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El Sísifo europeo

Michele Testoni

10 mins - 16 de Noviembre de 2023, 07:00

El mito de Sísifo es uno de los más famosos de la mitología griega: su castigo, decretado por el proprio Zeus, consistía en empujar una gran piedra cuesta arriba por una montaña empinada; sin embargo, antes de que alcanzara la cima, la piedra volvía a rodar hacia abajo, lo que obligaba a Sísifo a empezar de nuevo, una y otra vez. El mito ha adquirido una popularidad tan grande que, en el lenguaje común, la expresión “trabajo de Sísifo” se utiliza para definir una labor tan dura y dificultosa que parece que no acaba nunca.

Cada vez que se habla de Europa y los obstáculos de su proceso de integración, el mito de Sísifo vuelve a aparecer. No es casualidad. Lo debemos a un libro magnífico del profesor austro-francés Stanley Hoffmann, el que fundó el Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard en 1969, un pionero en la investigación y la enseñanza de la política francesa y, por supuesto, europea en los EEUU. Publicado en 1995, el libro se titula The European Sysiphys y reúne a los principales ensayos publicados por el propio Hoffmann entre los años 1964 y 1994. En ellos, el autor analiza el problema de las divisiones, constantes y cíclicas, que han estado caracterizando el proceso de integración europea desde sus comienzos poniendo el énfasis sobre temas como, por ejemplo, la Guerra Fría y la crisis de identidad europea, el futuro del Estado nación, el papel ambivalente de Francia, el nudo de la ‘cuestión alemana’ o la capacidad de la recién establecida Unión Europea de desempeñar un rol proactivo en el nuevo (post-1989/1991) orden mundial

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El episodio más reciente en el que el “Sísifo europeo” ha vuelto a hablar de sí fue el pasado 27 de octubre cuando la Asamblea General de la ONU fue llamada a votar una resolución en la que se pedía, en relación al nuevo conflicto en la Franja de Gaza entre Israel y Hamás, la “liberación inmediata e incondicional” de todos los rehenes, una “tregua humanitaria inmediata, duradera y sostenida que conduzca al cese de las hostilidades” y, por supuesto, una “solución justa y duradera” al conflicto palestino-israelí. El texto, presentado por Jordania, era el intento de poner fin al impasse en el que se encontraba la ONU ya que el Consejo de Seguridad no había logrado llegar a un acuerdo sobre cuatro borradores de resolución. Finalmente, la Asamblea General aprobó dicha resolución con 120 votos a favor, 14 en contra y 45 abstenciones.

A pesar del carácter jurídicamente no vinculante, sino de orientación política, de las resoluciones aprobadas por esta Asamblea, el voto provocó un profundo desconcierto debido a la posición – mejor dicho: las posiciones – de los países occidentales. De los 27 miembros de la UE, 8 votaron a favor (Bélgica, Eslovenia, España, Francia, Irlanda, Luxemburgo, Malta y Portugal), 4 votaron en contra (Austria, Croacia, Hungría y República Checa) y los demás 15 se abstuvieron (entre ellos destacan Alemania, Italia, Polonia y todos los países nórdicos). Y si ampliamos la mirada a las demás naciones occidentales, especialmente los miembros de la OTAN, vemos que Noruega y Turquía votaron a favor, EEUU en contra, mientras que Albania, Islandia, Canadá y Reino Unido se abstuvieron. Lo mismo que Ucrania (abstención), algo que llamó mucho la atención – Rusia, en cambio, votó a favor, algo que, me parece, llama aún más la atención.

El desconcierto generado por esa votación se refiere, sobre todo, a dos clases de consecuencias. La primera, la separación entre el Occidente y el resto del mundo. Sólo 9 países más votaron en contra de la resolución: Guatemala, Paraguay, algunos Estados insulares del Pacífico y, por supuesto, el propio Israel. Y sólo otros 25 se abstuvieron – entre ellos Australia, Camerún, Corea del Sur, Etiopía, India y Japón. Los demás países, todos votaron a favor de la resolución jordana, es decir, 109 naciones no occidentales sobre un total de 120 votos (hay que añadir a Nueva Zelanda, país occidental que votó a favor). 

¿Es esto un problema? Sí y no. Por un lado, es bastante evidente la dificultad del Occidente blanco y democrático de conectar con otras regiones del mundo – de hecho, China y Rusia votaron a favor, como lo hicieron, por ejemplo, Brasil, Indonesia, México, Nigeria, Sudáfrica y todos los países árabes, con las únicas excepciones de Irak y Túnez (abstención). Sin embargo, en el historial de las votaciones en la Asamblea General de la ONU, es bastante habitual que los países del “sur del mundo” voten en contra de los del “norte”. Votaciones con un valor mayoritariamente simbólico y que, por el momento, no revelan la formación de ningún bloque antioccidental unido y homogéneo (el BRICS+ no es esto) – aunque, es cierto, restarles importancia en el mundo actual sería un hecho miope y equivocado.



