Cada 20 de junio se conmemora, desde 2001, el Día Internacional de las Personas Refugiadas, con la voluntad de recordar a todas aquellas personas que se han visto forzadas a huir de sus hogares y el compromiso internacional de acogerlas y ayudarlas que se articula a través de la Convención de Ginebra de 1951. Las
cifras que ha publicado este año ACNUR son demoledoras: más de 100 millones de personas -un umbral que no se había superado hasta la fecha- se han visto en la necesidad de abandonar su lugar de residencia, huyendo de guerras, conflictos, violencias y vulneraciones sistémicas de derechos humanos.
La Convención de Ginebra nación con la voluntad de ofrecer protección a las personas, europeas, que habían tenido que huir después de la II Guerra Mundial.
No sería hasta 1967, con el Protocolo de Nueva York, que el sistema de protección internacional se convertiría en auténticamente universal, obligando a los Estados signatarios a atender y proteger a las personas refugiadas, y a examinar en su caso las solicitudes de asilo presentadas. En los países de la Unión Europea, todos ellos signatarios de la Convención, el derecho de asilo se convierte además en normativa de obligado cumplimiento gracias a su inclusión en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
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Pero en las últimas semanas, de manera casi hiperbólica, se han producido distintas situaciones en el marco de la Unión Europea que deben servir para reflexionar sobre el mal estado de salud del asilo en los países europeos.
Porque, y a pesar de que la ‘lucha contra la inmigración irregular’ se ha convertido en un objetivo cuasi exclusivo de la política de inmigración y asilo de la Unión europea, vale la pena recordar que, por su propia definición, muchas personas que buscan protección internacional se mueven sin haber tenido la oportunidad de rellenar en origen una solicitud de visado (es decir, de modo irregular). Y también vale la pena recordar que la propia Convención de Ginebra recuerda que, precisamente por eso, no se puede penalizar a las personas que solicitan protección internacional por no tener la documentación en regla. Es decir, que la cacareada lucha contra la irregularidad de entrada esconde, no pocas veces, una vulneración del derecho a las personas a acceder a la protección internacional. Con este apunto, los casos que se apuntan a continuación no son, lamentablemente, únicos; pero sirven de ilustración sobre el deterioro de la figura de la protección internacional en la Unión Europea.
Primero, el 11 de junio la
Unión Europea firmaba con Túnez un acuerdo de colaboración que, entre otras cuestiones, planteaba la mejora de la cooperación en materia migratoria. No se apuntaba un enfoque integral a la cuestión de la gobernanza migratoria, sino que, siguiendo con la dinámica
securitizadora de la Unión Europea, se basaba principalmente en luchar contra la inmigración irregular desde el país vecino, mejorar el control de las fronteras y garantizar los retornos y devoluciones de las personas que intentaban acceder de modo irregular al territorio europeo desde Túnez. Sobra decir que fortalecer relaciones con regímenes autoritarios, como el de Kais Said en Túnez, no es nuevo para la Unión Europea, y que exigirles que tanto en el control de fronteras como en los retornos se garantice la protección de los derechos humanos acaba siendo una línea vaciada de contenido en este tipo de acuerdos.
El acuerdo, alcanzado por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, junto con los primeros ministros de Italia y Países Bajos, Giorgia Meloni y Mark Rutte, incluye un paquete de ayudas de más de mil millones de euros, de los que 105 van destinados a mejorar la protección de las fronteras marítimas tunecinas. Este es un ejemplo de
externalización del control fronterizo que ya hemos visto en muchas ocasiones, desde Marruecos a Turquía pasando por Libia. Una
externalización que deja la tan mencionada seguridad europea en manos de países terceros; quienes, por cierto, acostumbran a pedir un (alto) precio por ello. Y que además busca eximir de responsabilidades en la protección de las personas que requieren protección internacional, no sólo porque se conocen de sobra las condiciones en las que malviven muchas de ellas en países vecinos, sino porque supone que se puedan vulnerar, en diferido, los derechos de las personas que solicitan asilo.
Así, la agencia turca de gestión migratoria presumía hace pocos días de haber devuelto a su país de origen a más de 13 mil nacionales de Afganistán, que difícilmente se definiría como país seguro en estos momentos.
