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ANDREA COMAS (AP)

El ultraje

Ana I. López Ortega

6 mins - 20 de Julio de 2023, 07:00

El pasado 19 de junio, el barómetro de 40dB pronosticaba que PP y VOX estaban muy cerca de sumar mayoría absoluta el 23J. Casi un mes después, este lunes 17 de julio, en la última encuesta antes del apagón demoscópico, el tracking electoral de 40dB sigue pronosticando esa ajustada mayoría absoluta conjunta. Aquel 19 de junio, en un muy interesante artículo, Belén Barreiro —CEO de la empresa demoscópica— ofrecía algunas claves para entender por qué el bloque de la derecha y extrema derecha aumentaba tanto su previsión de voto. Y una de esas claves, quizás la más importante, tiene que ver y mucho con lo que los politólogos llamamos la «polarización afectiva»: el elector vota motivado más por el odio al adversario político que por la adhesión a ningún programa en concreto. Excepto el votante de Vox, que, según Barreiro, «lo hace más por razones ideológicas que por otras consideraciones». Lo que confirma que el de Vox es, eminentemente, un voto ideológico

Del casi 15% de votantes que optaron en 2019 por el PSOE y que ahora confiesa que lo hará por PP o VOX, una tercera parte (el 34,5%) alegaba en junio que su cambio de papeleta obecede a los pactos de Pedro Sánchez con Bildu y ERC. Pactos que definirían la esencia de lo que la derecha ha denominado «sanchismo», que no deja de ser una etiqueta tan simplificadora como mediática y electoralmente eficiente. El asunto atañe, en el fondo, al nacionalismo español o, si se prefiere decir así, a las diferentes ideas que derechas e izquierdas tienen sobre lo que deba ser, o no ser, España. La derecha ha preferido siempre una visión unitaria y restrictiva de la nación mientras que la izquierda ha convivido mejor con concepciones pluralistas y abiertas, incluso federalistas y asimétricas. Lo explica admirablemente bien Xosé M. Núñez Seixas en Suspiros de España, publicado en 2018. 

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Es evidente, sin embargo, que si Pedro Sánchez ha pactado con dos partidos tan explícitamente independentistas como Bildu y ERC —el primero además con el estigma añadido del terrorismo etarra—  no ha sido por fidelidad a ninguna tradición pluralista, sino obligado por los números. Las cosas han cambiado mucho en solo cuatro años, desde aquel 2019 en que PSOE y Podemos hegemonizaron la política española. Pero es que en esos años han pasado algunas cosas que ayudan a explicarse un vuelco tan significativo en la voluntad popular. Por ejemplo, que la repetición electoral de 2019 supuso un pequeño descalabro para los dos partidos de izquierda que acabaron gobernando en coalición: entre abril y noviembre de 2019 se dejaron 10 escaños. Diez cruciales escaños que hubieran minimizado la dependencia de otras formaciones para alcanzar la mayoría absoluta, para lo que hubieran necesitado 11 votos en lugar de 21, como sucedió en noviembre. Solo el PNV ya tenía 6 de esos 11 imprescindibles votos. Los 5 restantes seguramente se hubieran podido conseguir de formaciones menores y sobre todo menos estigmatizadas para la opinión pública española que Bildu y ERC.

Claro que aquella repetición electoral se produjo por lo que podría considerarse una auténtica obsesión del PSOE en aquel momento, que no fue otra que hacerse con parte del espacio electoral de un Ciudadanos que tocó techo en abril, se negó a pactar un gobierno con el PSOE y se sumió en el abismo electoral en noviembre. En un marco político fuertemente condicionado aún por los ecos del Procés independentista, con disturbios diarios en Cataluña por la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, los votos de Ciudadanos fueron a parar a Vox y no al PSOE. Suele decirse que la victoria tiene muchos padres y la derrota ninguno. Y en este caso el aserto se cumple a la perfección: nadie ha asumido la responsabilidad por aquel gazapo político que obligó a conformar un gobierno más vulnerable y dependiente.




Así las cosas, al PSOE le interesaba por encima de todo mantener con vida lo poco que quedaba de Ciudadanos, aunque fuera una vida artificialmente asistida, porque así mantenía dividido el espacio de la derecha. Pero se dejó llevar otra vez por su vieja obsesión y con la tentativa frustrada de moción de censura en Murcia, en marzo de 2021, solo consiguió convertir a Ciudadanos, que ya era un partido exangüe, en poco fiable. Y, de paso, fortificó las posiciones electorales de su particular némesis en Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que aprovechó la ocasión para deshacerse de Ciudadanos como socio de gobierno y gobernar en solitario cerca de una mayoría absoluta que ha conseguido ahora.

Aunque algunos analistas y medios hayan hablado de «oleada» para referirse al triunfo del PP y VOX en las pasadas elecciones municipales y autonómicas, un análisis más pormenorizado de los resultados revela que la palabra es poco oportuna. Lo que denotan esos resultados es que los antiguos votantes de Ciudadanos han optado ahora sobre todo por el PP y, en menor medida, por Vox. La Ley d’Hondt hizo el resto. Pero es cierto que las cifras tampoco cuadran, porque el bloque de la derecha y extrema derecha se ha visto beneficiado por más votos que el de los antiguos electores de Ciudadanos. Y ahí entran, sin duda, los nuevos votantes y aquellos otros que optaron hace cuatro años por PSOE o Podemos y que se han visto ultrajados por los recurrentes pactos con fuerzas políticas que el bloque de la derecha considera que encarnan la «anti-España»: ese enemigo interior tan útil siempre en este país, pero especialmente ahora, en un entorno tan polarizado. De poco van a servir, por lo que parece, las decididas políticas sociales emprendidas por el gobierno de coalición de izquierdas, desde la subida del Salario Mínimo Interprofesional al aumento de las pensiones: el marco identitario (qué es o qué debería ser España) se ha impuesto en las últimas elecciones al cleavage socio-económico que impulsaba la acción de gobierno. 

En el siglo XVII, el Diccionario de Covarrubias definía la afrenta como «el acto que se comete con alguno en deshonor suyo, aunque sea hecho con razón y justicia». Está claro que en las últimas elecciones municipales y autonómicas muchos miraron, a la hora de votar, más su honor agraviado que su bolsillo. Y todo parece indicar que en las elecciones de este domingo sigue movilizando más el ultraje que el rechazo a las políticas ultras que contienen algunos de los pactos de gobierno firmados por PP y Vox en acuerdos de gobierno locales y autonómicos.

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