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'Team Jorge': Desinformación, derechos fundamentales y democracia

Ricard Martínez

9 mins - 28 de Febrero de 2023, 07:00

Internet nació como un espacio de libertad sin barreras abierto a la creatividad y la innovación. Sin embargo, como cualquier ámbito de las relaciones sociales, y como todos los sistemas de información, es un escenario para el riesgo. Cada capa de innovación, la World Wide Web, los buscadores algorítmicos, la blogsfera, las redes sociales, la Internet de las Cosas, el smartphone y las APPS, el cloud, big data y la inteligencia artificial o las redes 5G, ha ido añadiendo complejidad y riesgo. De algún modo, su propia naturaleza convierte a la red de redes en un ecosistema idóneo para la manipulación de las personas. Al usuario se le ha presentado históricamente cada uno de estos servicios poco menos que como una benevolente prestación social gratuita. Sin embargo, las prolijas políticas de privacidad, los extensos términos y condiciones, no regulaban donación o altruismo alguno, sino un contrato de intercambio de servicios por información personal. En esta evolución los entornos digitales son herederos directos del proceso de monetización de la privacidad y han contribuido a la creación de un ecosistema que hoy se muestra escasamente robusto en lo que atañe a la garantía de nuestros derechos. Sin entrar en las profundidades de la tecnología podrían subrayarse ciertos elementos que fueron determinantes para traernos al momento actual.  

Aunque históricamente concedamos poca relevancia a las 'cookies' los expertos advirtieron de sus riesgos para la privacidad en fecha tan temprana como 1998. A la multiplicación y sofisticación de este tipo de procedimientos de rastreo mediante 'fingerprints', se sumó el despliegue de la computación en la nube que proporcionó la infraestructura adecuada para la aplicación de la inteligencia artificial al análisis de nuestras conductas. Así, la analítica de redes sociales proporciona mapas muy precisos sobre todas nuestras interacciones y nuestra influencia específica ayudando a identificar a los usuarios que operan como nodos cuya capilaridad amplifica la divulgación de un mensaje. Por otra parte, las etiquetas permiten registrar cada acción, cada me gusta, cada hashtag o cada cita. Finalmente, y crea el lector que nos quedamos cortos, la analítica del lenguaje permite el aprendizaje de las inteligencias artificiales a partir de cada texto que escribimos o leemos y de cada registro de voz. 

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Toda la información generada por un número incontable de mensajes de correo electrónico, textos breves en mensajerías privadas, posts, clics, en resumen, cualquier acción realizada, ha sido rigurosamente indexada con un único fin: monetizar nuestra privacidad. La llegada de los algoritmos de los buscadores, sumada a los hallazgos de la neurociencia de las emociones han definido un sistema orientado al marketing emocional. Para que este logre sus objetivos es necesaria la personalización de los contenidos y de nuestra experiencia (customización) lo que genera una burbuja de realidad filtrada a nuestra imagen y semejanza. El resultado es obvio, la experiencia de usuario se sustrae a la diversidad, el buscador y la red social le ofrecen primero todo aquello que coincida con sus gustos, con su personalidad, con sus emociones, con su ideología… Cada interacción refuerza de modo sesgado sus creencias y convicciones. Así se facilita 'vender cosas' y reconducir al sujeto hacía la estrategia del anunciante final o de la empresa que comercializa el servicio de red social, buscador, App etc.   

En todo este proceso, las compañías se han presentado a sí mismas de modo aséptico 'como plataformas'. Internet, importó la doctrina de la ausencia de responsabilidad del editor para los distribuidores. Sucintamente expuesta, esta consiste en que a quien distribuye información generada por otros sin ninguna capacidad o influencia en la selección de contenidos no se le puede atribuir responsabilidad. Lo contrario obligaría a revisar cada publicación haciendo materialmente imposible la libertad de expresión. Sin embargo, hay algo de falaz en este argumento. Una red social o un buscador no son un quiosco o una librería que amontone desordenadamente decenas de publicaciones. Al contrario, su programación tiene precisamente por objeto proporcionar un orden en el caos ofreciendo una experiencia personalizada al usuario. A diferencia, de lo que ocurre en el mundo físico, no existirá el hallazgo casual. No nos vamos a detener en un informativo mientras hacemos zapping, ni cambiaremos de emisora de radio, ni hojearemos los periódicos en el bar en el que cada mañana tomamos café. De hecho, ni siquiera habrá algo parecido a las discusiones familiares o de amigos. La realidad será perfectamente amoldada a nuestros gustos, creencias, ideas y convicciones, y estas serán reforzadas en cada segundo de nuestra experiencia. Es más, la fe en la pantalla, y el modo de lectura a la que obliga convierte al titular en información. Se genera un contexto idóneo para la manipulación informativa con fines comerciales, -el clickbait-, y la difusión de las llamadas 'fake news'.

