En un artículo para
Telos escrito poco después de la victoria de Giorgia Meloni en las últimas elecciones, observé que su trayectoria se definirá por cómo la proclamada búsqueda del interés nacional se inspirará en la realidad o en la retórica de la ideología heredada de largos años de militancia. Después de unos meses, la cuestión parece tener al menos una respuesta provisional. Podemos preguntarnos legítimamente por qué la práctica de gobierno que presenciamos concretamente está tan alejada de la retórica del mensaje electoral.
Si en el caso de Meloni queremos hablar de "normalización", como se hace a menudo en el caso de Marine Le Pen, ciertamente no se preparó mientras estaba en la oposición. Hasta hace poco, sus discursos han sido un modelo de intransigencia sin cesión ni voluntad de compromiso. Lenguaje del que, por otra parte, nunca ha negado la esencia, limitándose en el mejor de los casos a admitir que se ha dejado guiar por su naturaleza apasionada. Una retórica política que resulta tan estéril ahora como entonces analizar en términos de "neofascismo", como hacen algunos observadores y muchos opositores.
Más bien, el atractivo ganador que le permitió llevar a su partido del 3% a casi el 30% en poco tiempo fue el de un mensaje populista y soberanista acompañado de la promesa de un futuro identitario para un pueblo de gente corriente, pequeñas empresas, artesanos y comerciantes que se verán liberados de la carga de la burocracia, los impuestos y el excesivo poder de las multinacionales. Burocracia y multinacionales de las que la Unión Europea sería el principal vehículo.
¿Qué ha ocurrido? Harold MacMillan decía que la política está menos impulsada por la voluntad de los que mandan que por los acontecimientos. En el caso de Giorgia Meloni, los acontecimientos que han condicionado el inicio de su gobierno son todos de origen externo.
El primero es la guerra de Ucrania. Me preguntaba en qué momento de su trayectoria Meloni maduró ante la agresión rusa a Ucrania, la incondicional opción atlántica que es la principal característica de su gobierno. Se trata en todos los casos de una elección hábil y afortunada que le ha permitido acreditarse en Washington y en Europa. La consecuencia es marginar a Salvini y Berlusconi, sus aliados menores sospechosos de pro-putinismo, pero también mantener la presión sobre el
Partito Democratico, su principal oponente inevitablemente tentado como todas las oposiciones de izquierda a deslizarse hacia el pacifismo. Por último, haber optado desde el principio por la alianza europea con el PIS polaco y no con Marine Le Pen, le ofrece una plataforma más favorable de cara a las elecciones europeas de 2024.
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El segundo factor externo fue la necesidad de hacer frente a una nueva presión migratoria, no dramática, pero sí importante. Ante este reto Meloni se presentó completamente desprevenida y mal apoyada por colaboradores incompetentes. Sus vagos deseos de campaña de recurrir a un bloqueo naval fueron rápidamente abandonados. Pero el fenómeno ha sido hasta ahora mal gestionado, con algunas consecuencias trágicas.
Meloni reaccionó intentando, con algunos resultados útiles, como todos los gobiernos italianos anteriores, convertirlo en una cuestión europea. Esto ha provocado las conocidas fricciones con Francia, pero también representa una nueva desviación de su visión soberanista.
El tercer factor, y el más importante, es la relación con Europa. Una narrativa soberanista muy extendida es que hay que elegir entre dos concepciones de Europa: la federal y la suya. Una narrativa extrañamente compartida por algunos proeuropeos. La verdad es que sólo hay una Europa real. Nadie propone una Europa federal, mientras que la soberanista es una hipótesis que sólo puede conducir a la disolución. La razón es que cada uno es soberanista a su manera. Después del Brexit todos han abandonado cualquier hipótesis de Italexit, Frexit o Polexit; rechazan la Europa real para algunas cosas, pero la consideran útil e incluso indispensable para otras. No hay terreno común. Los soberanistas escandinavos consideran inaceptable ayudar a un país como Italia que no controla sus cuentas públicas. Los soberanistas polacos no conciben otra política exterior europea que el apoyo incondicional a Ucrania. Pero, ¿qué es esta Europa real?
Es esa extraña organización en parte intergubernamental y en parte supranacional formada por países que comparten trozos de soberanía. Es un sistema basado en la búsqueda constante de compromisos, pero que sólo puede sobrevivir y prosperar si se acepta el principio de la supremacía del Derecho europeo sobre los Derechos nacionales. Es una lección difícil de asimilar para quienes no han vivido Europa desde dentro; no basta con haber estado en el Parlamento Europeo.
