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EULOGIA MERLE

Burbujas de autoridad

Beatriz Gallardo Paúls

7 mins - 8 de Mayo de 2023, 07:00

En Tus diez minutos Chiara Gamberale nos cuenta cómo la Doctora T., psicoanalista, propone a la narradora lo que presenta como un juego: «Durante un mes a partir de hoy mismo, haga todos los días durante diez minutos algo que no haya hecho nunca». La novela, una reflexión sobre el tiempo con formato de diario personal, nos relata ese mes de breves experiencias novedosas y su efecto acumulativo en la vida de la protagonista. Una vida que cambia a partir de esos diez minutos diarios dedicados a asomarse a otros espacios vitales y a las voces que los habitan. Es posible que la propia incursión en el psicoanálisis por parte de la narradora ya suponga un primer ejercicio en esa línea, donde la otredad procede de sí misma. En todo caso, la novela ilustra bien cómo nuestras rutinas vitales suponen también rutinas comunicativas, y cómo de importante puede ser desautomatizarlas.

En la esfera pública esas rutinas comunicativas suelen denominarse burbujas; es bien conocida la propuesta de Eli Pariser sobre cómo la personalización de apps digitales (y con ella, las elecciones que hacemos en redes) potencia burbujas cognitivas. Aunque algunas investigaciones empíricas desmienten parcialmente esta exposición exclusiva en Internet a lo que nos gusta leer/oír, el concepto no es nuevo, y muchos años antes se hablaba de «periodismo de convalidación» para aludir al hecho de leer prensa acorde con nuestra visión de mundo. Se trata, en definitiva, de sesgos confirmados, referidos al contenido de los mensajes, al logos.

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Pero en el discurso público y político existen más sesgos rutinizados que desproveen a los textos de su valor de verdad. Los que se dirigen al pathos explotan la sentimentalidad (frecuentemente sensiblera) de los mensajes, hasta el punto de que algunos de nuestros líderes afirman mantras tan chocantes como que la democracia consiste en amor, o que llevar a España en el corazón es aval suficiente para gobernarla. Este sesgo emotivo funciona mejor, como sabemos, en su polaridad negativa, lo que lleva a representantes y partidos a explotar los discursos de ataque y descrédito cuya versión máxima vemos en el discurso del odio. El impacto de estos discursos en la esfera pública multiplica enormemente su negatividad.

Otro sesgo importante que suele pasar desapercibido tiene que ver con el ethos del discurso, que apunta a la credibilidad de los interlocutores. Hemos de tener en cuenta que la esfera pública supone la confluencia de múltiples voces, más o menos ordenadas en una simultaneidad polifónica. Y esa polifonía añade una dimensión específica al discurso que ya no se preocupa por lo dicho, sino por las acciones comunicativas en sí mismas. La versión más radical de este sesgo nos lleva a una falacia muy frecuente en todos los ámbitos de la vida, la falacia ad verecundiam o de autoridad, según la cual lo importante no es qué se dice, sino quién lo afirma. «¡Porque lo digo yo!», sentencia esa réplica de autoridad en primera persona. 

En este esquema discursivo, el criterio para dar validez a un argumento se independiza de su veracidad y se refiere exclusivamente a las personas de la enunciación, y a su auctoritas; el quién es mucho más decisivo que el qué. Por supuesto, la autoridad discursiva puede ser legítima, y hay discursos especialmente idóneos para ella, como el discurso científico, que se apoya siempre en investigaciones previas. Pero cuando la credibilidad de una fuente se desgasta por el paso del tiempo, pretender su validez convierte el argumento en falaz; así, los lingüistas podemos seguir dando crédito a Aristóteles en alguna de sus afirmaciones (sin ir más lejos, la distinción entre ethos, pathos y logos), pero las ciencias experimentales se deben obviamente a los avances posteriores y actualizados de cada una de sus disciplinas, y sería impensable otorgar credibilidad a ideas como que el cerebro regula el calor del corazón. 



El sesgo de conformidad tiene mucho que ver con las rutinas de vida y trabajo, y con nuestra gestión colectiva del tiempo; nos habituamos a nuestros interlocutores, tanto en la esfera pública como en la privada, y sin apenas darnos cuenta construimos burbujas de homogeneidad que se vuelven indiferentes al matiz y que desprecian cualquier diferencia. Así, al escuchar al trabajador extranjero utilizando una lengua no reconocible no mostramos curiosidad por otro idioma, sino que activamos un recelo acomplejado; o mantenemos reuniones de trabajo semanales, que no aportan nada, porque en su momento fueron útiles para el intercambio de ideas y proyectos.

En el discurso político este sesgo de fuentes caducadas, ya sea por el paso del tiempo o el cambio de contexto, afecta a múltiples esferas retóricas. Por ejemplo, los politólogos asesores se aferran a sus encuestas, pero su conocimiento de la sociedad podría enriquecerse si dedicaran (algo más de) esos diez minutos de Gamberale a un desayuno con colectivos ciudadanos y escucharan personas en vez de cuantificar casillas de cuestionario. Los líderes probablemente se sorprenderían si dejaran de oír siempre a la misma camarilla y un día, inopinadamente, en lugar de acompañarse de las mismas personas que les rodean a diario como una sombra, decidieran llevarse a esos miembros de su equipo con los que no hablan desde que los nombraron. Buscando experiencias de riesgo, si trasladaran el desayuno de trabajo a un bar del extrarradio —sin filtraciones previas del jefe de prensa, evidentemente—, la desautomatización discursiva que se produciría al romper la burbuja podría ser de las que marcan para toda una legislatura.

Los medios, por su parte, podrían dejar de amplificar siempre las mismas voces de tendencias estridentes y, siquiera momentáneamente, difundir mensajes que solo pueden considerarse periféricos desde el centralismo de su burbuja. Del mismo modo que el ciudadano tuitero, por poner un ejemplo de ciudadano con eco, podría abstenerse —a este, sí, le bastarían diez minutos— de amplificar zascas y arengas de sus líderes, difundiendo en su lugar esas noticias desapasionadas que hablan de buenas políticas y de buenos efectos en la vida cotidiana.

El sesgo de autoridad adquiere máximo énfasis no cuando lo otorgan los receptores del mensaje, sino cuando lo exigen los propios emisores. Entonces la progresión falaz sube un escalón más y vemos a políticos o partidos calificando de traición cualquier asomo de discrepancia; porque siempre traicionan los otros. Estas pretensiones de discurso absolutista se envuelven a menudo en victimismos y recurren a la dimensión emotiva para regatear la atención al contenido y la racionalidad discursiva. La consecuencia directa es considerar que quien no opina como ellos está contra ellos; y el desacuerdo en cierto tema, como la gota de aceite, se extiende y acaba siendo tan imperdonable —pues se mueven en el terreno de la ofensa— como el desacuerdo total. El clímax falaz surge cuando la única respuesta a la discrepancia es el insulto, algo que en política no solo desprovee de razón y de legitimidad discursiva, sino que suele servir para dar razones al oponente.
 
En última instancia, estas prácticas encierran un enorme desprecio hacia los propios votantes, a quienes se conceptualiza muy pobremente. Suponen un claro abuso de la credibilidad dada. Si un conocido eslogan de los publicistas de los años 50 rezaba que el consumidor era estúpido, «y además mujer», cabe preguntarse cómo conciben a sus votantes —y qué respeto les tienen—, quienes hacen alarde estas prácticas en nuestro ecosistema comunicativo. 

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