Ocho años después de su llegada al poder,
Nicola Sturgeon ha anunciado su dimisión como primera ministra escocesa. Sturgeon, que se mantendrá en el cargo hasta que se elija a su sucesor, había sido, durante la última década,
una de las figuras más habilidosas de la política británica. Su estrategia comunicativa le permitió
ensanchar las bases del independentismo, atrayendo a votantes
laboristas con un discurso
progresista y anti-Brexit y
ganándose a liberales y conservadores mediante su buena gestión al frente del gobierno regional. También adquirió una enorme relevancia durante la pandemia, cuando sus ruedas de prensa, sus declaraciones públicas y sus medidas sanitarias contrastaron con el caos – y las fiestas – que rodearon al Gobierno de Boris Johnson.
A su vez, su mandato fue fundamental para consolidar el cambio de hegemonía en Escocia,
el antiguo bastión laborista en el que se labraron las mayorías electorales de
Clement Attlee,
Harold Wilson y
Tony Blair. Si el partido laborista escocés se impuso en todos los comicios celebrados entre 1959 y 2010, la
era Sturgeon coincidió con un profundo vuelco electoral. El referéndum escocés de 2014,
la larga travesía por el desierto del laborismo y el giro nacionalista de los
tories catapultaron a un SNP que, en las elecciones generales de 2015,
obtuvo 56 escaños de los 59 en disputa en Escocia. Desde entonces, el partido se ha impuesto con claridad en todas las elecciones
generales,
regionales y
locales celebradas en la región.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Sin embargo, hacía semanas que la primera ministra,
visiblemente fatigada,
parecía haber perdido su característico olfato político. Cuando, en diciembre, el parlamento escocés aprobó una ley de autodeterminación de género,
Rishi Sunak anunció que la bloquearía. Lo hizo invocando el
artículo 35 de la
Ley de Escocia de 1998, la cláusula que permite al Gobierno británico vetar leyes autonómicas que versen sobre materias
'reservadas' a la
administración central. La
ley trans, anunció Sunak,
violaría la atribución de competencias al parlamento escocés, ya que crearía dos regímenes paralelos de derechos sociales:
uno, más amplio, en Escocia;
otro, más restrictivo, en el resto del Reino Unido.
Sturgeon vio en este bloqueo una oportunidad de oro para escenificar un nuevo choque de trenes con Westminster:
denunció la decisión de Sunak,
alertó de un atentado contra la soberanía del parlamento escocés y
anunció que las elecciones generales, previstas para finales de 2024, serían un (nuevo) plebiscito sobre la independencia escocesa. La primera ministra se encontró, sin embargo, con una desagradable sorpresa: por primera vez en años,
su propio electorado desconfiaba de la ley,
respaldaba la decisión del Gobierno británico y
cuestionaba la decisión de Sturgeon de plantear las próximas elecciones como un referéndum
de facto.
No era la primera vez que esta estrategia se mostraba
defectuosa. En noviembre, el Tribunal Supremo dictaminó que el parlamento escocés carecía de competencias para convocar un
referéndum secesionista sin el visto bueno del parlamento británico. De nuevo,
Sturgeon trató de usar el fallo del Tribunal para movilizar a sus bases; una vez más, sin embargo,
su estrategia no convenció dentro de su propio partido, que advirtió del riesgo que suponía plantear elecciones en clave plebiscitaria sin contar con una amplia mayoría que las encuestas no le auguraban. Más allá de un pequeño repunte demoscópico, la estrategia de choque de Sturgeon no surtió efecto alguno. Sí contribuyó, sin embargo, a la caída de
Ian Blackford, el carismático líder del SNP en Westminster y uno de sus principales aliados dentro del partido, que fue reemplazado por un grupo parlamentario cada vez
más receloso del centralismo de Sturgeon.
Además de reflejar el desgaste político de la ya ex-primera ministra, la dimisión de Sturgeon evidencia la realidad que, desde hace meses,
subyace en el independentismo escocés. Pese al Brexit y pese a las repetidas crisis que han sacudido a los
tories en los últimos años,
el independentismo no ha sabido superar la barrera psicológica del 50%, ni en sus resultados electorales (el partido obtuvo un 45% en 2019) ni en las encuestas (donde el
sí a la independencia
promedia un 48%). Ello no supone el principio del fin del movimiento independentista:
la secesión sigue contando con un enorme respaldo popular, y ni
tories ni laboristas han sabido dar con la tecla para disputar el relato al SNP. Sí que pone de relieve, sin embargo,
el triple reto al que se enfrentará el sucesor de Sturgeon.
Por una parte, deberá saber renovar un partido que, como los
tories en Wesminster,
comienza a pagar el precio de más de una década de Gobierno. Por otra, deberá
trazar una estrategia a medio plazo: ¿optará el partido por
procesizarse, abogando por
una vía unilateral sin contar con el respaldo mayoritario del electorado, o se contentará, por el contrario, con seguir ensanchando su base electoral? Por último, habrá de hacer frente a
una posible victoria laborista en las próximas elecciones generales.
Una administración liderada por Starmer supondría una doble amenaza para el SNP: en primer lugar, su ambicioso paquete de
descentralización podría atraer a gran parte de su electorado; en segundo lugar, una amplia mayoría parlamentaria del laborismo
reduciría la relevancia del SNP en Westminster.
Con la marcha de Sturgeon se abre, por lo tanto,
una nueva fase en la política escocesa. De su sucesor, de la estrategia que adopte el independentismo y de quién se imponga en las elecciones generales de 2024 dependerá que
este cambio de paradigma se traslade a la política británica.