Meloni ha tenido la suerte de enfrentarse a la Europa real en una coyuntura especialmente afortunada de creciente cohesión, iniciada durante la pandemia y que se le presenta en forma de obligación de no desperdiciar la inmensa oportunidad que ofrece a Italia la disponibilidad de unos 200.000 millones de fondos europeos. Se trata de una tarea muy difícil debido al estado de las instituciones administrativas italianas, en las que se juega el futuro del Gobierno y que requieren una colaboración constante con la abominable burocracia de Bruselas.
Así pues, todo el andamiaje populista antieuropeo que había acompañado su ascenso al poder se ha hecho añicos con sorprendente rapidez. Que ello se deba al oportunismo (que no es necesariamente un defecto de la política), o a la capacidad de escuchar a su predecesor Mario Draghi y los sabios consejos del presidente de la República, Sergio Mattarella, es en última instancia secundario. Lo cierto es que el giro parece estable y que el soberanismo de Meloni se va convirtiendo poco a poco en la dialéctica normal por la que cada Gobierno, según su particular visión del interés nacional, defiende en Bruselas lo que se debe y no se debe hacer; por ejemplo, en materia de transición climática. Un ejemplo de cómo la realidad se impone a la ideología en la búsqueda del interés nacional es el reciente acuerdo sobre inmigración, en el que Italia se desmarcó de Polonia y Hungría.
Si los tres factores mencionados son los que más caracterizan la experiencia del gobierno Meloni, no son los únicos y sería erróneo deducir de una hábil gestión de la cuestión ucraniana y de las relaciones con Bruselas que el problema está resuelto. Está la cuestión de los nombramientos de que dispone el Gobierno y un deseo evidente de ocupar todos los centros de poder disponibles. Eso no es nada nuevo en un país con una larga tradición de prevaricación política y poco familiarizado con la meritocracia.
En el caso de este gobierno, la operación es particularmente torpe; debido a la escasa calidad del personal disponible y a un cierto frenesí dictado por la larga distancia del poder. Muchos están preocupados por un posible retroceso en materia de derechos civiles, por ejemplo, igualdad de género, respeto a los inmigrantes y reconocimiento de los derechos de las personas LGTB. Hay que decir que, en este plano, Italia ya está a menudo por detrás de sus socios europeos. Sin embargo, nada hace pensar, al menos de momento, que lo conseguido esté seriamente en peligro.
Más grave es la cuestión del funcionamiento de la democracia. No cabe duda de que a Meloni le gustaría tener un gobierno mucho más fuerte que el actual y tiene poco en cuenta la separación de poderes. La búsqueda de un gobierno más estable encuentra mucho apoyo en un país también apegado a las garantías democráticas ganadas con esfuerzo tras la Segunda Guerra Mundial. Un poco como en Francia en el otoño de la Cuarta República. Meloni fue elegida con el compromiso de promover una reforma de la Constitución, que sería un intento más en las últimas décadas. Su proyecto inicial parecía ser presidencialista, tal vez según el modelo francés; una perspectiva que ahora resulta menos atractiva por razones que todo francés puede comprender fácilmente. Más bien, las preferencias parecen inclinarse hacia el fortalecimiento del Gobierno y, especialmente, del Primer Ministro. El debate aún no ha comenzado y las fórmulas posibles son demasiado numerosas para aventurar predicciones.
Sin embargo, es innegable que si las raíces autoritarias de Meloni emergieran con fuerza, el terreno de las reformas institucionales sería ideal.
Llegados a este punto, surge una pregunta:
¿tiene Europa interés en el fracaso o el éxito de Giorgia Meloni? Desde luego, tiene interés en evitar que una nueva Polonia o una nueva Hungría se instalen en la parte occidental de la UE. La consecuencia es que Europa, del mismo modo que intenta ampliar el abismo que Putin ha creado entre Polonia y Hungría, al tiempo que mantiene la presión sobre el gobierno italiano también debe evitar que Roma se alinee demasiado con Varsovia. Al contrario, a todos les interesaría utilizar los buenos oficios de Meloni para favorecer una evolución de la política europea de Polonia. Sin embargo, un fracaso de Meloni sería desastroso para Europa porque implicaría también el fracaso de Italia, uno de sus miembros más importantes.
