El mandato de Ursula von der Leyen al frente de la Comisión Europea parecía destinado a convertirse en
uno de los más exitosos en la historia del organismo comunitario y, desde luego, en el más brillante en lo que va de siglo XXI.
Pero el veredicto definitivo sobre la gestión de la conservadora alemana en Bruselas está pendiente aún de un último año que se anuncia muy complicado políticamente y plagado de curvas peligrosas. Von der Leyen encara la recta final en buena posición, pero con decisiones muy importantes por delante y con muchos rivales dispuestos a explotar en su contra el mínimo error.
La conservadora alemana, que llegó a Bruselas de rebote y por descarte de los aspirantes a presidir la Comisión (Manfred Weber, Frans Timmermans y Margrethe Vestager),
pronunciará este miércoles, el 13 de septiembre de 2023, en el Parlamento Europeo, su último discurso del estado de la Unión en esta legislatura (SOTEU, según el inabarcable catálogo de siglas en inglés de Bruselas). Von der Leyen puede reivindicar el éxito de buena parte de su gestión, que ha incluido el remate del Brexit, la lucha contra la pandemia y la respuesta a la invasión rusa de Ucrania y a la crisis energética desencadenada por Moscú.
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Los cuatro primeros años del mandato de la primera mujer al frente de la Comisión están jalonados de hitos históricos, como la creación del Fondo de recuperación, la compra conjunta de vacunas o la financiación compartida del armamento para Ucrania. Y el quinto y último ejercicio de esta era Von der Leyen (cuyo mandato expira el
31 de octubre de 2024) incluye retos como una posible derrama presupuestaria (de casi 100.000 millones de euros), la reforma del Pacto de Estabilidad, la conclusión del Pacto migratorio o el lanzamiento de una
señal inequívoca sobre una futura ampliación del club para incorporar, como mínimo, a varios países de los Balcanes occidentales y a Ucrania siempre y cuando concluya la guerra y tenga éxito su reconstrucción.
El tramo final de esta Comisión, por tanto, va a ser casi tan exigente o más que el recorrido anterior.
Y Von der Leyen llega justa de fuerzas políticas, con pocos gregarios alrededor y con rivales muy avezados, incluso entre sus compañeros del Partido Popular Europeo (PPE), dispuestos a amargarle su último esprint e, incluso, a arrebatarle el cargo si finalmente intentara repetir. Como en las grandes vueltas ciclistas, es evidente el riesgo de que Von der Leyen se desfonde y en una sola jornada negra pierda todo lo cosechado hasta ahora.
La alemana tiene a su favor la experiencia de cuatro años, en los que ha demostrado su habilidad para aprovechar las oportunidades (rápidamente asumió la propuesta de un fondo de recuperación lanzada por España e impulsada por Angela Merkel y Emmanuel Macron) y para corregir errores (como
el cometido en la aplicación del Protocolo del Brexit sobre Irlanda). La presidenta también ha sabido mantener el apoyo de las principales capitales (Berlín y París) y de gobiernos de signo distinto (
desde el socialista de Pedro Sánchez, a los ejecutivos liberales del Benelux o los países Bálticos o duros del PPE como el griego Mitsotakis).
Su imagen en Bruselas, en cambio, no ha ganado muchos enteros. Hasta sus peores enemigos le reconocen su incansable capacidad de trabajo.
Pero propios y extraños la acusan de un exceso de protagonismo, de acaparar todos los éxitos de la Comisión sin dejar lucirse a sus comisarios y de hacerles apechugar en solitario con los posibles tropiezos o encontronazos del organismo comunitario con algún gobierno (como el reciente nombramiento de una estadounidense para un alto cargo de Competencia, que provocó las iras de París y que tuvo que
asumir y dar marcha atrás la vicepresidenta Vestager).
Von der Leyen también ha levantado ampollas con un estilo de mando que para algunos funcionarios es demasiado autoritario y propenso a la imposición jerárquica sin contrapesos adecuados. Pero también es cierto que el rédito de ese liderazgo implacable ha sido un torrente de proyectos legislativos en las seis áreas que la actual Comisión se marcó como prioritarias (Pacto Verde, digital, economía, escena internacional, modelo de vida europeo y democracia).
De las 610 iniciativas anunciadas por Von der Leyen en esas áreas, se han presentado hasta ahora el 69% (420), según el
último balance realizado por Parlamento Europeo. A falta de ocho meses para que concluya la legislatura, se han aprobado normas tan significativas y difíciles de negociar como la Ley del clima (que fija el objetivo de cero emisiones para 2050), la ley de servicios digitales y la de mercados digitales (que endurecen la regulación de las grandes plataformas), la imposición mínima del 15% a las multinacionales, el lanzamiento de un plan conjunto de rearme de los ejércitos europeos o la concesión a Ucrania y Georgia del estatus de candidatas a la adhesión a la UE.
Pero en los últimos meses, Von der Leyen está perdiendo fuelle. En parte, porque Bruselas ha entrado ya en “modo electoral” y los codazos para situarse bien en el esprint final son cada vez más visibles y dolorosos. La presidenta del Parlamento Europeo, la maltesa Roberta Metsola, que suena como posible relevo del PPE para sustituir a la alemana, se ha sumado a la cruzada del presidente de su partido, Manfred Weber, para frenar la agenda medioambiental impulsada por la Comisión.
La propia Von der Leyen también ha empezado a moderar su entusiasmo “verde” y no ha dudado en estrechar lazos con el gobierno de la ultraconservadora italiana Georgia Meloni. La formación europea de la primera ministra italiana (ECR) puede resultar clave en el nombramiento de la nueva Comisión si las elecciones de junio de 2024 al Parlamento Europeo deparan un ascenso de la extrema derecha.
Pero la actual presidenta de la Comisión debe moverse con mucho tiento si quiere preservar su legado y, sobre todo, si desea postularse para repetir. Socialistas y verdes ya le han advertido que no aceptarán ningún tipo de marcha atrás en la legislación sobre medioambiente.
Y los coqueteos con la ultraderecha pueden acabar dejando a Von der Leyen y a los populares europeos en la misma situación que al PP de Núñez Feijóo: con un cordón sanitario de los otros grupos y ellos dentro.