El fracaso de la extraña sesión de investidura de Alberto Núñez Feijóo se daba por descontado, y muchos veían en ello el canto del cisne del candidato popular.
De momento, el gallego ha sobrevivido al trance. Corría el riesgo de naufragar ante la demostración de que la victoria electoral del 23 de julio fue, en reaidade, una derrota parlamentaria. De poner luz sobre la dependencia del PP ante Vox, esa que le aísla del resto de socios potenciales (no es Feijóo el que ha renunciado al apoyo de Junts, son estos y el PNV los que le han dado calabazas). De dejar en evidencia no solo su liderazgo, sino el sentido mismo de la conspiración interna que le aupó hace casi un año y medio.
Al fin y al cabo, Feijóo ha certificado que hoy no dispone de mayoría para gobernar. Sánchez podría reprochárselo el resto de legislatura si este fuera investido finalmente.
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Feijóo podría haber actuado de otro modo, siguiendo los pasos, por ejemplo, de Mariano Rajoy en 2016 o de Inés Arrimadas en 2017, en el Parlamento catalán, cuando renunciaron a intentar la investidura a pesar de haber quedado en primera posición electoral. Aquello le salió bien al primero (en buena medida gracias a Podemos) y mal a la segunda.
Pero huyendo de la investidura, Feijóo habría perdido definitivamente la legitimidad como líder no solo ante su electorado, sino sobre todo frente a sus colegas de partido, especialmente aquellos que le achacan ‘bisoñez’ y ‘provincianismo’.
Es cierto que, como apuntan numerosos analistas, el discurso del candidato enseguida se transformó en el de una moción de censura preventiva, en todo caso igualmente infructuosa y, además, devaluada por la “jugada Puente” que ideó Sánchez. Sin embargo, el verdadero sentido de esta no-investidura y el gran rédito que Feijóo podrá reivindicar por ‘haberlo intentado’ es interno:
expresó, con éxito, la voluntad de seguir ejerciendo como líder del PP. Y si no pudo contrastar sus ideas con el Presidente -tiempo habrá para ello-, tuvo la extraña fortuna de ser replicado tan frontalmente por el exalcalde de Valladolid que toda la derecha, en el parlamento y en los medios, reaccionó con la complicidad de cerrar filas en torno a él.
Por todo ello, Feijóo sale de esta semana reafirmado -que no reforzado- como líder del partido. Pero también como el líder vulnerable que no ha dejado de ser. Y para que lo primero logre prevalecer sobre lo segundo, deberá hacer algo más.
Hay que tener en cuenta que Feijóo sigue siendo el líder estructuralmente más débil de la historia del PP, por razones genéticas: la forma en que alcanzó el poder (tras una conspiración no planeada por él, y con unos acuerdos que no le favorecieron) ha condicionado la forma de ejercerlo después. Recordemos: en apenas diez días, pasó de ser el Presidente de Galicia que observaba desde la distancia la crisis madrileña entre Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso a trasladarse a la capital para substituir al primero con el empujón de la segunda. Y en un mes era investido nuevo presidente, heredando la estructura de poder organizativo interna de los predecesores, y viéndose obligado a ceder autoridad sobre cargos y listas a los barones territoriales existentes.
De un partido altamente presidencializado, se pasó de la noche a la mañana a un partido sustancialmente descentralizado. Justo cuando el PSOE estaba recorriendo el camino inverso.
De aquellos polvos, estos lodos. Durante un año Feijóo ha tenido que sobrellevar desautorizaciones constantes en cada paso adelante que daba en su línea pragmática. Han sobrevolado especulaciones -por lo demás, gratuitas- sobre cuándo y cómo la presidenta de la Comunidad de Madrid daría el salto. Y ha comprobado como el ‘laisser faire’ táctico hacía explotarle acuerdos envenenados con Vox en plena campaña preelectoral. Es cierto que Sánchez tampoco le ayudó mucho al líder de la oposición en este período, y dejó que los adversarios internos del gallego siguieran cavando entorno a él.
Todo ello tuvo efectos sobre la valoración de Feijóo, cuya progresión en las encuestas pronto se detuvo. A falta de cohesión interna, todo lo fio el gallego a los errores no forzados del Gobierno.
Las cosas no serán muy diferentes en el futuro.
Salvo un cambio significativo derivado de las elecciones de julio y, paradójicamente, de las opciones para reeditar la mayoría gubernamental. Si eso acabara sucediendo, el PP se enfrentará a un escenario difícil a corto plazo, porque los partidarios de la línea dura contra el PSOE podrán tener material para un discurso de oposición rotunda al Gobierno, pero con un talón de Aquiles:
necesitarán un líder al frente y el contexto impedirá que haya recambio posible para Feijóo. ¿Quién querrá reproducir las tribulaciones sufridas por este en los últimos quince meses? ¿Qué barón autonómico abandonaría el poder territorial para substituirlo por un pobre escaño de oposición en el Senado? Por no mencionar que todos los posibles substitutos sentados en el Congreso tendrán menos apego popular que el actual presidente del partido.
Feijóo es imprescindible, de momento.
Y por eso su vulnerabilidad es su fuerza:
si Feijóo dimitiese, el PP entraría en una grave crisis, porque ningún barón podría sucederle en las condiciones adecuadas. Por primera vez, Feijóo puede disponer de más margen estratégico que la simple espera a que se debilite la estrella del sanchismo. Para ello, a cambio de permanecer, puede exigir una renegociación del equilibrio de poder derivado de abril de 2022, reclamando la libertad suficiente para calibrar su discurso, recuperar algo de poder informal (dado que los congresos nacional y territoriales del partido tardarán en llegar) y responder con mayor margen de maniobra al dilema en torno a Vox.
Si lo logra, podría disponer de dos años a la espera de que las dificultades de la próxima legislatura, incluida las estrecheces económicas, produzcan los efectos desmovilizadores que esta vez Sánchez logró conjurar.
Así, en las próximas elecciones, confrontado quizá incluso con otro candidato socialista, Feijóo pueda tener la oportunidad de convertirse en el ganador que ahora la mayoría considera inverosímil.