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FERNANDO VILLAR (EFE)

¿Salvar a la ministra Montero a costa del presidente Sánchez?

Juan Rodríguez Teruel

10 mins - 10 de Marzo de 2023, 07:00

La ruptura de la unidad de la mayoría de gobierno en la votación de la reforma de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual será la peor crisis interna del ejecutivo de coalición cuando acabe esta legislatura. Pero probablemente ni anticipará la disolución de esta, ni tumbará la coalición, ni siquiera obstaculizará su reedición en el futuro, si los números así lo permiten y no dan más alternativa.

Esto no significa que el pesimismo interno sea injustificado. Pero sí que es necesario identificar adecuadamente las aristas de la crisis para comprender bien su significado y sus verdaderas implicaciones para el futuro. Sabemos que los conflictos son intrínsecos a la naturaleza de los ejecutivos de coalición, razón por la cual no todos ellos los erosionan tanto como sugeriría el ruido que los envuelve.

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De entrada, resulta desajustado plantear esta crisis como una disputa sustantiva sobre políticas. El contenido material de la discrepancia es, en realidad, mucho menor que el jaleo generado, como la gran mayoría de juristas recuerdan. La Ley de Libertad Sexual aprobada en septiembre permitió más avances positivos de lo que afirmaban sus críticos, aunque menos novedosos o rupturistas de lo que proclamaba el Gobierno. Y la reforma impulsada ahora solo por el PSOE apuntala extensamente la reforma. 

Por eso, lo verdaderamente llamativo -en términos materiales- es que ahora sean el PP y Vox quienes sí hayan modificado su postura, pasando, en seis meses, de un rechazo rotundo a un claro apoyo -en el caso de los populares- o de tolerancia, al menos, en el caso de los de Abascal. He ahí un triunfo para las tesis del Ministerio de Igualdad que, paradójicamente, este parece desechar: el avance establecido por la nueva ley del ‘sí es sí’ habría acabado ampliando las fronteras parlamentarias de apoyo respecto a septiembre

Entonces, ¿por qué el estropicio de la mayoría de gobierno visto estos días? Porque no se trata tanto de preservar una ley como de salvar a la ministra que la impulsó. En realidad, la crisis desatada en torno al ‘sí es sí’ no tiene que ver con desacuerdos en torno a la iniciativa legislativa, sino con la rendición de cuentas sobre sus resultados. A estas alturas, es evidente que algunos errores en la técnica jurídica de la ley han provocado efectos perversos imprevistos en la rebaja de penas a centenares de abusadores sexuales. Quizá son solo una pequeña porción frente a la mayoría de sentencias no revisadas. Pero son demasiados.

En condiciones normales, esto dejaría a la ministra Irene Montero en una posición más que precaria: debería dimitir o ser cesada por el Presidente. Una precariedad plasmada en la soledad con que Montero ha venido afrontando este trance, con el único apoyo de su compañera Ione Belarra, tal como quedó patente con la bancada del gobierno vacía en el Congreso durante la votación de este martes.

Montero tiene pocos -pero relevantes- precedentes sobre lo que hacer en estos casos. A diferencia de otros gobiernos europeos, los ministros (o consejeros) españoles dimiten poco por errores de gestión propios o del departamento. Desde 1977, solo en seis ocasiones se han dado dimisiones de ese tipo, todos ellos en gobiernos del PSOE. Esa fue la decisión que tomaron, por ejemplo, José Luis Corcuera, Narcís Serra, Antoni Asunción o Julián García Vargas cuando asumieron responsabilidades por controversias en los asuntos de su ministerio. 

Es cierto que los presidentes prefieren, a menudo, difuminar esa responsabilidad en remodelaciones más amplias. Así sucedió, por ejemplo, con Jesús Sancho Rof o Celia Villalobos, que pagaron con la salida del ejecutivo la mala gestión en las crisis sanitarias que debieron gestionar (el aceite de colza, las vacas locas). 

En ejecutivos de coalición esto es más complicado. De un equipo dominado por un líder indiscutible pasamos a un juego de muñecas rusas, donde la diversidad de partidos y perfiles ministeriales aumenta la representatividad de la pluralidad política pero también el potencial de desobediencia y lío interno. En este contexto, asignar responsabilidades (y hacerlas cumplir) no es fácil para los votantes pero tampoco para los propios líderes. 

La peculiaridad en el caso de Montero son las implicaciones que ni el propio partido ni su socio parecen atreverse a asumir. No es esta una crisis entre partidos de la coalición, ni entre departamentos, ni siquiera entre Igualdad y Justicia. Por eso, los mecanismos de resolución de diferencias internas no están funcionando. A diferencia de otros momentos de tensión (las medidas antiCovid, Marruecos, Ucrania, la reforma laboral, el alquiler, la protección de animales…), donde los socios (del ejecutivo y del parlamento) intentaban buscar el punto intermedio, o al menos, el disenso discreto, en este caso se trata de algo muy distinto: cualquier rectificación implicaría asumir la existencia de un error político por parte de la titular del ministerio de Igualdad. No hay punto intermedio.

Ni red de protección: la caída de Montero desbarataría los delicados equilibrios que sostienen la coalición. Especialmente del lado de UP. Dejaría la representación de Podemos en el gabinete aún más supeditada a Yolanda Díaz, porque nadie puede cubrir ese hueco hoy en la formación morada. Los precedentes así lo avalan: la fórmula que Pablo Iglesias dejó tras su salida del ejecutivo no le funcionó. No hay que ser muy malpensado para vislumbrar la figura del exvicepresidente detrás de la actual crisis. 

