o la
biotecnología. El escenario geopolítico se mueve con efecto dominó acelerado por el número de patentes. El primer paso europeo dentro de este triángulo es ganar autonomía, palabra clave hoy en Bruselas.
Un escenario complejo, donde los tres paquidermos mantienen fuertes interdependencias al mismo tiempo que compiten por atraer inversiones y talento científico. Incluso habría que empezar a señalar a otro gran actor,
India. La competición hoy parece imparable, pero habrá misiones que requerirán, de forma ineludible, crear puentes entre ellos. Y una de las pocas ventajas que tenemos es nuestra capacidad de construirlos, pues fue así como empezó el paso hacia Europa.
Quizá la diplomacia científica es la principal baza europea en esta pugna por el control de los avances científicos y tecnológicos.
En paralelo, se mueven los alfileres.
Las ciudades son actores cada vez más relevantes a nivel geopolítico y lo son en la medida en que se han convertido en los polos de atracción de los flujos de conocimiento. Las ciudades establecen sus propias relaciones al margen de los estados porque sus necesidades son parejas y cada vez tienen una mayor capacidad de atraer inversiones por sí mismas. La interrelación entre academia, industria, administración y sociedad se da, sobre todo, a escala urbana y las estrategias de diplomacia científica de las ciudades se centran en
reforzar estas interrelaciones.
Las grandes áreas urbanas son experimentos en sí mismas, donde los efectos de la introducción de nuevas tecnologías se hacen más visibles y desde donde irradian las innovaciones al resto del territorio. Y también son donde los debates acerca de los
límites éticos de la ciencia tienen lugar. El concepto de
humanismo tecnológico, expandido desde Barcelona, está guiando el debate sobre cómo orientar el conocimiento hacia las necesidades sociales. O la idea de
bienestar planetario, que engloba el bienestar de seres vivos y la sostenibilidad de los ecosistemas.
La politización de la ciencia y la tecnología se da en la ciudad.
Local y global, de cada nivel según sus capacidades, aparecen como el binomio en el que discurren los grandes temas de hoy. La diplomacia científica puede ser el
instrumento que los arbitre y dé un sentido compartido a la política científica transmitiendo que, si queremos tener éxito en la consecución de los objetivos comunes,
ésta no debe ser una competición de suma cero.