Hace cuatro años también hubo altercados violentos que incluían enfrentamientos con la policía y quema de contenedores, aunque de muy distinto signo político:
las calles de Cataluña, sobre todo las de Barcelona, recogieron el estallido social que se produjo tras la sentencia del Tribunal Supremo que condenaba a los responsables del Procés. Apenas un mes después, Vox supo sacar rédito de aquellos alborotos y, en la repetición electoral de noviembre de 2019, consiguió su mejor resultado hasta la fecha: 52 escaños en el Congreso de los Diputados. Cuatro años más tarde, Vox no se alimenta de la trifulca que organizan otros, sino que directamente la promueve.
Porque las manifestaciones que el partido ultra instiga frente a las sedes del PSOE son cualquier cosa menos «espontáneas».
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
El historiador argentino Federico Finchelstein sostiene la tesis de que el populismo clásico, el de Perón y compañía, supuso en realidad la prolongación del fascismo por otros medios, ya que perseguían objetivos similares, pero evitaban el uso de la violencia como instrumento legítimo de acción política. Después de la Segunda Guerra Mundial, de hecho, las democracias modernas se asentaron sobre el presupuesto de que los conflictos sociales se dirimen en mesas de negociación y no en combates callejeros como los que enfrentaban a los
Freikorps con los espartaquistas en la República de Weimar.
Pero, con su actitud, los de Santiago Abascal están apostando por volver a situar a la violencia como un actor político central en la disputa democrática. El propio Abascal lo dejó claro cuando advirtió que «no permitiremos» la aprobación de la amnistía.
Cabe preguntarse cómo va a impedirla, porque las reglas del juego parlamentario están claras y todo parece indicar que, si Junts está por la labor, el acuerdo saldrá adelante en la sede de la soberanía nacional.
Siempre he considerado que el peor error que se puede cometer con la extrema derecha es infravalorar sus habilidades estratégicas. Porque, con estas manifestaciones violentas, Vox ha conseguido por fin materializar uno de los recurrentes sueños de la ultraderecha patria: el de la unificación. Aunque sea momentáneamente, estas exhibiciones públicas han agrupado a la pluralidad de familias ideológicas que se agazapan bajo la etiqueta de extrema derecha: neonazis crepusculares, nostálgicos de la División Azul, franquistas sociológicos, partidarios de José Antonio y hasta ultras de fútbol.
Grupúsculos que sobrevivían al margen del sistema, aunque practicaban un activismo radical en las redes sociales y a veces en las calles. Antes del nacimiento de Vox, estas formaciones eran residuales y
no superaron conjuntamente los 73.000 votos en las generales de 2011, pero con el éxito encontraron en el partido de Abascal un nuevo referente político. No es casualidad que líderes de formaciones neonazis como Democracia Nacional o el MSR formen parte de los cuadros políticos de Vox en algunos ayuntamientos. Como tampoco es casual la presencia de algunos personajes que encabezan ahora las manifestaciones:
gracias a Vox han dejado atrás todas sus diferencias y han acudido a la llamada, blandiendo piedras y pancartas en las que no deja de llamar la atención que se defienda una unidad de España que está menos amenazada ahora que en octubre de 2017.
Es evidente que nuestra democracia corre un serio peligro con esta legitimación e instrumentación de la violencia social, conscientemente promovida de arriba abajo desde los cuadros de mando de Vox. Con todo, el problema no es solo esta formación, también lo es un PP que, en su disputa por la hegemonía social del espacio conservador, no se atreve a condenar estas demostraciones de acoso con la vehemencia y contundencia con las que sí desaprobó en su momento los escraches promovidos por otros partidos.
Con esa actitud no solo dubitativa sino condescendiente, el PP se encamina junto a Vox por los márgenes de la democracia liberal española. Unos márgenes por los que, a decir verdad, la derecha española solo transita cómodamente cuando gobierna. Las preguntas del CIS sobre la simpatía que despierta el sistema democrático entre los encuestados confirman que la adhesión del votante de la derecha solo crece cuando ésta gobierna, a diferencia del votante de izquierda, que mantiene un índice de aprobación estable en torno al 90%, con independencia del partido que esté al frente del gobierno en ese momento.
Los politólogos Lucia y Medina y Mariano Torcal han estudiado pormenorizadamente esa correlación entre ideología y filia democrática desde 1979 y los datos son inequívocos:
solo el 46% de los votantes ubicados en el eje de la derecha, y el 68% de los de centro derecha, aceptaban la democracia como forma de gobierno bajo la presidencia de Felipe González en 1982. Aceptación que creció hasta el 88% entre los votantes de centro derecha, y al 80% en los de la derecha estricta, con el gobierno de
José María Aznar en el 2000. De hecho, las últimas encuestas del CIS certifican que, desde que
Pedro Sánchez es presidente del gobierno, se ha producido un ligero descenso en el apoyo a la democracia como forma de gobierno preferible entre el votante del PP, pasando del 83,7% en 2016 al 77,8% en 2021, incremento que se acompasa perfectamente con el aumento del porcentaje de los que en algunas circunstancias prefieren un régimen autoritario, pasando del 6,8% en 2016 al 8,5% en 2021.
En el caso de los votantes de VOX las posiciones son mucho más extremas: prefieren la democracia sólo el 66,47% y el 22,4% se muestra partidario de un régimen autoritario.
Alguien dijo que la esencia de la democracia reside en la aceptación resignada de la derrota, no en la celebración jubilosa de la victoria. Desde hace unos años, la democracia española trastabilla porque a los perdedores les cuesta reconocerse en esa tesitura. Se habla entonces de gobiernos «ilegítimos», se amenaza con ilegalizar partidos que defienden otras ideas por vías pacíficas o se incita a las fuerzas de orden público a la desobediencia. Y lo hacen precisamente los más conspicuos defensores de la
democracia securitaria, esa excrecencia ideológica que hace del orden público, y no del consenso, la piedra angular del sistema que ha asegurado las mayores cuotas de bienestar social y económico de nuestra historia.
No se puede ser demócrata a intervalos ni a regañadientes, sino que se debe serlo a tiempo completo, en la forma y manera en que lo son los seguidores del Real Betis Balompié: manque pierda.