La segunda consecuencia negativa de esa votación es la que nos interesa más de cerca porque es la que nos habla del revivido “Sísifo europeo”. Por mucho que Josep Borrell, el Alto representante de la Unión para los Asuntos Exteriores y la Política de Seguridad, se esfuerce (cada día y en cada ocasión) de hablar de política exterior común, y de que Europa necesita “aprender el lenguaje del poder”, tanto la propia UE como sus países miembros se caracterizan por una dinámica bastante consolidada: en el momento en que estalla una crisis (el terrorismo, los inmigrantes, el COVID, la guerra en Ucrania o el conflicto en Palestina), la primera postura que emerge es de desunión y falta de coordinación, lo que acaba produciendo opciones centrífugas, incluso contradictorias u opuestas. El resultado es una cacofonía diplomática que, contextualizada en la cruda realidad de los hechos, es síntoma de debilidad y, por tanto, de escasa capacidad de ejercer influencia tanto en términos de poder duro como de poder blando. Sin embargo, al cabo de un tiempo, Europa consigue hacer sus deberes y alcanzar a una posición común que nos hace decir, con un cierto alivio, “¡por fin Europa existe!”. 

Pero, es justo en ese momento que nos damos cuenta de que la piedra de Sísifo empieza, otra vez, a caer cuesta abajo. Ese es el momento de la eficacia y de la credibilidad de Europa, tanto de sus países como de la propia UE. Recordémoslo: el proceso de integración europea surge no sólo de la voluntad de Monnet, Schuman y Adenauer de que Francia y Alemania no combatieran entre ellos nunca jamás, sino también de la nueva configuración de poder, es decir, el hecho que después de 1945 Europa ya no es el sujeto, sino un objeto de la rivalidad entre las dos nuevas superpotencias. La integración europea, y de ahí la UE, es una herramienta con la se quiso (y se logró) pacificar Europa, no para que Europa pudiera volver a intervenir en otras regiones del mundo. Y no es sólo una cuestión de diseño institucional. 

La votación en la Asamblea General de la ONU es, inevitablemente, el producto de esta divergencia entre las aspiraciones, por un lado, y el poder del marco europeo de institucionalizar una práctica y unos objetivos comunes. Pero los problemas empezaron antes, justo con el comienzo de las atrocidades, cuando el comisario europeo de Vecindad y Ampliación, el húngaro Olivér Várhelyi, muy cercano a Fidesz, el partido de Orbán, anunció de manera repentina y unilateral la congelación de las ayudas a Palestina. La Comisión finalmente rectificó tras las protestas de varios países miembros – España entre ellos. Unos días después, fue la visita a Israel de Von der Leyen a levantar críticas: no sólo un viaje no concertado con los Estados miembros, sino en que la presidenta de la Comisión Europea no pidió al gobierno de Netanyahu de respetar las reglas más básicas del derecho humanitario internacional en su (legítima) represalia contra Hamás. 

Se tuvo que esperar hasta el 15 de octubre, ocho días después de la incursión terrorista de Hamás, para lograr una posición común: por un lado, el derecho de Israel a existir y defenderse de acuerdo con las normas del derecho humanitario e internacional; por el otro, la importancia de garantizar la protección de todos los civiles según las reglas del derecho humanitario internacional. 

No obstante, el Sísifo europeo puede (y debe) hacer de la necesidad virtud. ¿Cómo? Pues como subrayó Luigi Scazzieri en este medio, “(a)unque los europeos poco pueden hacer para influir en el curso del conflicto, sí pueden ayudar a evitar que se materialicen algunas de sus peores consecuencias.” Es cierto: el peso específico de Europa es mínimo tanto en relación a Israel como a la ANP, los países árabes (Arabia Saudí y Egipto, sobre todo) o Irán. Sin embargo, hoy Europa necesita desempeñar un papel quizás menos visible, pero fundamental: reconstruir una unidad, es decir, una credibilidad negociadora transatlántica

Si Estados Unidos es, en este momento, la única gran potencia occidental que puede ofrecer una solución negocial tanto el corto como en el medio plazo, pues es ahí que tiene que dirigirse una política exterior común. La creciente preocupación del Departamento de Estado norteamericano hacia la represión de Israel (comprensible pero brutal e inhumana), unida a unas encuestas electorales no positivas para el presidente Biden, debería favorecer un reencuentro entre EEUU y la UE y estimular un intento para lograr una posición común entre Blinken y Borrell. Tanto en el corto plazo (un alto-el-fuego que, sin embargo, parece cada día más lejano) como en medio plazo (la reconstrucción económica de la Franja de Gaza y un plan para la estabilización de la región, algo a que también los burócratas chinos están muy interesados), la guerra entre Israel y Hamás – sin que esto nos deje olvidar Rusia y Ucrania – podría ser una palanca para dar más fuerza y atractivo global al Occidente democrático

La intransigencia del gobierno israelí, la pasividad de muchos Estados árabes y las debilidades de Europa no son favorecedoras ni prometedoras. Sin embargo, es éste el destino del Sísifo europeo: seguir intentando alcanzar lo imposible.
 
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