Aún más paradójico: ni siquiera está claro que el cese de Montero favoreciera claramente a Sánchez si esto comportara una desestabilización de Podemos a tres meses de las elecciones y cuando todavía está por cerrar el acuerdo interno entorno entre Podemos, Sumar y el resto de confluencias.

Por eso, resulta infundado especular sobre planes de ruptura, estrategias de expulsión del contrario, o el derrumbe de la coalición. Lo que hay es una ratonera de difícil salida que ha acabado atrapando al ejecutivo: una crisis muy empalagosa que no pone en riesgo la coalición, pero sí puede afectar sus expectativas electorales. ¿Es posible arreglar el estropicio sin que la responsable formal caiga por ello? ¿Es menor el coste de mantenerla en el Gobierno que su salida por asumir responsabilidades? ¿Salvar al Gobierno o salvar a Montero?

La remodelación ministerial prevista para las próximo semanas será la respuesta a ese interrogante por parte del Presidente, consciente del riesgo de que la ‘marea negra’ provocada por esta controversia alcance las costas de la Moncloa. No hay que olvidar que tanto Montero genera el mayor nivel de rechazo entre los miembros del Consejo de Ministros de sus respectivos partidos entre sus respectivos votantes, según el barómetro del CIS de enero. Tampoco que crece la insatisfacción entre los votantes moderados del PSOE ante los desplantes de los dirigentes de Podemos, lo que también eleva el rechazo a Sánchez (hoy superior al del resto de ministros socialistas).



Con todo, es necesario ‘despersonalizar’ esta polémica para entender cuán ilustrativa resulta de los desafíos que afrontaría la coalición ante una eventual reedición, y por qué no debemos tratarla como un caso excéntrico sino como un síntoma de la nueva normalidad política en la que nos hemos instalado.

Los presidentes en España mandan y controlan, pero no tanto como creemos y hacen creer. Acostumbrados (votantes, periodistas y académicos) a asumir que el poder ejecutivo en España está fuertemente centralizado en torno a la presidencia, los errores de la ley Montero ponen en evidencia los límites a esa idea. De hecho, en España suele predominar lo que los politólogos Michael Laver y Kenneth Shepsle denominaron ‘gobiernos ministeriales’, allí donde los ministros poseen una fuerte autonomía dentro de las fronteras de su propio departamento. Esto les convierte en verdaderos ‘policy dictators’ o ‘dictadores de sus políticas’, debido a la enorme influencia que conservan sobre las iniciativas en su departamento, como desvelaba Carmen Calvo recientemente respecto a la tramitación de la ley de libertad sexual. Y por eso, cada cambio de ministros puede -potencialmente- generar mucha distorsión en la dirección de un ministerio. En un contexto en el que los dos grandes partidos serán menos grandes, y su gobernabilidad dependerá de coaliciones parlamentarias o ejecutivas más complejas, podría ampliarse el margen para situaciones como la de la ley Montero (en la que los avisos previos para la rectificación no funcionaron ni los mecanismos de resolución de conflictos pudieron reconducirlo). 



Esto abre, además, un nuevo riesgo para las coaliciones de gobierno formadas por nuevos partidos que aspiren a agendas políticas más innovadoras (algunos dirían más ‘adanistas’) y que posean menos expertise en la administración (por tener menos acceso a los grupos de poder burocrático que suelen proveer los altos cargos de los grandes partidos): producir más leyes con técnicas jurídicas mejorables y con más problemas de implementación, especialmente si no se dispone del tiempo para evaluar el impacto y corregir los posibles errores. 

Si el mérito del actual gobierno de Sánchez ha sido el de recuperar un alto nivel de actividad legislativa (el segundo año con más iniciativas legislativas aprobadas de los últimos 15 años), reduciendo el recurso al decreto-ley, su reverso puede ser la acelerada digestión de su agenda legislativa, con más resultados inesperados y menos capacidad para reducir el impacto negativo sus resultados. 
 
En último término, esta suma de nuevos tipos de gobernantes, coaliciones entre competidores (incluyendo partidos más volátiles) y agenda legislativa acelerada puede favorecer mucha más gesticulación entre aquellos ministros con menos incentivos para la discreción o la institucionalidad. La propia Ley del sí es sí es una buena muestra de ello: ya desde las primeras semanas de la legislatura dio pie a retóricas poco usuales dentro del ejecutivo (cuando el Vicepresidente llamaba ‘machista frustrado’ a su colega de Justicia porque ese alertaba de los riesgos técnicos de la ley). Estas ‘malas formas’, identificadas por Benjamin Moffit, son un signo del nuevo estilo de gobernar por parte de aquellos liderazgos que necesiten acción permanente para evitar quedar presos del tedio de la gobernación burocrática.

Por este cúmulo de razones, la crisis gubernamental de la Ley Montero del sí es sí resulta menos trascendental por el grado en que puede perjudicar estrictamente la estabilidad de la coalición de gobierno (poco o nada) en el corto plazo que por el castigo autoinfligido del ejecutivo sobre su agenda de gobierno y cómo esto puede erosionar su credibilidad entre sus votantes menos convencidos a largo plazo. En último extremo, una mala reconducción del choque de intereses entre Gobierno o Montero acabará derivando en un dilema político entre Montero o el presidente Sánchez. 
 
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