Por lo tanto, es necesaria una estrategia cuidadosa y sutil; lo que está haciendo la Comisión con el consentimiento de los principales gobiernos. Excluyendo el fracaso, ¿qué significaría el "éxito"? Algunos piensan que Meloni podría evolucionar, también con la ayuda de Europa, hacia la formación de ese gran partido conservador (en el sentido anglosajón del término) que necesitaría la democracia italiana. Me parece francamente una hipótesis muy optimista, al menos en un futuro previsible, por sus raíces culturales, pero también por el personal político con el que cuenta. Es más probable que Giorgia siga navegando, con más o menos éxito y coherencia, entre la retórica y la realidad.
Llegamos ahora a la pregunta final.
¿Cuáles son las instrucciones para Francia? En el trasfondo hay una pregunta más amplia. ¿Cuál es la mejor estrategia frente a los populistas de derechas? ¿Aislarlos a toda costa o intentar domesticarlos? Hay ejemplos más o menos exitosos de ambas estrategias. La novedad es que Meloni encarna el escenario inédito en Europa occidental de una victoria de los soberanistas en posición de hegemonía sobre el Gobierno y no como socio menor. Este sería también el caso de Le Pen. Llegados a este punto, el observador francés debe plantearse algunas preguntas que el italiano no puede responder. ¿Cuál es la consecuencia de la evidente diferencia entre las dos personalidades, los orígenes familiares y la trayectoria política concreta de Giorgia y Marine?
Por ejemplo, ¿qué sentido puede tener en los dos países el uso y abuso del término "nación", común a ambas líderes pero con una resonancia muy diferente entre sus respectivos electorados a la luz de las experiencias de la historia? ¿Cuál es la influencia de las estructuras políticas y constitucionales francesa e italiana, realmente muy diferentes entre sí? Por último, ambos países están atravesados por profundas fisuras que, sin embargo, parecen conducir a conclusiones políticas diferentes. Por ejemplo, si bien es innegable que la izquierda italiana atraviesa un momento difícil, parece excluido que pueda ser hegemonizada por un personaje como Mélanchon. Luego está la importancia del factor tiempo.
Las elecciones europeas de 2024 tendrán una fuerte dimensión transnacional y tendrán lugar con la crisis ucraniana presumiblemente aún abierta. Independientemente de las especulaciones, por el momento totalmente prematuras, sobre una posible alianza en Estrasburgo entre populares y conservadores, hipótesis que en cualquier caso sitúa a Meloni ante delicadas elecciones en su relación con sus aliados polacos, está claro que Marine Le Pen se enfrentará a mayores dificultades por sus posiciones sobre Rusia. El escenario internacional al término de las elecciones francesas de 2027, por otra parte, podría ser diferente, aunque sólo sea porque tienen lugar después de las elecciones estadounidenses.
También se plantea una cuestión al observador italiano.
Hemos visto lo rápido que Meloni ha comprendido y asimilado la restricción europea. Sin duda ha jugado con una buena dosis de realismo a la hora de evaluar las fuerzas sobre el terreno y también con la tradición italiana de considerar el atlantismo y el europeísmo como los dos pilares inseparables de la política exterior. ¿Qué ocurriría en cambio en caso de victoria de Le Pen? ¿No existiría la tentación de reivindicar una situación excepcional y de pensar que Francia puede cruzar impunemente líneas rojas prohibidas a los demás? Mi predicción es que la reacción de Europa sería rechazar el compromiso.
Nadie, especialmente en el norte de Europa, entendería por qué aceptamos pagar con el Brexit el precio de preservar el principio de la supremacía del Derecho europeo, sólo para ceder ahora ante París y encaminarnos hacia una probable disolución de la Unión. Incluso si mi predicción fuera correcta, es posible, no obstante, que el proceso de hacer entrar en razón a Francia llevará tiempo, y mientras tanto se producirían problemas muy graves.
Mientras que el partido de Giorgia Meloni es, por tanto, todavía incierto, el de Marine Le Pen es totalmente especulativo. El hecho es que, aunque la integración europea aumente las interacciones políticas, culturales y sociales entre los países, la dinámica real siempre estará determinada principalmente por factores específicos de cada uno.
Por último, cualquier observador perspicaz debe contar con un elemento imponderable y a menudo subestimado: el "factor S", la estupidez humana, que como es sabido es un motor fundamental de la historia.
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LAPRESSE / ROBERTO MONALDO / ZUMA PRESS