La disolución de la URSS en 1991 pareció garantizar un
mundo unipolar, con Estados Unidos como garante del sistema económico y geopolítico internacional.
En el continente europeo, la década de los noventa fue atropellando realidades como si de un efecto dominó se tratase: Yugoslavia colapsó en una serie de violentas guerras cuyo final obedeció a los intereses militares de la reforzada OTAN; la nueva Rusia se sumió en un proceso de letargo económico y depresión sociopolítica cuyas consecuencias siguen afectando a amplias zonas de su antiguo espacio de influencia; y las naciones exsoviéticas se unieron a la idea de la naciente Unión Europea, cuyos países integrantes gozaban de altos niveles de crecimiento económico, industrias competitivas y bienestar social.
En este nuevo orden geopolítico, Europa, EE. UU. y allegados estaban por tanto solos en el Universo, cuyo destino regirían en forma de potencias exportadoras de bienes terminados de alta tecnología, mientras que los países de la periferia se limitarían a ser meros proveedores de materias primas, manufacturas baratas y productos intermedios. A través de un rápido proceso de desregulación financiera y globalización, el modelo occidental se expandió como una mancha de aceite a lo largo de todo el globo:
Las empresas manufactureras europeas y estadounidenses incrementaron considerablemente sus tasas de ganancia, deslocalizaron gran parte de su capital físico e invirtieron grandes sumas en naciones lejanas cuyos gobiernos las recibían con los brazos abiertos. Decían los entusiastas de la nueva globalización que, eliminada la amenaza socialista, sería el mercado y no la iniciativa estatal la que se encargaría de asegurar el progreso en el largo plazo, como si de un
revival de finales del XIX se tratase.
Sin prestar demasiada atención a lo que ocurría en otras partes del mundo y en un exceso de vanidad flagrante, las tesis del
Fin de la Historia parecieron válidas por un tiempo;
hasta que llegó 2008 y cambió el marco geopolítico, económico y comercial para siempre. En realidad, este proceso de transformaciones ya se había iniciado décadas atrás, con la pujanza de los llamados
Tigres Asiáticos. Sin embargo, no fue hasta finales de los años 1990 cuando este proceso de cambio se aceleró con la emergencia de China como potencia exportadora, cuyo modelo fue replicado por diversas naciones de su esfera
convirtiendo el Sudeste Asiático en uno de los centros principales del comercio mundial, pasando de ser una región económicamente marginal y sin importancia
a representar el 41% y 36.8% de las exportaciones e importaciones globales en 2021.
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No obstante, lo interesante de esto son los datos en crudo -que saltan a la vista y cualquiera puede fácilmente consultarlos- sino las consecuencias que el desarrollo de China ha tenido sobre los planes de crecimiento a largo plazo en los países de su entorno y en Occidente.
A pesar de la complejidad del continente asiático, de su diversidad lingüística y cultural, diferencias políticas o incluso rivalidades militares, China ha conseguido erigirse como la principal referencia exportadora e importadora de toda Asia en productos que cada vez son menos intensivos en el uso de mano de obra masiva y precarizada, desarrollando industrias de alto valor añadido en tecnologías de la información, transportes o gestión de energía. En consecuencia, sus vecinos han reforzado sus redes comerciales con ésta, adaptando su modelo a las realidades productivas de sus propios países para desarrollar sectores productivos competitivos a largo plazo, lo que ha provocado que Asia comercie e invierta cada vez más con ella y en ella misma, respectivamente, en un intento de dejar de depender de las exportaciones hacia otros lugares del mundo. Sin ir más lejos,
el plan del gobierno Chino para las próximas décadas ya no se orienta hacia la exportación masiva de manufacturas en línea con el modelo occidental post-1991, sino en el refuerzo de los lazos comerciales con sus vecinos (y no tan vecinos, como África o América Latina) y en el desarrollo de políticas industriales activas que garanticen la independencia energética y tecnológica de China y toda su área de influencia.
