Una de las voces más personales y destacadas de nuestra literatura contemporánea,
Sara Mesa, volcaba hace unos años en un opúsculo titulado
“Silencio administrativo” una experiencia reconocible. Partiendo de un suceso real en un contexto de vulnerabilidad, el de la pobreza, Mesa relataba la pesadilla burocrática de quien tiene que desplazarse a una y otra Administración, recopilar documentación:
siempre falta algo, los requisitos para optar a determinadas ayudas y prestaciones en ocasiones carecen de lógica, los sistemas de cita previa son endemoniados y, en definitiva, la sensación de indefensión de la ciudadanía es patente.
La vulnerabilidad en distintas manifestaciones podría considerarse un leitmotiv en la bibliografía de Sara Mesa, que construye con finura personajes y espacios que evocan la pérdida, la separación, la distancia, con ciertas dosis de ternura melancólica. Ese universo tan particular y atractivo es sin duda muy cinematográfico, de modo que la adaptación de la novela “Un amor” por otra de nuestras grandes, como es Isabel Coixet, no puede sino augurar frutos positivos.
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Cualquier profesional ha de dominar una determinada técnica, pero tan importantes como la adquisición de esa destreza son un conjunto de cualidades difícilmente baremables, que enlazan con la naturaleza del ser humano y que con frecuencia marcan una diferencia en el ejercicio de la actividad laboral cotidiana. Por esa razón, el curso pasado pedí a quienes cursaron la asignatura de Derecho Administrativo que leyeran, además de otros materiales específicos, “Silencio administrativo”.
Ello sirvió para reflexionar de forma conjunta sobre cómo se regulan (y se han de regular) los procedimientos administrativos, sobre el modelo de empleo público, la interpretación de las normas, el rigidismo injustificado que en ocasiones afronta la ciudadanía, la empatía, la necesidad de abordar la igualdad en el día a día de la actuación administrativa, la atención singularizada atendiendo a las circunstancias concretas. En definitiva, permitió preguntarse a la luz de problemas reales sobre la esencia del Derecho Administrativo.
El Derecho es una técnica, ni más ni menos.
Es la técnica de la que se han dotado las sociedades para, entre otras cosas, resolver conflictos, pero también para regular el funcionamiento de las instituciones públicas, como son las Administraciones. Como es una técnica, se requiere personal experto para elaborar las normas y para aplicarlas, tanto en el ámbito administrativo como en el judicial. Normas elaboradas con mala técnica jurídica (y ejemplos hay muchos) generan problemas desde el principio. Normas aplicadas por personal no cualificado, desmotivado o desbordado por la carga de trabajo y la acumulación de urgencias contribuyen, por su parte, a que dichos problemas se acrecienten.
Por ello, los desafíos para quienes se ocupan del Derecho Administrativo son plurales: mejorar la calidad de las normas, su aplicación, contribuir a la mejora de las Administraciones Públicas y de su control, a través fundamentalmente de jueces y tribunales.
Esta agenda de trabajo ha adquirido nuevos tintes en los últimos años, como sucede con otros sectores, a raíz del tsunami de las tecnologías disruptivas y, en particular, a partir de la digitalización tendencialmente generalizada de la actividad administrativa y de la introducción de instrumentos de inteligencia artificial en las Administraciones Públicas. La digitalización de los procedimientos indudablemente comporta ventajas:
por ejemplo, y entre una infinidad de trámites, se puede solicitar una ayuda o un certificado de empadronamiento en tiempo real sin desplazarse y también cabe realizar el seguimiento del estado de múltiples procedimientos. Las tareas repetitivas ganan en eficiencia y precisión, se reduce la posibilidad de cometer errores y, al menos en teoría, cabe dedicar más tiempo a tareas de mayor complejidad y que requieran una intervención humana más reposada.
También la inteligencia artificial comporta múltiples aspectos positivos en la gestión pública.
Permite personalizar servicios públicos y se ha planteado, por ejemplo, la posibilidad de que determinadas ayudas se puedan preconceder de manera automática una vez constatado que una persona concreta reúne los requisitos fijados en la convocatoria. La inteligencia artificial es una expresión que abarca realidades muy heterogéneas, sin que hasta la fecha exista una definición canónica en los textos jurídicos (probablemente tampoco en la comunidad científica). Entre los múltiples ejemplos pueden citarse ahora los chatbots o asistentes conversacionales, que facilitan información a la ciudadanía, o los dispositivos para el procesamiento de lenguaje natural que agilizan determinadas tareas y que, por otro lado, pueden ser útiles para determinados sectores de la población. A ello cabe añadir el uso de inteligencia artificial en hospitales para el diagnóstico de enfermedades y la prescripción de fármacos.
La inteligencia artificial se utiliza, en fin, en labores de inspección y control, en especial para la persecución del fraude en diversos contextos.
La transformación digital y la inteligencia artificial han originado y originan relatos antagónicos: no faltan quienes entonan el canto de la arcadia feliz, mientras que por el contrario es también habitual la narrativa del armagedon sin piedad que destruirá la humanidad. Ambos relatos son relatos extremos que, en su extremismo, probablemente no se compadecen con la realidad, dado que en general nos encontramos ante una escala de grises. Los aspectos positivos de la digitalización y de la inteligencia artificial son evidentes. Existen, no obstante, riesgos que se han de conjurar. Y para ello el Derecho como técnica es un instrumento que permite catalogar dichos riesgos, regularlos, establecer límites, todo ello desde la elaboración de las normas hasta la aplicación por los distintos actores. También es una herramienta para abordar las brechas digitales y hacerles frente, a fin de facilitar la inclusión social en estos entornos, que se consolidan de forma paulatina como aquellos en los que se desarrolla la vida personal y profesional.
Aquí el Estado Social Digital se manifiesta de una manera intensa, por cuanto se habrán de emprender las políticas públicas necesarias, con un presupuesto adecuado, a fin de cumplir el mandato constitucional.
Hace dos años se adoptó en España la
Carta de Derechos Digitales, un importante instrumento no jurídico, que habrá de ser objeto de desarrollo normativo y que, además, ha sido un referente en la elaboración de la Declaración europea sobre los derechos y principios digitales y de la Carta Iberoamericana de Principios y Derechos en Entornos Digitales.
Entre otras cuestiones, se recoge el derecho a saber cómo se produce la toma de decisiones en los supuestos en los que la Administración utiliza instrumentos de inteligencia artificial, enuncia el derecho a ser analógico y contempla aspectos de la denominada por Juli Ponce “reserva de humanidad”, es decir, que en definitiva un ser humano controle el proceso y sea responsable en última instancia si la decisión se ha adoptado utilizando un sistema de inteligencia artificial. Además de la Carta, en la actualidad se está finalizando el texto definitivo del futuro Reglamento europeo de inteligencia artificial, que probablemente será aprobado durante la Presidencia española de la Unión Europea y que ofrecerá instrumentos para afrontar los riesgos que se han descrito.
En definitiva, se está forjando un nuevo contrato social, el contrato social digital, en el que el Derecho es importante, pero no lo son menos otros elementos, como la existencia de una ética pública a la altura de los tiempos que se proyecte también en los nuevos entornos, un liderazgo adecuado, fondos suficientes y políticas públicas emprendidas desde la óptica del Estado Social Digital.