En este escenario, era cuestión de tiempo que Cambridge Analytica, organizaciones delictivas, los ejércitos en ejercicios de ciberguerra, o ahora un equipo israelí, encontrasen un espacio para el desarrollo de actividades delictivas de desinformación.  La democracia se concibe como mercancía. El cliente, quien aspira a gobernar o quien persigue desestabilizar un país, espera que se consiga un determinado comportamiento del electorado o de la sociedad. Se buscan resultados cualitativos. Sería ingenuo pensar que todas las personas son manipulables. Basta con hacer crecer el malestar y el tono del debate público para poner en riesgo la confianza de los mercados en la estabilidad de un país. No es necesario cambiar todos los votos, se trata de localizar a aquellos votantes indecisos, y a los nodos y redes de contactos, que puedan inclinar la balanza de uno u otro lado. Y, en no pocas ocasiones será suficiente con arruinar la reputación de un líder político poco conveniente para alterar el normal desenvolvimiento del debate democrático. 

Así, la tecnología que propició el nacimiento y crecimiento de los gigantes de internet es aprovechada para poner en riesgo nuestras libertades. Y es en este contexto en el que cobra sentido la concepción instrumental del derecho fundamental a la protección de datos que ha defendido la doctrina y la jurisprudencia constitucional en nuestro país. El primer paso en esta actividad de manipulación consiste en obtener información personal por cualquier medio. Para ello se monitorizan las redes abiertas como twitter y se crean falsos perfiles que solicitan nuestra amistad en redes cerradas. Si se tienen pocos escrúpulos se piratearán cuentas de correo, mensajerías privadas u ordenadores a la búsqueda de información útil.  Gracias a la analítica de las emociones, y a la propia estructura de los servicios de internet el atacante podrá identificar sus objetivos, el contexto y el tipo de información que desea hacer circular. Con ello, se tratará de manipular nuestra autodeterminación individual provocando tomas de decisiones regidas por la emoción. Así, a partir de nuestros datos se vulnerará nuestra libertad ideológica, nuestra libertad de expresión o nuestro derecho a recibir información veraz. 



Cuando el Tribunal Constitucional en su sentencia número 76/2019 determinó la inconstitucionalidad del artículo 58 bis de la LOREG, que regulaba el tratamiento de datos de ideología de los votantes por los partidos políticos, subrayó dos elementos esenciales de su doctrina. La necesidad de que toda limitación de un derecho fundamental venga prevista por Ley y se provea de garantías adecuadas. Hoy, la garantía de la democracia frente a los ataques en internet no puede articularse exclusivamente entorno a la acción de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad o de los jueces. Por ello se dictó la tan criticada como malinterpretada Orden PCM/1030/2020, que incorpora una metodología de análisis de riesgos y un plan de reacción frente a la desinformación para proveer a la Seguridad Nacional de instrumentos de reacción ante las campañas de desinformación

Sin embargo, la acción policial y judicial, o la publicación de desmentidos gubernamentales resulta manifiestamente insuficiente ante un fenómeno global que hay que atajar mediante reacciones muy rápidas. De ahí que el nuevo Reglamento de servicios digitales o las estrategias de seguridad de la Unión Europea en materia de ciberseguridad traten de reforzar nuestras capacidades en todos los ámbitos.  Para lograrlo se requieren compromisos adicionales de las compañías en internet. Ya no basta con mostrarse neutrales a la par que irresponsables. Al fin y al cabo, son las que han desarrollado infraestructuras que se han demostrado vulnerables y los hechos demuestran un cierto grado de imprevisión en los riesgos y lentitud en las reacciones. Desde el momento en que su negocio se sostiene sobre la explotación de los datos personales asumen los deberes de diligencia que les impone el Reglamento General de Protección de Datos. Por ello, su análisis de riesgos para los derechos y sus evaluaciones de impacto, no pueden centrarse exclusivamente en la protección de datos y deben alcanzar el evidente riesgo sistémico para nuestros derechos fundamentales y la democracia. Y este enfoque debe ser exigible por las autoridades de protección de datos que, si han extendido su acción a la violencia de género o la protección de la infancia, bien podrían ponerlo al servicio de nuestras libertades.

Se acerca un proceso electoral en momentos de crisis y crispación. El riesgo es evidente, pero no el único. El negocio de la publicidad ofrece a nuestros partidos espacios muy segmentados basados en la analítica de nuestra conducta. La libertad ideológica entendida como derecho a no revelar nuestras ideas o creencias es pura entelequia ante las capacidades de la inteligencia artificial de las plataformas. Sin embargo, el proceso ofrece una oportunidad a expertos y reguladores para monitorizar el proceso desde un enfoque de riesgo que se ordene a la garantía de la limpieza del proceso democrático.

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