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DEL HAMBRE

Oriente Medio se mira en el espejo

Jordi Quero

5 mins - 2 de Noviembre de 2023, 07:00

Muchas cancillerías en Oriente Medio andan a la búsqueda de una fórmula mágica que les permita hacer lo mínimo para que nadie les pueda acusar de inactividad ante la barbarie en Gaza pero sin estar dispuestos a asumir los costes propios de cualquier compromiso sustantivo. Se proyecta un trampantojo de urgencia y responsabilidad compartida que, al mirar de cerca, se convierte en desidia y agotamiento. Las rápidas llamadas a la desescalada desde el primer momento, más allá de señalar prudencia, son un signo inequívoco para Israel y el resto de la comunidad internacional de su inapetencia para asumir responsabilidades mayores ante la tragedia humana en ciernes. Qatar centra sus esfuerzos mediadores en avanzar en una solución para el problema de los rehenes capturados por Hamás. Egipto sólo ha elevado la voz para dejar claro que no abrirá el paso de Rafah al éxodo de refugiados gazatíes para no alentar una crisis humanitaria mayor -y temiendo convertirse en un nuevo Líbano de impedirse su retorno tras cualquier invasión israelí de la Franja. El resto se mueve en un marco de declaraciones de condena tan contundentes como inocuas.

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Desde hace décadas, el compromiso con la causa palestina de muchos gobiernos regionales es más simbólico que sustantivo. La normalización de relaciones entre Egipto e Israel con los Acuerdos de Camp David en 1979 inició un proceso de fragmentación dentro de las filas árabes.  La Guerra del Yom Kippur, de la que ahora se cumplen cincuenta años, había significado un punto de no retorno en el deber frente a los palestinos, poniendo de manifiesto las dificultades árabes para imponer una realidad material diferente sobre el terreno y la imposibilidad militar de acabar con Israel. La conclusión lógica, dirían muchos, era pasar página, no gastar más energías en un conflicto cada vez con peor solución, dejar en manos de los palestinos su propia lucha y centrarse en las prioridades domésticas de cada uno de sus países.

Con el paso de los años, muchos otros se sumarían a la normalización de relaciones: Jordania en 1994 y los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos en 2020 en el marco de los Acuerdos de Abraham promovidos por los Estados Unidos. En el momento del estallido del conflicto el pasado 7 de octubre todas las informaciones señalaban a que estaba muy cerca el punto de ruptura definitivo: Arabia Saudí negociaba con el gobierno de Benjamin Netanyahu el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas. La familia real de los Al-Saud, con el príncipe heredero Mohamed bin Salmán a los mandos, parecía dispuesta a dar carpetazo definitivo a cualquier condición sobre la estatalidad palestina como previa para la normalización con Tel Aviv y, de paso, reducir la tensión con Washington tras unos años de desencuentros importantes por la guerra en Yemen o el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018. 



El giro sólo ha sido posible si entendemos que en las últimas cuatro décadas el eje de conflictividad central en la región se ha movido de Tel Aviv a Teherán. El enemigo central en la cabeza de muchos dirigentes árabes ya no es Israel sino la República Islámica. Con la Revolución Iraní de 1979, muchas capitales de la región, pero especialmente todas las monarquías del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza, entendieron que el mayor riesgo para la continuidad de sus regímenes autocráticos era que la ola revolucionaria iniciada en Irán tuviera eco entre sus propias poblaciones.  La penetración y participación de la Guardia Revolucionaria en buena parte de las crisis o conflictos regionales (Iraq, Líbano o Yemen, por citar los más claros), y los esfuerzos por hacerse con la tecnología nuclear, en opinión de los dirigentes árabes, ha ido confirmando con el tiempo que todos sus esfuerzos y dedicación han de centrarse en dar respuesta a la amenaza iraní. Israel, en comparación, no supondría ya una amenaza tan clara ni directa para ellos.

Las actitudes reticentes también se explican por el agotamiento regional con las guerras y las crisis, tras un ciclo iniciado hace veinte años en Irak y seguido en Libia, Yemen y Siria. La apetencia de una nueva ronda de violencia cronificada, crisis humanitaria, refugiados e incertidumbre económica regional es reducida en las cancillerías de Oriente Medio. Las reservas, al límite. Este es el caso incluso de aquellos que a priori habrían mantenido en los últimos años un compromiso más claro con la causa palestina. Bashir Al-Assad en Siria o Hizbollah en el Líbano tienen contextos domésticos marcados por profundas crisis sociales y económicas que limitan su capacidad de acción. Incluso en Irán, donde el miedo ante una escalada militar frente a otra potencia nuclear como es Israel está muy presente en sus cálculos, tiene incentivos para medir con mucho cuidado su respuesta: una cosa es apoyar las acciones de Hizbollah en la frontera norte de Israel y evitar así la acusación de falta de compromiso; otra, muy diferente, es estar dispuesta a jugársela por la causa palestina, por mucha solidaridad que le despierte.

Con todo, los costes de cualquier guerra regional serían demasiado altos para el nivel de compromiso presente. Siempre y cuando sean capaces de mantener a raya las protestas en las calles de sus ciudadanos, y no cunda el pánico ante la amenaza de una nueva ronda de revoluciones como las de 2011 que les fuerce a compensar en Gaza las miserias domésticas de sus despotismos, los líderes de la región preferirán ponerse de perfil.
 
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