Segundo, el 14 de junio volvimos a ver, entre el horror y la indiferencia, el naufragio de una embarcación en las costas griegas en el que iban más de 750 personas. El suceso confirma que el Mediterráneo se ha vuelto, como decía Libération, en un cementerio para las personas que intentan alcanzar las costas de la Unión Europea, y en una vergüenza para la Unión, como recordaba el Papa Francisco en 2013 ante un (o más) naufragio en Lampedusa, que según los lideres europeos, no debería volver a pasar.
Diez años después no sólo es evidente que estas tragedias continúan sucediendo, si no que parece claro que no hay ni voluntad ni interés en evitarlas realmente. De hecho, la actuación de la guardia costera griega hace pensar que tuvieron un papel activo en el desastroso desenlace de la embarcación, y que
se podía haber intervenido mucho antes de lo que se hizo, sin el coste humano que esto ha supuesto. Como apuntaba el
director editorial de Human Rights Watch, los naufragios en el Mediterráneo se han convertido en la versión europea de los tiroteos en Estados Unidos: se lamentan, se mantienen las políticas que los ocasionan y, cuando de nuevo suceden, se vuelven a lamentar para seguir sin cambiar nada. A la inacción para salvar vidas se suman
devoluciones en caliente o pushbacks, abandonos en medio del mar y otras
‘necroactuaciones’ que generan oleadas de críticas que no consiguen cambiar nada.
Tercero, aunque cronológicamente sucedió con anterioridad a los dos ejemplos previos, el 8 de junio se alcanzaba en Bruselas un importante acuerdo en el Consejo JAI para avanzar en la aprobación del nuevo Pacto de Migración y Asilo, propuesto por la Comisión en 2020. El acuerdo, que deberá negociarse con el Parlamento Europeo se centró en la aprobación del Reglamento sobre gestión del asilo y la migración y el Reglamento sobre los procedimientos de asilo, y contó con la oposición de Hungría y Polonia, que siguen defendiendo -contra lo que indican los Tratados constitutivos- que la Unión Europea no debería tener un sistema común de asilo. Para la Comisión, el acuerdo puede considerarse un triunfo, puesto que el dosier del Pacto lleva alargándose los últimos tres años sin llegar a acuerdos. Pero en cuestión de contenidos, la propuesta alcanzada normaliza la existencia de los
hotspots como modelo de recepción de personas en necesidad de protección internacional (y que han sido objeto de
duras críticas por las condiciones en las que mantienen a las personas) y busca extender el modelo griego a otros países con fronteras exteriores, entre ellos España. También apuesta por reforzar la lógica de la
externalización mediante retornos y devoluciones, y añade una nueva consideración como es la
mercantilización del derecho de asilo. Así, aquellos Estados miembros que no quieran cumplir con el reparto ‘solidario’ de los mecanismos de reasentamiento o reubicación, podrán dejar de acoger personas en necesidad de protección internacional previo pago de 20.000 euros por persona.
Se pretende aprobar el Pacto bajo la presidencia española de 2023, y aunque es cierto que ello podría entenderse como un éxito de dicha presidencia, la idoneidad de este pacto, que consagrada un modelo securitizado de desgobernanza migratoria, debería hacer reflexionar seriamente sobre su idoneidad.
Este repaso sumario confirma el mal estado de salud del derecho de asilo en la Unión Europea. Como apuntaba Rafael Lara de
APDHA, la política de asilo común por la que abogan los Estados miembros busca “que no vengan; si vienen que no lleguen; y si llegan, que sean expulsados lo antes posible”.
La securitización, la externalización y la mercantilización de las políticas de inmigración y asilo se convierten así en los ejes de unas actuaciones que, en los últimos veinte años, se han demostrado ineficientes y letales en las fronteras europeas. Reclamar, una vez más, la necesidad de una mirada integral de auténtica gestión migratoria en el ámbito europeo acabará, de nuevo, cayendo en saco roto.
Y así, sin prisa, pero sin pausa, continuaremos viendo, entre la frustración y angustia de unos y la indiferencia y despreocupación de otros, cómo en el Mediterráneo también se hunden los principios rectores del proyecto europeo.