Mientras Asia se dinamizaba, el dogmatismo pasó por encima de la Eurozona a partir de 2008, con una recesión y unas medidas que deprimieron especialmente las economías del sur durante largos años, dañando entre otras cosas la competitividad de su -ya debilitada- industria.
Durante los años de crisis y la última pandemia, múltiples partidos políticos de extrema derecha han intentado utilizar la pujanza asiática con fines victimistas y electoralistas, esgrimiendo una amenaza económica que en realidad no es tal. Stanig y Colantone (2019) lo calificaron como el '
Shock de China', encontrando una relación significativa entre la exposición a las importaciones procedentes de dicho país y el voto a la extrema derecha desde inicios de los años 1990 hasta 2016.
¿Pero, qué país europeo no ha estado expuesto al comercio con China? Precisamente, el marco postsoviético del victorioso Occidente defendía precisamente la apertura comercial y libertad de capitales. Como se puede observar en el gráfico, las economías europeas más importantes incrementaron sus importaciones de productos chinos tan pronto como este país desarrolló una capacidad comercial plena, ya en la década de los noventa.
Gráfico 1.- El 'Shock de China' en Europa Occidental: Importaciones europeas de productos chinos como porcentaje de las importaciones totales.

Fuente: Stanig & Colatone, 2019.
Y sin embargo,
China ya no quiere ser más un exportador de manufacturas baratas, sino que ha emprendido un largo camino para estimular la demanda interna a través del diseño de una estrategia de política industrial ambiciosa, incluso a costa de perder representatividad en el contexto del comercio internacional, como indica Dadush en su cuestionamiento del concepto de '
Desglobalización'.
Si esta estrategia les reporta éxitos en el futuro está por ver, pero las decisiones tomadas por este país en materia económica e industrial han afectado hasta a sus acérrimos competidores. Si en 2017 la Administración Trump emprendía una guerra comercial con China,
el gobierno americano está siendo más pragmático en estos inicios de 2023, con una administración Biden más centrada en la recuperación de la capacidad competitiva de la economía estadounidense a través de la promoción de diversos proyectos de crecimiento a largo plazo que ponen fin a 50 años de austeridad y ortodoxia en el país. ¿Y qué pasa con Europa? Es difícil saberlo. Si bien autores como
Tamames y Steinberg consideran que la época de la ortodoxia económica post-2008 ya pasó, lo cierto es que no está claro el plan -o no se transmite a la opinión pública- a seguir en el largo plazo.
Los planes de gobernanza fiscal que se manejan no indican que se vaya a flexibilizar demasiado la capacidad presupuestaria de los estados miembros, y la hace unos años tan aclamada
Unión Bancaria permanece en un cajón a la espera de que Alemania se decida si sus vecinos son parte del mismo ecosistema o prefiere continuar con las disparidades que acrecentaron la desigualdad norte-sur. Por otro lado, la política monetaria del BCE no parece que consiga controlar la inflación, y gran parte de la población europea considera que esta adolece de mecanismos democráticos reales, contribuyendo a acrecentar el estereotipo del
burócrata de Bruselas. Sin embargo, quizá lo más sangrante sea que, a pesar de una crisis en 2008 que barrió al sur del continente, una pandemia que colapsó la economía Europea durante dos años, y una guerra en Ucrania que ha supuesto un drama humanitario -y ha causado múltiples problemas a algunos estados miembros-,
sigue habiendo una distancia enorme entre los socios para ponerse de acuerdo en materias cruciales como la independencia energética de la UE, el rol del Estado en las décadas que vienen, y el legado industrial y económico que le vamos a dejar a las siguientes generaciones. Ya no estamos solos en este Universo, y en un mundo tan multipolar en el que el resto de naciones persiguen sus propios intereses y crecimiento económico -lo cual, por otro lado, es justo-, no cabe cruzar los brazos y confiar en el mercado, como si todavía estuviésemos en 1991.